Sendero
Cynthia Ozick
(Ciudad de Nueva York, 1928-)
La mujer del médico (1971)
(“The Doctor’s Wife”)
Originalmente publicado en la revista Midstream, 17 (febrero de 1971), págs. 63-71;
The Pagan Rabbi and Other Stories
(Nueva York: Knopf, 1971, 270 págs.)
Las tres hermanas del médico se habían reunido a hacer las ensaladas en casa de la hermana que tenía la cocina más grande. Hacían los preparativos para celebrar que el médico cumplía cincuenta años. Como no deja de ser lógico, la hermana que tenía la cocina más grande tenía también la casa más grande; sin embargo, no era la hermana más rica. Lamentablemente no eran ricas, ninguna de las tres, aunque Sophie —la hermana que tenía la casa más grande— podría haberlo sido. Su marido era un dentista con papada, prácticamente calvo, con una dentadura intacta que se elevaba siempre hacia la luz en una risa perpetua, melancólica y deslumbrante. Tenía esos ojos saltones de párpados gruesos que dan a cualquiera un aire de prosperidad, pero le gustaba apostar en las carreras de caballos y, peor aún, le gustaba bailar. En invierno cerraba la consulta dos semanas seguidas para participar en concursos de baile, maratones de baile, exhibiciones de baile. En verano se iba solo a complejos turísticos con orquestras de renombre. Era un hombre achaparrado, con una franja de pelo todavía rubio en el cogote y una lengua lasciva, pero estaba tan al día de los pasos de moda como cualquier adolescente. Aparte del médico, el dentista era el más pobre de todos: dos de sus hijos iban a universidades caras, y a veces no le quedaba más remedio que pedirle a su ayudante que esperara una o dos semanas para cobrar, hasta que reuniera dinero y pudiera ponerse al día con lo que le debía.
Los otros cuñados eran un maestro y un fotógrafo. El maestro, un hombre adusto y sombrío que detestaba su trabajo, estaba casado con Frieda. Vivían apretujados con cinco niños peleones en la planta baja de una casa de dos familias. Olga era la hermana más joven y solo tenía una hijita, que era enfermiza o torpe, y nunca pestañeaba con los destellos del flash de su padre. El fotógrafo era un tipo corpulento, peludo y musculoso que en realidad tenía el temperamento de un niño, aunque sus modales broncos de entrenador de fútbol lo desdijeran. Se pasaba el día soñando despierto. A pesar de que se dedicaba básicamente a los retratos de recién nacidos, esperaba alcanzar la fama y arengaba al médico con sus teorías acerca de la sátira fotográfica.
El médico era pobre de verdad, pero sus hermanas lo tenían por un santo.
Frieda amaba a su marido. Sophie y Olga no amaban a los suyos.
Sophie y Olga se parecían muchísimo. Todo el mundo juraba que Sophie, con sus ojos grises como el azogue, era la belleza de la familia, mientras que a Olga no se le ensortijaba el pelo y tenía un pecho monstruoso. Pero por lo demás eran prácticamente almas gemelas. Las dos estaban hartas de los críos, las dos tenían dotes artísticas, las dos estaban insatisfechas, las dos aborrecían las tareas domésticas. Las dos habían decidido hacía mucho que eran superiores a Frieda, a la que consideraban aburrida y carente de talento. Frieda había trabajado de enfermera antes de casarse, y después de tantos años su cara aún parecía siempre empañada de vapor, como si acabara de esterilizar las cuñas. El lema de Frieda era “Al mal tiempo, buena cara”, algo que a sus hermanas se les antojaba zafio y servil. Sophie y Olga se consideraban rebeldes, pero mientras que Sophie se refugiaba en su piano y su estuche de acuarelas, Olga leía filosofía religiosa. La atraían los cultos arcanos de toda especie, y aunque Sophie se reía de ella, era casi tan tolerante como Frieda: Olga era la pequeña, la consentida.
El médico era el mayor. No estaba casado, y no hacía distinción entre las hermanas o sus maridos. Aceptaba que el dentista fuera un canalla que jugaba y bailaba y le era infiel a Sophie cada verano, que al fotógrafo le dieran terribles ataques de vanidad y humillación y se enfureciera por las manías supersticiosas de Olga, y que el maestro fuera tan tacaño que Frieda se veía obligada a comprar los cortes de carne más baratos y a gastar las suelas de los zapatos hasta que se agujereaban. A veces confundía a los maridos, les cambiaba el nombre, mezclaba sus ocupaciones y sus vicios.
