Mil novecientos treinta y dos. Una vivienda de tres cuartos, que son las dos recámaras y el comedor. Una zotehuela donde está la cocina, el lavadero, el retrete encajonado y una puerta de tiras de madera que da al patio de la vecindad. La vecindad es larga, y largo el patio de lajas de cantera en medio y arbustos a los lados, que tapan la entrada y las ventanas de las viviendas. Perros, ancianos ociosos, talabarteros, plomeros, carpinteros, morrongos de carnicería, chícharos de peluquería, coimes de billar, zapateros remendones, chiquillería y mujerucas ladradoras.
El día comienza con el amanecer; termina con los estrépitos de los últimos borrachos, cuando Pepina, por fin, atrapa el sueño. Pepina vive con su madre, anciana oracionera, con Rómulo, pequeño, bizco, tonto y pintor, y con Salvador, hermoso, ebanista, agresivo y borracho. Salvador llega de madrugada, y mucho antes, hacia las siete de la noche, ya oscuro, Rómulo, la madre y Pepina deliberan.
—Café o vela —dice Pepina—, pero rápido, don León cierra a las siete y media.
Don León es el dueño del estanquillo.
—Vela —dice Rómulo—, tengo que pintar.
—Qué vas a pintar, bizco. ¿A la luz de una vela? —dice ásperamente Pepina.
—A la luz de una vela. A la luz de una vela. A la luz de una vela. Así he pintado siempre —dice Rómulo como a punto de pelear, pero no pelea, así es él, la fuerza se le va en la repetición de las frases y en el énfasis, y remata:
—¡A la luz de una vela!
—¿En el día pintas a la luz de una vela?
—¡En el día pinto a la luz de una vela!
—Sí, puede que sí, puede que la necesites.
—¡Jesucristo vencedor! Vete por café, Milo. Café caliente en el estómago. Rezaremos en lo oscuro. Seguir leyendo