LA VANAGLORIA POR ENRIQUE SERNA
A Rosa Beltrán http://historico.nexos.com.mx/vers_imp.php?id_article=1351&id_rubrique=546
Recibí la mejor noticia de mi vida en un momento de ofuscación y rabia contra el mundo. Había regresado a casa con mi gruesa mochila al hombro, la camisa anegada en sudor, tan vapuleado por la dura jornada en el instituto, que apenas tuve fuerzas para levantar en vilo a mi hijita Natalia, y mientras le daba vueltas en el aire, con un júbilo artificial de padre modelo, me sentí un poco fuera de lugar en esa escena de felicidad hogareña, como un actor suplente a quien le toca representar un papel aprendido de oídas. No soy un misántropo ni un enemigo de la familia. Adoro a mi hija y por ella me parto el alma dando seis horas diarias de clase. También amo a Toña, mi mujer, que estaba lavando trastes en la cocina y vino a besarme con las manos chorreando jabón. Alegre, coqueta, apasionada, su calidez afectiva es el contrapeso ideal para mi neurosis y en cinco años de matrimonio jamás hemos tenido un pleito que no pueda resolverse en la cama. Pero qué le vamos a hacer: a veces el amor asfixia y no pude evitar una sensación de ahogo cuando mis dos tiranas se me colgaron del cuello, como si quisieran apretarme el nudo corredizo del cautiverio. Más vueltas, papi, quiero más, pidió Natalia y aunque nada me costaba complacerla, esta vez le dije que papi venía muerto de cansancio.
Echado en el sofá con una cerveza en la mano, procuré analizar en frío mi pugna laboral con el padre Dávalos, el subdirector de secundaria, un severo capataz de la enseñanza que me había cogido tirria desde mi llegada al instituto, y ahora, por sus lindos huevos, quería obligarme a fungir como prefecto en mis horas libres, el único momento de la jornada en que tengo un respiro para leer. Por haber defendido mi tiempo libre, esa mañana nos habíamos enzarzado en una discusión áspera: ya te lo echaste de enemigo, pensé, ojo con los retardos, de aquí en adelante empieza la guerra de golpes bajos. Y si te corre en mitad del año escolar, ¿dónde vas a conseguir chamba? Pinches padres lasallistas, muy hermanos de la caridad, pero cómo le chupaban la sangre a su personal. Miré con rencor la montaña de exámenes pendientes de revisión apilados en la mesita central de la sala. Qué humillante esclavitud, carajo. Yo no había nacido para esto, yo había venido al mundo para escuchar el ulular del viento en los acantilados más altos. Hasta me dieron ganas de salir a emborracharme solo en una cantina. Necesitaba fugarme de la realidad, sacudirme la herrumbre de los hábitos inmutables, cualquier cosa menos mirar de frente la mediocridad de mi vida.
—Te llegó una carta de México —dijo Toña, secándose con el mandil.
—¿Carta de México? —me levanté intrigado, pues tengo pocos amigos en la capital y no recordaba haberle escrito a ninguno.
Sobre la mesita del teléfono había un pequeño sobre de color sepia. Por poco me voy de espaldas al ver el nombre del remitente: ¡una carta de Octavio Paz! ¡Y yo que había perdido la fe en los milagros! Seis meses atrás, animado por mi amigo Daniel Juárez, un editor de Durango que me dio la dirección del maestro, le había enviado por correo mi último cuaderno de poemas, Disparo en la oscuridad, con la remota esperanza de que se dignara leerlo. Dudé mucho antes de enviarlo, pues me parecía imposible que un escritor de su talla condescendiera a leer a un joven poeta de provincia. ¿Cuántos libros de prospectos como yo crees que reciba don Octavio todos los días?, le dije a Daniel, escéptico. Veinte o treinta, bajita la mano. De hecho, en le tertulia del café Leg-Mu se comentaba que la sirvienta de Paz sacaba del basurero muchas de las obras dedicadas a su patrón y las vendía por kilo en las librerías de viejo. Pero Daniel me recordó que Paz era muy generoso con los jóvenes poetas, siempre y cuando lo fueran de verdad, y cuando alguno le gustaba no vacilaba en darle su espaldarazo, como había ocurrido con dos batos norteños, Samuel Noyola y Roberto Vallarino. Mándale tu libro, hombre, total no pierdes nada y a lo mejor te sacas el premio gordo. Al parecer el sobre que tenía en la mano le daba la razón a Daniel. ¿Me habría leído don Octavio? Imposible. Quizá la carta fuera tan sólo un tardío acuse de recibo firmado por su secretaria. No quería hacerme ilusiones y sin embargo despegué el sobre al borde de la taquicardia.
Apreciado Juan Pablo: La lectura de su cuaderno, una plegaria blasfema con ecos de música lunar, me confirma que la provincia mexicana sigue siendo un semillero de buenos poetas. Su disparo fecunda lo que hiere, como los venablos de Eros, porque tiene la fuerza de una verdad seminal. Usted todavía está buscando una voz, pero en sus tanteos descubre de pronto filones de oro que en pocos años, si se exige más precisión y abandona el versículo bíblico, demasiado farragoso, lo llevarán a los poemas de arte mayor. Antes de tomar la pluma, espere la germinación del silencio. Verá que así llega más lejos, sin saber a dónde va. Y recuerde que el don de la palabra es un compromiso para toda la vida. Su amigo, Octavio Paz.
Las grandes alegrías perturban la química del cerebro. Desdoblado en dos personalidades, contemplé desde las alturas a mi viejo yo, al miserable profesor de secundaria, y la súbita elevación me cortó el aliento, como si tuviera mal de montaña. Toña, mi mujer, que había leído la carta por encima de mi hombro, me abrazó llorando de alegría.
—¿Ya ves, mi vida? Siempre te lo dije, eres un gran poeta.