Podía parecer que el médico no prestaba mucha atención a sus hermanas. Esto se debía a que eran mujeres, y las mujeres no tienen categorías. No pensaba en sus hermanas como individuos, aunque podía precisar por qué. Ellas eran libres. Y eran libres, precisamente, porque carecían de libertad; no tenían opción. No estaban obligadas a ser nada en particular, bastaba con que fueran mujeres. Sus cuerpos eran su programa vital: se casaban, se quedaban embarazadas, cuidaban de la prole, se preocupaban por las tareas escolares de sus hijos. Al médico no dejaba de maravillarlo que las tres personitas que trajinaban en aquel momento en aquella habitación hubieran dado al mundo, entre todas, a otras nueve criaturas. Un día asistirían a las bodas de sus hijos y ya no les quedaría otra cosa que hacer que envejecer cómodamente. ¡Qué vida! Se sentó en la silla que captaba la mejor luz del tubo fluorescente colgado encima del fregadero y observó a Frieda, que cortaba apio en un cuenco de madera que medio siglo antes había pertenecido a su abuela. Todo lo que hacían parecía un juego. Ahí estaba Sophie, chupando la mayonesa de un cucharón, y allá Olga, mirando por encima de sus pechos y contando los platos.
—Atún, atún, salmón, atún, salmón. Qué monótono. Tanto pescado da mala espina —dijo Olga.
—Después va la ensaladilla de huevo —prometió Frieda, picando el apio con tanta fuerza que los pliegues de grasa de sus brazos temblaban. Tenía una figurita cuidada, rolliza pero dinámica, y llevaba siempre los faldones de la blusa meticulosamente remetidos en la cintura. Era de tez rubicunda y piel grasa.
—¿Qué tiene de malo el pescado? El caviar es pescado. Los reyes y las reinas y la gente del cine comen caviar, ¿o no? En cualquier caso, el pescado es alimento para el cerebro.
—Entonces a Pug no le hace ninguna falta. Pug es el hombre más listo del mundo —dijo Sophie.
El médico dobló el periódico y miró el reloj de la pared.
—Pug, ¿a que eres el hombre más listo del mundo?
—No, no lo es —dijo Olga—. Es el tercero más listo.
—¿Ah, sí? ¿Y quiénes son el primero y el segundo? —quiso saber Sophie.
—Un hombre llamado Sidney Morgenbesser es el segundo, y otro llamado Shemayim es el primero.
—Dios del cielo, ¿Sidney qué?
—Son filósofos —dijo Olga—. Uno está en Cambridge, Massachusetts, y otro está en la Universidad de Columbia, Nueva York. He leído sobre ellos. Son antiespirituales.
—¿Es eso cierto, Pug? —preguntó Sophie.
El médico sonrió. Tenía una ligera tendencia al engreimiento, pero la mantenía oculta, incluso de sí mismo. Jamás había oído hablar de Sidney Morgenbesser o de Shemayim.
—Bueno, en ese caso tal vez me corresponda el cuarto puesto —dijo—. Olga va delante de mí. Olga conoce a todos los filósofos.
—No personalmente —dijo Olga.
—Carnalmente —terció Sophie—. Pug, ¿adónde vas?
—Esta noche tengo visitas a domicilio.
—¿Un jueves? Pensé que las visitas a domicilio las hacías los miércoles —dijo Olga.
—Seguro que es una visita distinta, nena, pregúntale a qué clase de casa va. Probablemente una de esas que los solteros visitáis de vez en cuando, ¿verdad, Pug?
—Deja al chico en paz —dijo Frieda—. ¿Dónde está el cucharón de la mayonesa? Si lo tenía hace un momento…
—No te atrevas a hacer visitas a domicilio mañana por la noche —le advirtió Sophie—. Como faltes a tu cumpleaños, nos encargaremos de que sea el último.
—Soph, lo has chupado, lávalo primero.
—No creo en los gérmenes —dijo Sophie—. Creo en lo que veo.
—¿No crees en las ondas de radio? —dijo Olga—. No puedes verlas, y bien que están ahí.
—No vayas a empezar ahora con tus historias de fantasmas. Gracias a Dios que de todos modos está rota… La radio, quiero decir. Llevo dos noches enteras sin la WPAP y los Swinging Doodlers de Art Kane en directo desde Miami Beach. Hablando de radios.
—Déjate, Soph, que a ti también te gusta bailar —dijo Frieda, lavando la cuchara con detergente.
