Todas las mañanas, cuando me levantaba, lo primero que veía al mirar hacia la calle era a la vecina barriendo las hojas. Lo hacía de manera metódica, llevando un ritmo no sólo en la forma de mover la escoba sino también en la manera prolija con la que dividía el terreno a limpiar. Los árboles en esa acera soltaban bastantes hojas; en las noches con viento se podía escuchar cómo éste sacudía sus frondas. Así, por las mañanas, una señal que reconocía eran aquellos rasguños de escoba arrastrando las hojas caídas en el pavimento. Entonces iba al ventanal y veía a la vecina, una mujer muy atractiva, sin necesidad de realizar esa servil tarea, que barría las hojas casi con un rencor contenido.
Tenía dos años viviendo en ese departamento. Las cosas en la vida por primera vez me iban bien. Tanto así que me daba el lujo de pagar renta para vivir solo, lejos del ala tutelar de mi familia. Algunos amigos, al ver mi bonanza inesperada, habían tomado mi departamento como base para organizar fiestas. Dos o tres escandalosas veladas por mes, y algunas reuniones informales para beber y platicar de cualquier cosa, desde deportes hasta filosofía del arte. Recalar en este tema era señal inequívoca de que todos deseaban irse. También hablábamos de literatura, mucho. Y de mujeres, sobre todo cuando a las reuniones no acudía ninguna. Seguir leyendo