Destapó dos cervezas para festejar y me bebí la mía en silencio, tratando de unir las mitades separadas de mi alma. Los elogios del maestro significaban un gran honor, pero también una tremenda responsabilidad. Desde mis primeros balbuceos poéticos, cuando tenía catorce años y le escribía versos de amor a mi prima Lidia, había creído escuchar el murmullo caricioso de una fuente secreta, que me marcaba una pauta de ritmos y cesuras. Yo no era el creador, sino el ejecutante de esa partitura compuesta por un numen ajeno a mi voluntad. Y desde entonces toda mi lucha por dominar el lenguaje había consistido en cargar de significación esa música a la vez íntima y remota, como el niño que colorea un cuaderno para iluminar. Dicho en palabras de Rubén Darío, creía tener “algo divino aquí dentro”, pero dudaba de mi capacidad para traducir ese impulso en imágenes. La carta de Paz había disipado mis dudas: si él me armaba caballero en el altar de la palabra, debía responderle con una entrega total a mi vocación. Releí la carta seis o siete veces, como un niño goloso que se chupa los dedos untados de cajeta. Don Octavio me trataba como a un hermano, menor sin duda, pero hermano al fin. Y ni siquiera tenía la suerte de conocerlo en persona: mi libro lo había cautivado por sus propios méritos, sin necesidad de recomendación alguna. En la pleamar del orgullo, Toña y yo hicimos el amor hasta quedar exhaustos, pero esa noche la agitación mental me privó del sueño, y al día siguiente, atarantado por el desvelo, me las vi negras para explicar el uso de los verbos pronominales a mis alumnos de secundaria, una recua de patanes idiotizados por los videojuegos.
Por la tarde, después de revisar tareas, me fui a la tertulia del café Leg-Mu, el centro de la vida intelectual de Torreón, o mejor dicho, del cotilleo literario que la suplanta. En la mesa del fondo, Jaime Lastra, Enrique Dueñas y Mayra Velarde, los poetas más renombrados de la comarca lagunera, ganadores recurrentes de premios y becas, tomaban café orgánico chiapaneco entre una espesa humareda de cigarro. Los saludé de lejitos porque nunca me ha gustado hacer roncha con ellos. Jaime es un mal imitador de Eliot, a quien sólo ha leído en traducciones, Enrique confunde el hermetismo con la vacuidad y Mayra, la mejor del grupo, ahoga en una retórica insulsa los raros destellos de sus poemas eróticos. Difícilmente podrán salir del estancamiento, porque están hundidos en la autocomplacencia y ya rebasaron la cuarentena. Pero eso sí: para la grilla política son unos genios y su club de elogios mutuos les ha permitido acaparar, desde hace quince años, los botines más codiciados de la subvención pública a las bellas letras. Preferí sentarme a prudente distancia, en la mesa de la terraza que ocupaban dos amigos de mi generación: el pintor Lauro Gómez y el cuentista Néstor Cabañas. Ambos pertenecen, como yo, al círculo de los artistas rechazados o marginales de la ciudad. Lauro tuvo que montar su primera exposición en un tugurio de la zona roja, porque la mafia local de las artes plásticas le cerró las puertas de todas las galerías, Néstor esconde sus cuentos en revistas estudiantiles, y yo me tuve que ir a Durango para editar mi Disparo en la oscuridad, porque aquí en Torreón el Instituto de Cultura me tuvo tres años y medio en lista de espera, dándome largas por supuestas carencias presupuestales. Mentira: para publicar a los consentidos de la directora no les faltaba dinero. Sé muy bien que detrás de esa postergación eterna estaba la mano negra de Enrique Dueñas, el consejero del instituto, que me cogió mala voluntad cuando abandoné su taller de poesía, cansado de oírlo pontificar sandeces.
Después de los saludos de rigor, Lauro nos puso al corriente de su última conquista, una señora de sociedad a quien se había tirado en su taller, cuando fue a posar para hacerle un retrato. Delgado como una anguila, con arracada en la oreja y el pelo recogido en una cola de caballo, Lauro siempre ha tenido mucho pegue con las mujeres. Néstor se bebía sus palabras con la fruición del pobre diablo resignado a gozar vicariamente de las mujeres ajenas. A pesar de su prognatismo, el pobre no es del todo feo. Algunas morras hasta guapo lo ven, pero su patológica timidez lo ha condenado a una vejez prematura. Cuando la mesera vino a traer mi café, la charla derivó hacia el pantano de la política mexicana y una vez agotados todos los tópicos de interés general —cine, libros, futbol— aproveché un silencio para soltarles la noticia que me ardía en la garganta.
—¿Se acuerdan que hace tiempo le mandé mi libro a Octavio Paz? Ambos me miraron con estupor y guardaron un silencio expectante.
—¿A poco te leyó? —dijo Lauro.
—No sólo eso: me escribió una carta muy elogiosa.
—¿Te cae de madre? —exclamó Néstor, incrédulo— ¿Neta neta?
—La pura neta. Yo me quedé igual de asombrado que tú.
—¿Y traes la carta?
—La tengo en mi casa, pero voy a hacer una pachanga el viernes, y cuando vengan se las enseño. Convencido al fin, Néstor se levantó a darme un abrazo.
—Caramba, hermano, qué chingón amigo tengo.
—Felicidades, carnal, ya te fugaste del pelotón —dijo Lauro—. ¿Ahora quién te va a soportar?
Con el rabillo del ojo eché un vistazo a la mesa de los poetas mafiosos, que observaban las felicitaciones con una curiosidad hostil. Pobres chantres de aldea, pensé, cómo les va a arder el culo cuando sepan que tengo la bendición papal. Bastó con darle la noticia a mis dos amigos para que en menos de tres días se difundiera por todos los mentideros culturales de la ciudad. Varios amigos ocasionales del medio literario, a quienes había dejado de ver años atrás, me felicitaron por teléfono y se autoinvitaron a la fiesta, entre ellos, Mayra Velarde y Jaime Lastra, que ahora, obligados por las circunstancias, condescendieron a darme sus parabienes. Sólo Enrique Dueñas, mi único enemigo declarado, tuvo la franqueza de guardar un hosco silencio. El viernes por la tarde fui al súper a comprar las bebidas y los refrescos, mientras Toña esperaba en casa las sillas plegables que alquilamos para la fiesta. Llegué a casa como a las seis y media, ayudé un rato a mi esposa a preparar los bocadillos, luego me di una ducha y al salir del baño, la toalla enrollada en la cintura, me quedé fulminado al ver una escena atroz: mi hija Natalia, trepada en el escritorio, estaba rayoneando la carta de Octavio Paz con un grueso marcador negro. Se lo arrebaté de un zarpazo, pero ya era tarde para impedir la catástrofe: llevaba un buen rato pintarrajeando la carta, encimando tachones sobre tachones, y del manuscrito no quedaba una sola palabra legible.