Olga se echó a reír de repente.
—¿Adónde ha ido san Vito esta noche?
—Al cine.
—Eso es porque estoy aquí —dijo Olga—. Le da miedo encontrarse con Dan si pasa a buscarme. Y pasará.
—Deberías ponerle una máscara a Dan —sugirió Sophie— y presentárselo de nuevo, como si fuera otra persona. Entonces a lo mejor vuelven a hablarse.
—No funcionaría —dijo Olga—. Si no han hablado en dos años… ¿Dos años ya? No hablarán nunca. Vaya, por lo menos Dan no le hablará.
—Con una máscara —dijo Sophie—, podrías presentar a Dan como Sidney Morgenfresser.
—Besser, con be.
—Bueno, con be —dijo el médico poniéndose la chaqueta—. Tengo que irme. ¿A qué hora queréis que venga mañana por la noche?
—Ay, espera, ¿no quieres ver el pastel? —gritó Olga.
—Ya lo veré mañana, ¿no?
—Pero mira. Mira lo que pone. Frieda lo hizo con una especie de tubo que hay que estrujar. Va a tener cinco velas…
—Una por cada década —intervino Sophie.
—Pug sabe sumar, estúpida. ¡Mira lo que pone!
Leyó, entre rosas de azúcar rosadas, “A NUESTRO QUERIDO DOCTOR PUG, POR SU PUGNACIDAD”.
—¿A que es ingenioso? Se le ocurrió a Sophie, pero a Frieda no le gustaba.
—Si hay una sola palabra que no describe… —se defendió Frieda.
—Ay, Dios, Frieda, qué más da, es una tomadura de pelo, es una broma. Dios mío, por como combates las bromas se diría que la pugnaz eres tú.
—Me encanta —dijo el médico, aunque el “doctor” lo incomodaba. Ni al cabo de tantos años lo dejaban tranquilo con eso. Subrayaban el rango, se les llenaba la boca con el título. Si alguien preguntaba por él, nunca decían sencillamente “mi hermano”, siempre “doctor Pug”. En realidad se llamaba Pincus, pero se avergonzaban de ese nombre. Su padre también lo llamaba “doctor Pug”; a su hijo lo trataba a gritos, aunque alardeara de él con el tintorero. Lo tenían en la misma consideración que los campesinos tienen a la única persona letrada del pueblo. ¡La ignorancia, la triste ignorancia!
Volvió a su consulta y encontró la sala de espera llena, aunque no había concertado citas previas. Todavía eructaba la cena grasienta que le había servido Sophie. No tuvo más remedio que comérsela, porque para las hermanas era un privilegio que estuviera con ellas aquella noche mientras hacían juntas los preparativos. En casa de Frieda, a pesar de las molestias y de las apreturas en la mesa, comía bien. Los platos de Sophie, en cambio, se quedaban en aspiraciones: intentaba imitar las pintorescas escenas familiares alrededor de mesas espléndidas que aparecen en los anuncios de seguros de vida, y solo lograba aproximarse en el orden de los cubiertos. Era como mascar pintura. Aquella noche le había preparado una ternera que era puro músculo. Les había mentido con lo de las visitas a domicilio, porque si no lo habrían entretenido aún más: las visitas a domicilio empezaban temprano.
Como de costumbre, sus pacientes tenían la sala de espera dividida. Todos los negros se habían sentado a un lado, cerca de la puerta, mientras que los italianos ocupaban el otro, monopolizando el revistero. Las revistas estaban muy manoseadas, lo cual no dejaba de ser extraño, porque nunca veía a nadie leyéndolas. A su consulta acudían únicamente los más pobres. El vecindario decaía desde los tiempos en que Adán abandonó el Edén. Durante mucho tiempo habían vivido allí sobre todo viejos inmigrantes, pero ahora era un barrio variopinto y lleno de rencillas; los italianos acechaban detrás de las tomateras, parapetados en sus parcelas, mientras veían llegar a los negros con furgonetas cargadas de bártulos y andrajos. Algunos italianos le habían amenazado con no volver a su consulta si aceptaba a pacientes negros, pero la mayoría siguieron con él, porque si le decían que no tenían dinero para pagar les cobraba solo cincuenta centavos por la visita y les prometía saldar cuentas la próxima vez, aunque luego siempre se olvidaba.
