Mi mujer y yo entramos en la sala. Olía a musgo y humedad. Millones de ratas y ratones echaron a correr cuando alumbramos aquellas paredes que durante un siglo entero no habían visto la luz. Cuando cerramos la puerta tras de nosotros, entró una ráfaga de viento y se arremolinaron los papeles, amontonados por los rincones de la estancia. La luz cayó sobre aquellos papeles y distinguimos viejas inscripciones e imágenes medievales. De las paredes, que el tiempo había puesto semiverdosas, colgaban los retratos de mis antepasados. Sus rostros tenían una expresión altiva, severa, como si quisieran decir:
-¡Buena azotaina te mereces, hermanito!
Nuestros pasos resonaban por toda la casa. A mis toses respondía el eco, el mismo eco que en otros tiempos había respondido a mis antepasados. …
El viento ululaba y gemía. Alguien lloraba en el tubo de la chimenea, con llanto en que se percibía una nota de desesperación. Gruesas gotas de agua repicaban en las ventanas oscuras, empañadas, y sus golpes llenaban el ánimo de tristeza.
-¡Oh, antepasados, antepasados! – dije, suspirando profundamente-. Si fuera escritor, mirando los retratos escribiría una larga novela. Pues cada uno de estos viejos fue en su tiempo joven, y cada uno de ellos o ellas tuvo su novela… ¡y qué novela! Mira, por ejemplo, a esta vieja, mi bisabuela. Esa mujer tan fea y horrible tiene su novelita, que es de extraordinario interés. ¿Ves -pregunté a mi esposa-, ves el espejo que cuelga ahí, en el rincón? Seguir leyendo