—¡Maldita enana! ¡Ya te dije que no juegues con mis papeles!
Reprimí con dificultad mis ganas de golpearla, pero no pude evitar darle una zarandeada.
—Suelta a la niña —Toña vino en auxilio de su hija—. ¿Estás loco o qué te pasa?
—Mira lo que hizo tu nena consentida —le mostré el papel garabateado— ¿Por qué chingados la dejas meterse al cuarto?
—Estoy preparando los sándwiches —se defendió Toña, apretando a la niña llorosa contra su pecho—. No puedo ser cocinera y niñera al mismo tiempo.
Examiné detenidamente la carta, con la vana ilusión de enmendar los borrones. Imposible: esos marcadores eran indelebles y Natalia había trazado un jeroglífico tan intrincado, que ni siquiera se alcanzaba a distinguir la firma del maestro. Desplomado en la cama, me sentí como un cisne trasladado de golpe a un inmundo charco. Al verme pasar del enojo a la tristeza, Toña dejó de consolar a Natalia para compadecerme a mí.
—Tranquilo, mi amor, fue un accidente, no te lo tomes a la tremenda —me acarició el cabello. —Quería usar la carta para pedir la beca Guggenheim —lamenté con voz de réquiem.
—Pero si Paz quedó tan encantado con tu libro, no creo que te negara una carta de recomendación. Llámalo por teléfono y explícale lo que pasó.
El sensato consejo de Toña no cerró del todo la herida, pero al menos contuvo la hemorragia. Ciertamente, el desaguisado tenía remedio, si contaba con la ayuda de don Octavio. Mañana mismo llamaría a Nuño Saldívar, un amigo periodista de La Jornada, para pedirle el teléfono del maestro. Pero con la fiesta a punto de comenzar, el percance me colocaba en un grave predicamento social. Lauro y Néstor fueron los primeros en llegar. Venían de una comida etílica que se había prolongado toda la tarde y por fortuna los dos parecían haber olvidado el motivo del festejo, porque hablaron largo rato de todo y de nada, sin mostrar el menor interés en mi epístola consagratoria. Entre íntimos hubiera podido contar abiertamente lo sucedido, pero a partir de las diez y media comenzó a llegar gente que me inspiraba menos confianza —amigas de Toña, periodistas culturales, profesores del instituto— y sus calurosas felicitaciones me causaron más recelo que orgullo. Para eludir molestos interrogatorios subí el volumen de la música. Pero mientras iba y venía de la cocina a la sala sirviendo tragos a las visitas, creí advertir que a pesar del ruido la gente cuchicheaba a mis espaldas. ¿Advertían acaso que les estaba escamoteando algo? Los primeros tequilas de la noche me ayudaron a sobrellevar la situación, pero mi aplomó se desvaneció cuando llegaron los invitados más temibles, Jaime Lastra y Mayra Velarde, acompañados de sus respectivas parejas. Alta, huesuda, con una cara equina de institutriz inglesa, Mayra llevaba un conjunto negro de blusa y pantalón que realzaba la palidez de su rostro. Reprobó de un vistazo la pobre decoración de mi hogar y frunció el ceño cuando le ofrecí de tomar ron y tequila. ¿Nada de vino? No, discúlpame, aquí somos muy borrachotes. Entonces dame por favor una agüita mineral. Se comportaba como una intelectual del círculo de Bloomsbury asistiendo a la fiesta de un camionero. Jaime, un cuarentón rechoncho de pelo entrecano, con el bigote amarillento de nicotina, esquivó a los bailarines de salsa con un mohín de disgusto. ¿Qué esperaba el mamón? ¿Música clásica? ¿No era de buen gusto escuchar esos ritmos en una reunión de intelectuales? Con su actitud deferente, ambos daban a entender que esperaban de mí una gratitud eterna por haberme conferido el honor de su visita. Los atendí con esmero, pues si bien los desprecio como poetas, no quería darles la impresión de estar ensoberbecido por el reconocimiento de Paz. En el rincón de la sala más apartado del ruido, formamos un pequeño corrillo para hablar de literatura. Mayra acababa de leer mi Disparo en la oscuridad (con un año de retraso, claro) y reconoció su valía:
—Me atrapó desde el comienzo la riqueza de tu lenguaje —dijo—. Ahora dosificas mejor las imágenes en vez de lanzarlas a borbotones y encuentras la palabra justa sin dar palos de ciego.
En opinión de Jaime Lastra, mi gran acierto era haber elegido como forma el versículo bíblico, justamente lo que Paz había considerado un defecto.
—Lo mejor de tu libro es que no le pones diques al canto: al contrario, dejas respirar al poema, como si pronunciaras un oráculo en duermevela.
Fingí sentirme halagado por sus comentarios, pero ¿quién podía tomar en serio la opinión de ese par de ojetes, que meses atrás no daban un quinto por mí? ¿Era un sapo convertido en príncipe por la varita mágica de don Octavio? Engañado por su falso compañerismo, no pude sospechar que ambos habían venido a mi casa en calidad de inspectores. Lo descubrí demasiado tarde, cuando Mayra aprovechó un silencio del tocadiscos para preguntarme en voz alta:
—¿Se puede saber a qué ahora nos vas a enseñar la carta?
—Sí, queremos verla —la secundó Jaime.
—De veras, ya enseña la carta, no te hagas rosca —exigió mi amigo Néstor desde la otra esquina de la sala.
Por contagio borreguil, media docena de invitados ebrios clamaron a coro: ¡Que la enseñe, que la enseñe!, golpeando sus vasos con los tenedores, como si exigieran el pastel de una boda. Imploré con la mirada el auxilio de Toña, que estaba tan perpleja como yo. Hubiera querido correrlos a todos, pero no tuve más remedio que afrontar la situación.
—Me encantaría enseñarles la carta, pero esta tarde tuve un accidente —confesé abochornado—. Mientras me daba una ducha, mi hija la rayoneó.
—Pero se podrá leer algo —insistió Mayra.
—Ni una línea —dije contrito— miren nomás cómo la dejó —y me saqué de la chaqueta el cuerpo del delito.
—Qué barbaridad —se demudó Mayra—. De grande tu hijita va a ser terrorista.
Le entregué la carta y ella se la pasó a Jaime Lastra, que se acomodó los lentes bifocales para examinarla como un perito judicial.