Entre aquella gente había muy pocas dolencias físicas, por raro que pareciera. Un viejo siciliano tenía cataratas. Una adolescente de piel luminosa como la seda tintada, que entró agarrándose a su tía, tenía un quiste minúsculo en los márgenes del tejido mamario. Pero las quejas más comunes eran dolor de cabeza, dolor de espalda, insomnio, fatiga, misteriosas molestias itinerantes. El viejo y recurrente lamento del vivir. El sonido de la naturaleza girando sobre su gozne. Todo el mundo tenía una historia que contarle. ¡Qué resentimientos, qué odios, qué amarguras, qué poca buena voluntad! Los matrimonios se despreciaban, los nietos eran rencorosos, el dinero se iba en licor, los hijos se casaban con extranjeras altivas, la nuera era una desgraciada sin corazón, los padres abandonaban el hogar en plena noche. Locura, desechos, miseria: la humanidad bullendo en su viejo caldero.
El doctor estaba rellenando una receta de fenobarbital para una mujer que creía tener un agujero en el pulmón (aunque la verdad era que su hijo llevaba doce años casado y aún no tenía bambini) cuando oyó un golpe en la ventana. Pensó que era una rama del olmo y le dijo a la mujer que tomara el medicamento tres veces al día y la sensación desaparecería.
—¿Y no deberían coser el agujero? —preguntó ella. Tenía cara de sabueso: unos cilindros de cristal colgantes le estiraban las orejas hasta longitudes anormales.
—Sus pulmones están perfectamente sanos, señora Filletti —dijo él, y oyó otro crujido en la ventana.
El dentista estaba llorando debajo del olmo, con un puñado de piedras en la mano.
—¡Irwin! —lo llamó el médico desde arriba.
—Pug, me siento solo. Pug, me siento solo a más no poder.
—Irwin, no te oigo. Anda, sube.
—¿Tienes gente?
—Quedan unos cuantos.
—No puedo subir, podrían reconocerme. Soy un profesional en esta ciudad, igual que tú —dijo el dentista entre sollozos.
—¿Necesitas dinero? —dijo desde la ventana.
—Por favor, no me avergüences. ¿Qué me importa a mí el dinero, eh? Felicidad es lo que quiero, felicidad.
—De acuerdo, vete a casa y nos vemos allí dentro de un rato.
—No intentes que vaya donde está Dan, Pug. Eso se acabó. Cruz y raya. No puedes mezclar el aceite y el agua, Pug.
—Me refería a mi casa, no a la tuya.
—Tu viejo mete la nariz en todo.
—Irwin, tengo pacientes.
—Y yo, ¡y yo! Se comportan como si tú fueras el único profesional de la familia. Mira, date prisa, tengo el coche, daremos una vuelta por ahí.
El doctor se tomó su tiempo, vendó a un muchacho al que habían mordido en una pelea en el descampado, escuchó media docena más de tragedias, escribió t.i.d. en el bloc de recetas apretando tanto que el índice empezó a dolerle, apagó las luces, cerró con llave y bajó hasta el enorme coche de techo abombado del dentista, que había comprado con un veinte por ciento de descuento y que no podía permitirse.
Recorrieron calles que olían a lilas. Era una noche de mayo. El coche estaba sembrado de envoltorios de golosinas y, por alguna razón, los crujidos de los papeles sumado al olor de las lilas, que cada primavera se le antojaban un prodigio inaudito para los sentidos, tranquilizaron al médico como un bálsamo; por un momento pensó que quizá en realidad todo fuera pasajero, que la vida que llevaba solo era un acomodo temporal, era joven, se estaba preparando para el futuro, engendraría progenie, descubriría un instrumento útil para la medicina, socorrería a los oprimidos, seguiría a alguna figura estilo Gandhi con un taparrabos blanco como la nieve, se salvaría; aquella fragancia cándida le alentaba a creer que los logros más trascendentes y las consumaciones más hondas quedaban por delante. Su cuñado, limpiándose la mugre y el sudor de las arrugas de la barbilla, quemada y sin afeitar, se desvió hacia un barrio que en otros tiempos había sido rico y espléndido, con casas enormes en lo alto de las lomas, jardines grandiosos y tupidos de árboles como un bosque. Ahora todas las casas se habían convertido en apartamentos de los que salía el murmullo de los televisores. Los jardines estaban surcados por los neumáticos de coches y camionetas, y los coches y las camionetas de los niños ocupaban los espacios libres. Voces de camorristas nocturnos saltaban de casa en casa como terribles ángeles peregrinos.