—Qué saña para borronear —dijo Lastra—. Parece una pintura de Pollock. Pero te debes acordar de lo que decía, ¿no?
—Más o menos —dije acorralado.
—Pues cuéntanos, ándale —rogó Mayra. Los hijos de puta me estaban aplicando el detector de mentiras. Era ridículo y pretencioso referir a trasmano los elogios de Paz, pero me vi forzado a incurrir en esa inmodestia, porque tenía clavados en mí los ojos de toda la concurrencia.
—Decía que mi libro es una plegaria blasfema, que mis versos tienen la fuerza de una verdad seminal, que la provincia mexicana sigue siendo un semillero de buenos poetas y me recomendaba esperar la germinación del silencio.
—Qué maravilla —Mayra me palmeó la espalda—. Has de sentirte muy orgulloso, ¿no?
En mi vida me he había sentido más humillado. Por falta de un aval manuscrito, en mi boca las alabanzas del maestro sonaban huecas. Peor aún: parecían autoelogios. Y el escéptico silencio de los invitados indicaba a las claras que nadie me había creído. Toña debe de haber tenido la misma impresión, pues quiso respaldarme con una prueba documental.
—No se puede leer la carta, pero el sobre está intacto, miren —y cometió la tarugada de mostrarlo a la concurrencia, como si el nombre del remitente bastara para cubrirme de gloria.
No me defiendas, comadre, pensé avergonzado, mientras el sobre circulaba de mano en mano. Con la aclaración no pedida de Toña, los incrédulos tendrían más motivos para abrigar suspicacias. Me apresuré a cambiar de tema, pusimos una tanda de discos de los setenta, alguien sacó un churro de mota, Néstor tocó la guitarra, cantamos a coro las clásicas de Bob Dylan y el jolgorio general pareció desvanecer el clima de sospecha. Pero horas después, cuando se fue el último de los invitados y empecé a recoger los ceniceros repletos de colillas, una sensación de vulnerabilidad extrema, acompañada de zumbidos en los oídos, me confirmó que la fiesta había sido un desastre.
No había pasado ni una semana cuando salieron a relucir los cuchillos. En su columna semanal de El Sol de Torreón, Enrique Dueñas, el gran ausente de mi fiesta, me dedicó un colofón escrito con jugos biliares:
RECETA PARA BUSCADORES DE PRESTIGIO Primero: deje correr el rumor de que una gran figura de las letras lo ha colmado de elogios. Segundo: haga una fiesta para celebrarlo. Tercero: tenga listo un papel garabateado por una mano infantil. Cuarto: exhíbalo cuando las visitas le pidan ver la carta del figurón y diga que su nenita la tachoneó. Quinto: finja repetir de memoria el contenido de la carta, sin escatimarse las alabanzas. Sexto: exija que desde ahora se le considere el mejor poeta del estado. Suena ridículo, ¿verdad? Pues así quieren darse importancia algunos poetastros hambrientos de notoriedad y reconocimiento, que a falta de verdadero prestigio, necesitan falsificarlo con tretas pueriles.
El calumnioso ataque reflejaba, sin duda, la opinión de los miembros del establishment literario que habían asistido a mi fiesta. Después de haber elogiado mi libro por compromiso, Mayra y Jaime no podían retractarse, pero le habían encomendado el trabajo sucio al golpeador del grupo. Y como Dueñas ni siquiera me llamaba por mi nombre, para añadir a la calumnia un toque de menosprecio, no podía rebatirlo en público sin ponerme un saco que sólo redundaría en mi descrédito. Dios mío, hasta dónde podía llegar la vileza humana. Dueñas ni siquiera se molestaba en fundamentar su crítica con argumentos literarios. ¿Para qué, si mi obra se había devaluado automáticamente al quedar en entredicho la autenticidad de la carta? Más claro ni el agua: para ese hijo de puta el argumento de autoridad estaba por encima de cualquier valor literario, como si la altura poética dependiera de un sello notarial. Un rasero crítico diametralmente opuesto al de Paz, que no se dejaba engañar por los relumbrones y en cambio sabía reconocer la verdadera poesía cuando la encontraba desnuda de oropeles en una modesta plaquette provinciana. Pero aunque Dueñas fuera un cretino, sabía pegar debajo del cinturón. Era triste pero necesario admitirlo: de momento, la vox pópuli de Torreón me consideraba un fantoche. Si quería limpiar mi buen nombre, o cuando menos, quitarme la fama de mentiroso, necesitaba demostrar con pruebas fehacientes que Paz me había ungido como poeta.
Después de varios intentos fallidos, por fin encontré a mi amigo Nuño Saldívar en la redacción de La Jornada y le pedí el número telefónico del maestro. Tardé más de una hora en armarme de valor para marcarlo, pues temía que mi ruego lo importunara. Un hombre tan ocupado como él no podía desperdiciar su valioso tiempo en ridículas tareas de salvamento. Ya bastante había hecho con escribirme una carta, para encima tener que venir a sacarme las castañas del fuego. Pero llevaba tres días encerrado en casa por temor al repudio social, y preferí abusar de su generosidad que seguir en el ostracismo. Me contestó la secretaria del maestro, una mujer de voz pausada y fría, que me intimidó con su elegante aplomo.
—Don Octavio no está en México. Se fue a dar una conferencia a Nueva York. ¿Quién le llama?
Le di mi nombre y me apresuré a aclarar que llamaba al maestro para agradecerle una carta.
—¿Quiere dejarle algún recado?
Contarle mis apuros a la secretaria me pareció una falta de tacto y un riesgo innecesario, pues corría el peligro de que tergiversara mi historia al referírsela a Paz.
—No, gracias, yo lo buscaré la próxima semana.
Harto de esconderme como un leproso, esa misma noche me atreví a dar la cara en la tertulia del café Leg-Mu. Quizá estuviera viendo moros con tranchete, pero cuando entré me pareció escuchar un murmullo reprobatorio y advertí que algunos parroquianos se tapaban la cara con el menú para reírse a hurtadillas. Los ignoré con la frente en alto y me dirigí a la mesa donde Néstor y Lauro jugaban al ajedrez. Necesitaba su voto de confianza para capotear esa crisis, pero estaban tan concentrados en el juego que sólo pudimos hablar de temas inocuos. ¿O fingían estar embebidos en el tablero para no tener que hablar de mi crucifixión periodística? Cuando terminaron la partida, Lauro se marchó de prisa, alegando que tenía una cita con su amante de turno, la burguesa del retrato. Nunca lo había visto tan serio y sospeché que me había cogido mala voluntad. Por fortuna, Néstor no pudo encontrar una excusa para negarme su compañía, tal vez porque los perdedores tienden a identificarse con el fracaso ajeno.
—¿Leíste la nota de Enrique Dueñas? —me abrí de capa en busca de apoyo moral. Néstor asintió con aire compungido.
—¿Y qué te pareció?
—Una patada en los huevos —frunció el ceño en sentido condenatorio—. Ese ojete sólo estaba esperando un pretexto para joderte. Pero tú te pusiste de a pechito con el rollo de la carta.
—Fue un accidente —me defendí—. ¿Cómo podía saber que mi hija la iba a rayonear?
—Mira, Juan Pablo, conmigo no tienes que hacerle al cuento —Néstor sonrió con un aire cómplice—. Soy tu amigo y puedes hablarme al chile. ¿Cómo se te ocurrió inventar esa mamada?
—¿Tampoco tú me crees? —di un puñetazo en la mesa— ¡Paz me escribió de verdad, te lo juro por mi madre!
Mi tono de voz y la volcadura del cenicero provocaron murmullos en las mesas vecinas. Lo que me faltaba: otro papelón en público. Néstor aspiró con serenidad el humo de su cigarro, como un psiquiatra acostumbrado a lidiar con mitómanos.
—Mira, Samuel, yo no pongo en duda tu talento —dijo en tono conciliador—. Para mí siempre serás un buen poeta, tengas o no la aprobación de Paz. ¿Pero qué necesidad tenías de armar tanta faramalla?
Me levanté de la mesa inflamado de cólera.
—No te parto la madre porque somos amigos —lo tomé por el cuello de la camisa—. Eres un envidioso, como todos los escritores de este pinche pueblo. ¡Pero les voy a demostrar quién es quién y se van a arrepentir de tratarme así!
Salí del café lanzando miradas de reto a la clientela, como un bravucón de película mexicana. Subí a mi viejo Tsuru y el piloto automático de la ira me condujo a La Resaca, un decadente bar para oficinistas, con sillas derrengadas y meseras gordas en minifalda, donde pedí un tequila doble. Urgido de un desahogo, saqué mi libreta de apuntes y pedí una pluma al cantinero. Quería desollar vivos a los mediocres literatos de la comarca, en una sátira rimada en tercetos, con insultos vitriólicos al estilo de Quevedo. ¡Cuánto les dolía mi superioridad! ¡Con cuánta saña se confabulaban para hundirme! Pergeñé algunos endecasílabos torpes, logré hilvanar algunas rimas fáciles, pero por falta de una línea melódica, de una cadencia íntima, mis palabras nacían tullidas o muertas. Al parecer, el enojo había resecado el venero profundo de mi canto. Un mal poema sólo le daría armas al enemigo, pensé y arrojé mi fallida venganza a una escupidera. Di un largo rodeo en el coche para no llegar tan pronto a casa. Hubiera preferido dormir esa noche fuera, o no regresar nunca, porque me parecía humillante sufrir con testigos. Pero al cabo de un largo recorrido sin rumbo, la escasez de gasolina me obligó a recalar en mi triste cubil. Ya eran más de las once cuando metí el coche en el garaje. Como de costumbre, Natalia se había quedado dormida junto a su madre en la cama matrimonial. Una escena enternecedora, que sin embargo enconó mi resentimiento. Ellas descansando tan quitadas de la pena mientras la chusma literaria pateaba mi cabeza por las calles. Estaba solo con mi desgracia, más solo que una rata ahogada en una letrina.
Como era de temerse, mi rabieta en el café Leg-Mu me valió nuevos ataques en la prensa local, más frontales y sañudos, pues ahora los francotiradores no se tentaban el corazón para denostarme con nombre y apellido. Hubiera querido devolverles golpe por golpe, pero no podía ejercer mi derecho de réplica por falta de pruebas para rebatirlos y mi obligado silencio se malinterpretaba como una admisión de culpabilidad. Pasados diez días de mi primera llamada, volví a tratar de comunicarme con Paz. Su secretaria me informó que ya estaba en México pero había salido a grabar un programa de televisión: “Llámelo mañana a mediodía”, me aconsejó, y por su tono amistoso deduje que el maestro le había hablado bien de mí. Pasé todo el día en ascuas, tronándome los dedos como un convicto en espera de redención. Con un poco de suerte y otro poco de habilidad diplomática, el trueno de Júpiter acallaría para siempre la risa de las hienas. Pero esa misma noche, cuando volvía a casa con Toña después de ir al cine, las noticias del radio troncharon mis esperanzas: un incendio provocado por un cortocircuito había causado graves destrozos en el departamento de Octavio Paz, dijo el locutor, y aunque el poeta y su esposa estaban ilesos, las llamas habían consumido buena parte de su biblioteca. Mientras durara la reparación de los daños, la presidencia de la República se encargaría de brindarle un digno alojamiento al poeta. En esas circunstancias habría sido una falta de tacto empecinarme en buscarlo. Y aunque tuviera esa cara dura, ¿cómo localizarlo ahora, si había perdido sus señas? El hado maléfico que había movido la mano de mi hija seguía actuando desde las sombras. No tenia más remedio que resignarme a la deshonra pública por tiempo indefinido y aguantar las bofetadas como un payaso impotente.
Antes de obtener el reconocimiento de Paz, cuando era un don nadie con la dignidad intacta, había pedido una de las becas para jóvenes poetas que otorga el Instituto Estatal de Cultura. Una semana después de haber escuchado la noticia del incendio, la lista de ganadores salió publicada en todos los diarios de Torreón. Yo no figuraba en ella, por supuesto. Era un insulto previsible, y sin embargo me sentí como un héroe de guerra despojado de sus galones por una corte marcial inicua. Para empezar, ninguno de los jurados del instituto tenía en su currículo un logro como el mío. En todo caso, era yo quien debía calificarlos a ellos. ¿Cómo se atrevían a poner en duda mi calidad literaria, avalada nada menos que por un premio Nobel? Pero claro, a los ojos del mundo yo era un vil estafador, un arribista de la peor calaña, y por lo tanto ocupaba el último escalafón del lumpen literario. Después de padecer tantas humillaciones, ni un santo hubiera logrado mantener la ecuanimidad. Huraño, susceptible, predispuesto al odio, impartía clases con un ánimo belicoso que se revertía en mi contra. Imponer la disciplina en clase me costaba cada vez más trabajo, y por recurrir en exceso a los castigos severos, los alumnos me estaban perdiendo el respeto. No ponga tantos reportes, me regañaba el padre Dávalos, tiene que imponer su autoridad sin recurrir todo el tiempo a las medidas represivas. Tenía razón, pero después de mi rápido ascenso y mi estrepitosa caída, no podía volver a ser el profesor alivianado de antaño, porque ahora me sentía un príncipe reducido a la servidumbre.
No sólo le cobré ojeriza a los niños del instituto, sino a mi pequeña pintora de brocha gorda. Es doloroso admitirlo, pero las cabriolas, las carantoñas y los dislates verbales de Natalia dejaron de hacerme gracia. Respondía con frialdad a sus arrumacos, el día de su festival de danza hawaiana preferí quedarme a ver el futbol en casa, olvidé poner dinero bajo su almohada cuando se le cayó un diente, y Toña tuvo que decirle que el ratón estaba de viaje. No era tan ciego ni tan idiota para creer que una niña de tres años tuviera la maligna intención de arruinar mi carrera literaria. Más culpa tenía yo por haber dejado la carta a su merced. Pero mi negligencia no era un hecho asilado: era el último eslabón de una larga cadena de errores que había empezado a cometer mucho tiempo atrás, desde que me casé con Toña a los veinticuatro años, sin estar preparado para el matrimonio. Qué caro estaba pagando mi debilidad de carácter. Me había propuesto no tener hijos hasta después de los treinta, pero Toña olvidó tomar los anticonceptivos y en vez de exigirle con firmeza el aborto, caí en su burdo chantaje sentimental. No quise envenenar nuestra relación con reproches, pero siempre sospeché que su aparente error con las píldoras había sido un acto premeditado. Desde el incidente de la carta, mi rencor había elevado esa sospecha al rango de certidumbre. Molesta por mi alejamiento de la niña, Toña me acusaba de ser un padre irresponsable, un egoísta desalmado que sólo pensaba en su maldita reputación. Soy un poeta, no una niñera, le reviraba yo con mala leche y me largaba de la casa dando un portazo. Por las noches ella se desquitaba haciéndome huelgas de piernas cerradas que podían durar más de una semana. El semen retenido me atizaba la misoginia: si desde el noviazgo supe que Toña era una provinciana estrecha de miras, pensaba, ¿por qué diablos me había casado con ella? Enamorada de la normalidad, es decir, de la mediocridad, se había apresurado a formar una linda familia de novela rosa, valiéndole madres mi vocación, cuando lo que yo necesitaba era libertad para crear. A la edad en que otros poetas viajan por el mundo, aprenden idiomas, aman sin ataduras a mujeres refinadas de espíritu iconoclasta, yo era un paterfamilias obligado a checar tarjeta en un puto colegio lasallista. La poesía no era sólo un género literario, era un ideal de vida al que yo había dado la espalda. Tal vez por eso el destino me negaba las recompensas que mi talento merecía. En un hogar anodino de clase media, con un sofá lleno de lamparones y una mujer vulgar cocinando en chancletas, la carta de Paz era como una perla en un muladar.
No había cejado en mi empeño de localizar al maestro, claro está. Sabía por la prensa que el gobierno le había dado asilo en una casa colonial de Coyoacán, pero los periodistas ya no tenían acceso a su nuevo número telefónico. Al parecer, tras el ruido mediático provocado por el incendio, don Octavio quería escapar de los reflectores. Cuando conseguí su nueva dirección, tres meses después del percance, intenté reanudar nuestra correspondencia con una respetuosa carta donde le exponía mis dificultades económicas para dedicarme a la escritura y le solicitaba una nueva recomendación con el fin de obtener becas dentro o fuera del país. Omití mencionar lo sucedido con su carta anterior, para no entrar en chismes de vecindario. Soy agnóstico, pero como dijo Paz, creo que allá arriba “alguien me deletrea”, y al depositar la carta en el correo imploré el auxilio de la virgen de Guadalupe. Fueron pasando las semanas, todas las tardes al regresar de la escuela hurgaba con ansiedad el buzón, y sólo encontraba el repugnante correo comercial de siempre. ¿Se habría olvidado de mí? ¿No tenía tiempo de revisar el correo o su mamona secretaria había traspapelado mi carta? Comenzaba a sentir un amargo despecho de hijo relegado, cuando los periódicos anunciaron que don Octavio estaba enfermo de cáncer y había sido internado en un hospital, donde recibiría un tratamiento de quimioterapia. Con razón ya no contestaba cartas, el pobre se estaba muriendo. Por lo visto, el incendio de su biblioteca había sido un presagio de la pira funeraria: la ceniza le estaba tendiendo un cerco al mago de la palabra.
Conmocionado por la noticia, pero más aún por la cadena de sucesos trágicos que trazaban un paralelismo entre su vida y la mía, quise delinear la convergencia de nuestros destinos en un poema titulado “Lenguas de fuego”, donde la materia incombustible del verbo, nuestro empeño compartido de perfeccionar el idioma, triunfarían sobre la erosión del tiempo y la mezquindad humana. Pero sólo atiné a pergeñar un engendro ripioso, tal vez porque la necesidad de recuperar mi prestigio me obsesionaba hasta la impotencia. El nervio motor de la creación literaria sólo puede funcionar cuando está libre de coacciones y yo había atrofiado el mío al imponerle una obligación contraria a su naturaleza. Durante la enfermedad de Paz también yo agonicé, mirando crecer indefenso los tumores de mi orgullo martirizado. Cambié la lectura por el tequila, las iluminaciones por las crudas, me hinché como un cerdo por falta de ejercicio, entraba a las funciones de cine menos concurridas para evitar encuentros desagradables con mis ex amigos, y no podía seguir el hilo de las tramas, porque mi dolor de campeón sin corona ulceraba la cinta de celuloide. Cuando todos a tu alrededor te tratan como un apestado, empiezas a creer que de veras hiedes. Seguía haciendo lo que los cursis llaman “vida de hogar”, pero en calidad de fantasma, como si pantomima. Como mi esterilidad poética se había vuelto crónica, ya no contaba siquiera con el alivio de una escapatoria creativa. La noche del grito de independencia por poco me arrolla una camioneta de redilas al salir borracho de un tugurio. Sólo me alcanzó a dar un empellón, pero eso bastó para provocar una tragedia doméstica. Alarmada por mi deterioro físico y emocional, Toña me recomendó acudir a un psicoanalista. Me negué furioso, porque no necesitaba tenderme en un diván para encontrar el motivo profundo de mi derrumbe. Me habían robado la honra, el don de la palabra, el cariño de mis amigos. ¿Qué esperaba de mí la muy idiota? ¿Una sonrisa de oreja a oreja?
Se acercaban las fiestas decembrinas y yo no estaba muy seguro de querer llegar vivo a la Nochebuena. Cuando empezaba a hablar solo de tanto acumular rencores, tropecé con un desplegado de prensa esperanzador: al día siguiente, en la ciudad de México, Octavio Paz asistiría al nacimiento de una fundación cultural que llevaba su nombre, acompañado por el presidente Zedillo y el novelista Fernando del Paso. Quizá fuera mi última oportunidad para conocerlo en persona, para robarle un minuto de tiempo y pedirle que me salvara de la ignominia. Guardé una muda de ropa en una mochila, escribí una nota para Toña, que había llevado a la niña al dentista, explicándole el motivo de mi viaje, y tomé un taxi a la terminal camionera. Me arriesgaba a perder el empleo por faltar sin causa justificada, como un jugador que lo apuesta todo a su última carta. Pero basta de cobardías, pensé cuando el autobús tomó la carretera federal, basta de anteponer siempre la seguridad al riesgo. ¿Acaso me había redituado algo la vida ordenada? Por fortuna, las soporíferas películas de acción que pasaron en la tele del autobús me aplacaron los nervios y logré dormir cinco horas de corrido durante el trayecto nocturno.
Llegué al Distrito Federal al amanecer, en las horas negras de la inversión térmica, cuando los edificios más altos de la ciudad tenían en los hombros una estola de hollín. Me froté las manos de frío, y entré a tomar café en un Sanborns, donde me di una peinada. Según mi recorte de prensa, el acto inaugural comenzaría a la una de la tarde, en la casa habilitada como residencia temporal del poeta. Para hacer tiempo me fui a recorrer librerías de viejo por las calles del centro, intentando en vano aligerar la tensión de la espera, pues temía que a la hora de la verdad me faltaran huevos para acercarme a Paz. Cualquiera hubiera creído que en vez de querer pedirle un favor estaba planeando un atentado. Después de comer flautas de barbacoa en una fonda de la plaza Santa Veracruz, entré un rato a ver las antigüedades coloniales del museo Franz Mayer. En el baño de la cafetería me cambié la camisa sudada y a la salida cogí el metro en la estación Hidalgo, con dirección al barrio de Coyoacán. Cuando me bajé en Miguel Ángel de Quevedo, la tensión nerviosa y el calor del vagón ya me habían bañado de nuevo en sudor. No tardé en llegar a la señorial calle Francisco Sosa, ni tuve dificultad para encontrar la residencia, porque había dos camionetas de Televisa estacionadas en el empedrado y un pequeño tumulto en el portón. Al acercarme descubrí con horror que la gente llevaba invitaciones y una edecán escoltada por un militar del Estado Mayor Presidencial controlaba el acceso a la ceremonia. Para colmo, la mayoría de los invitados eran gente de alta sociedad, intelectuales distinguidos con sacos de tweed, mujeres de talle esbelto y cuello de garza que parecían sacadas de una revista de modas. ¿Cómo entrar de colado si mi apariencia de naco me traicionaba? Pasaron angustiosamente los minutos, los carrazos se detenían frente a la puerta, bajaban empresarios con sus refulgentes esposas y yo en la banqueta paralizado de miedo, entre una jauría de guaruras torvos. Estaba a punto de renunciar a mi empeño, cuando descubrí a mi amigo Nuño Saldívar, el reportero de La Jornada, abriéndose camino hacia la puerta en compañía de un fotógrafo. Corrí a buscarlo y le expliqué mi problema.
—No te preocupes, carnal —me tranquilizó—.
Yo le digo al de la entrada que vienes conmigo.
Pese a la intervención de Nuño, el cancerbero del Estado Mayor examinó con lupa mi credencial para votar y sólo me dejó pasar a regañadientes cuando mi amigo amenazó con llamar por teléfono a la directora del periódico. El patio de la casona colonial ya estaba abarrotado, y aunque Nuño y el fotógrafo se colaron hasta las primeras filas, reservadas a los periodistas, por falta de gafete yo me tuve que quedar parado en gayola, detrás de unos macetones que me obstruían la visibilidad. Desde ahí observé, o mejor dicho, escuché la ceremonia, porque entre los hombros de los camarógrafos y las ramas de un naranjo apenas veía a lo lejos la mesa de honor, donde Paz, al centro, con una barba blanca de patriarca bíblico, escuchaba las palabras del presidente Zedillo con una expresión ausente y lejana, como si oyera piar a los pájaros desde el país de las nieves eternas. Al parecer los honores mundanos habían empezado a pesarle, o quizá estuviera medio aletargado por el efecto de los fármacos. Cuando Zedillo declaró inaugurada la fundación cultural, tomó la palabra Fernando del Paso. No recuerdo una palabra de su vibrante discurso, porque a esas alturas ya tenía los nervios erizados de ansiedad. Preocupado por mi pésima ubicación en el patio, un obstáculo grave para llegar al maestro, procuré acercarme a la mesa de honor empujando a la gente amontonada en el corredor lateral, que mascullaba improperios y me clavaba los codos en las costillas. A duras penas logré avanzar tres metros, pero aún estaba muy lejos de mi objetivo cuando Del Paso cedió la palabra a don Octavio y hubo un estallido de aplausos.
Aunque tuviera la voz cascada y articulara con dificultad, la arquitectura de su lenguaje seguía siendo un prodigio, como una catedral suspendida en el aire. No llevaba un texto preparado, ni falta que le hacía, pues organizaba las ideas con un rigor infalible, incluso cuando pensaba en voz alta. Habló del divorcio entre la poesía y el mercado, de la importancia de estimular la creación literaria, de la necesidad de apoyar a los jóvenes creadores: “Los jóvenes son la luz de México, y siendo la luz, son también la oscuridad —dijo—. Son la promesa de algo que todavía no se realiza, pero se va a realizar pronto”. Escuché con embeleso esa frase que parecía dedicada a mí, sin cejar en mi esfuerzo por ganar terreno. A fuerza de riñones llegué a colocarme en las primeras filas del patio, junto al enjambre de periodistas, en una posición algo esquinada, pero bastante buena para intentar el asalto del templete. Estaba tan cerca de Paz que ahora notaba con más claridad en su rostro azulenco los estragos de la enfermedad, pero aún estaba más cerca de él en espíritu, al grado de sentir en carne propia cómo se le escapaba la vida. Hubiera querido abrazarlo, jugar con sus barbas de abuelo venerable. Pobres de nosotros, pensé, qué desamparados nos dejas. Cuando el poeta concluyó augurando un futuro luminoso para México, prorrumpí en aplausos con los ojos cuajados de llanto. No era el momento de caer en efusiones sentimentales, tenía que abalanzarme a la mesa de honor. Di un salto adelante con la firme resolución de subir al templete, pero una mano de hierro me sujetó por el cuello: era un guardia presidencial vestido de traje, a quien yo había creído parte del público.
—No puede pasar, espere aquí
—Tengo que hablar con don Octavio, suélteme. Intenté zafarme de sus tenazas, pero él me torció la muñeca.
—Está prohibido acercarse a la mesa del presidente.
—Yo no quiero ver a Zedillo —alegué—. Quiero hablar con Paz.
—No insista, son órdenes del Estado Mayor.
El poeta ya se había levantado de la mesa y comenzó a bajar del templete del brazo de su esposa. Desesperado, le solté un codazo al guardia, que me respondió con un gancho al hígado, discreto pero contundente. Desfondado por el madrazo, ni siquiera tuve aire para reclamar mis derechos cuando me sacó del patio con ayuda de otro gorila. Mi amigo periodista se había esfumado entre la muchedumbre y no tenía ningún valedor.
—Esto es una arbitrariedad —protesté afuera de la casa—. Los voy a denunciar en los periódicos. Denme sus nombres.
El guardia a quien le solté el codazo me calló de una patada en los huevos.
—¿Te crees muy gallito? —me cogió por la solapa—.
¡Lárgate de aquí, pendejo! —y de un tremendo empellón me tiró de bruces en un arriate.
Rengueando como un mendigo, el labio sangrante y los huevos machacados, caminé hasta una cervecería de la plaza Santa Catarina. Para acabarla de joder, la cerveza estaba tibia. Me la bebí con serenidad, a sorbos lentos, invadido por una dulce resignación. Debía agradecerle a ese sardo que me hubiera impedido llegar al templete, pensé, donde sólo habría hecho el ridículo. Jamás tendría un lugar en el gran mundo de las letras. Mi destino era ser un maestrito de pueblo aficionado a la poesía, no un poeta laureado y reconocido. La ventaja de capitular ante la adversidad es que te permite hacer borrón y cuenta nueva, recomenzar tu vida a partir de cero. Sosegado por la derrota, esa misma tarde volví a Torreón con una urgente necesidad de afecto. Y aunque suene cursi debo admitir que al entrar a casa, cuando mi hija Natalia se me colgó del cuello, eufórica por el estreno de su nuevo vestido de hawaiana, le pedí perdón entre sollozos, como un apóstata avergonzado de reptar en la oscuridad. Toña me besó con ardor, el pecho agitado por una intensa emoción.
—Mira lo que llegó —dijo, y me tendió un sobre.
Con un pie en la tumba Paz me había respondido. Su carta de recomendación era escueta, de apenas cinco líneas, pero dejaba muy en claro que conocía mi obra y creía en mi talento. Toña me pidió que la leyera en voz alta. Más que leer, declamé cada palabra como si rezara el Credo. —Hay que mandarla a todos los periódicos —exclamó Toña en son de triunfo—, para callarle el hocico a esos hijos de puta.
Entreví por un momento la posibilidad de pisotear a las sabandijas del parnaso local con una venganza demoledora. Los jueces que me negaron la beca para jóvenes poetas ahora tendrían que tragarse sus palabras. ¿No que no, culeros? Casi podía saborear sus comedidas disculpas. De rodillas, cabrones, hagan fila para lamerme la suela de los zapatos. Reparado mi honor, me colocaría de golpe en la cima del mundillo literario de la provincia y cuando viniera el cambio de sexenio nadie tendría más merecimientos que yo para dirigir el instituto estatal de cultura. Por si fuera poco, la palabra del Sumo Pontífice me investiría de autoridad para ungir a otros poetas. A partir de ahora cualquier literato de la región con deseos de ser alguien tendría que tocar a mi puerta. Y con cada favor hecho a los demás, mi poder cultural iría creciendo como la espuma. Honores, premios, cargos públicos bien pagados, estatuas de bronce, homenajes, calles con mi nombre: toda una vida ordeñando el prestigio que Paz me transmitía por cédula regia.
—No te quedes ahí parado —me apuró Toña—.
Vamos corriendo a sacarle copias.
Guardé un largo silencio porque al vislumbrar ese irresistible ascenso, me invadió una sensación de vértigo con espasmos de náusea. No podía recaer impunemente en la vanagloria. Si daba otro paso en falso, ponía en riesgo mi mayor tesoro: la satisfacción íntima de haber merecido un elogio de Paz. La poesía era un reino espiritual, no una corte con reyes y chambelanes. Darle un mal uso a esa carta equivalía a escupir en un cáliz, a ponerme del lado de Enrique Dueñas, a reverenciar el argumento de autoridad y someterme a un orden jerárquico repugnante, el orden del Estado Mayor Presidencial, que había querido expulsarme de un templo sitiado.
—No, mi amor, no vamos a ningún periódico.
—¿Estás loco? ¿No quieres poner en su lugar a esa gente?
—No mi amor, ya se me quitó la rabia.
—¿Te vas a quedar cruzado de brazos?
—Ya no quiero pleitos de lavadero.
—Pues allá tú, pero la verdad no te entiendo.
—Prométeme una cosa, mi vida —tomé a mi esposa de los hombros—. Quiero que esta carta sea un secreto entre los dos. Ni una palabra a nadie, ¿de acuerdo?
Dos noches después, cuando apenas había colocado la cabeza en la almohada, una rompiente de olas me anunció la germinación del silencio.
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