—La vida es transitoria —dijo el médico—. Todo cambia, ¿a ti qué más te da?
—Pero lo hicieron por malicia —dijo su cuñado—. Lo hicieron por despecho. Al entrar en casa me encontré con él. Saben que es mi enemigo, y me lo encontré en mi casa.
—Irwin, tú no tienes enemigos. Tu único enemigo ere tú mismo, igual que nos pasa a todos.
—¿Ah, sí? ¿Soy yo mi único enemigo? Pues yo no le pedí que viniera a mi casa. Ellas lo hicieron. Yo me había ido al cine.
—Tendrías que haber ido a la sesión doble —dijo el médico con una sonrisa—. Viste una sola película y no duró lo que debía durar, ¿entiendes? De lo contrario Dan ya no hubiera estado ahí. Solo pasó a recoger a Olga.
—Olga es una idiota. Ella también es una idiota despiadada. No dejes que te atrape con esa condenada risa maliciosa suya, es veneno. Y Sophie es peor. Ha sido Sophie quien lo ha dejado entrar en casa. No soporto ver a ese tipo, hago todo lo que puedo por esquivarlo, ¿es que no basta con tener que mirarlo a la cara mañana por la noche? Soy un hombre de paz. Paz, paz, paz…
—Y Dan también —dijo el médico. Se concentró, meditó, especuló; no lograba recordar el motivo de aquel distanciamiento. ¿Fue por dinero? ¿Celos? ¿Claudicación? ¿Decepción? ¿Una promesa incumplida?
—Dirás más bien que es un cazador, un cazador primitivo. Cree que todavía está en la jungla. Y yo ya estoy asqueado y harto de ser su presa. Mira, Pug, pido algo muy simple, lo único que quiero es ser feliz, ¿es mucho pedir para un ser humano?
—Tienes a los chicos, tienes a Sophie.
—Los chicos se creen más inteligentes que yo. Incluso los pequeños. De acuerdo, lo admito, son más inteligentes, es cierto, no lo niego. Cuando los otros dos vinieron a casa por Navidad dije algo y se echaron a reír en mi cara y empezaron a hablar de bioquímica como si yo no existiera. Y Sophie, Sophie era una mujer guapísima, antes de casarnos estábamos dale que te pego durante horas. Justo después del funeral de tu madre lo hicimos, incluso entonces. Era una atracción increíble, te lo aseguro. Entre Sophie y yo había algo especial, increíble. Nunca me dejó llegar al límite, como suele decirse, pero me dejaba tocarle debajo del sostén y a veces más abajo, ya me entiendes. Y luego, cuando nos casamos, nada. Yo le digo: vayamos a ver a Pug y le consultamos, pero ella dice: no, es mi hermano, me moriría. El verano pasado en las montañas, estuve en un lugar llamado Shady Green. Los lavabos eran horribles, ahí arriba tiran cualquier cosa por el inodoro, de todo, hasta compresas, para mí que no dudarían en echar un cadáver… La cuestión es que allí había una chica, ni vieja ni joven, tal vez treinta y dos, o treinta y tres: con ella fue igual que con Sophie al principio. Hasta tenía su mismo físico, cinturita baja, caderona, mucha charla tonta, ya sabes lo que quiero decir…
Detuvo el coche en una cueva de árboles en flor. El barullo de las casas y los jardines atestados de vehículos los pinchaba como un cuerno. Bajo las hojas, el sonido y la forma parecían en celo, y de pronto emprendieron una cópula demoníaca.
—En serio, Pug, a veces creo que no podré seguir viviendo con esto. Me falta algo, tengo una sensación de vacío permanente, o más bien me siento lleno hasta los topes, llevo dentro algo de lo que quiero librarme y no sé qué es. Como si de repente pudiera vomitarlo y fuera a sentirme mejor, ¿sabes?
—Deberías centrarte más en tu profesión, Irwin. No porque debas mucho dinero, eso es otra cuestión. El trabajo es una ayuda, Irwin —dijo el médico.
—Para distraerse va bien. Ese es mi problema, yo no soy como tú, no quiero distracción. Quiero arrancar la podredumbre que me carcome por dentro y mirarla de frente. Quiero ser feliz, nada más. ¿Cómo se llega a ser feliz?
—No lo sé —dijo el médico.
—Mira, ¿sabes por qué voy a las carreras, por ejemplo? No voy en busca de distracción, sea lo que sea eso. Justo lo contrario, voy porque ahí paso miedo. El miedo a perder me agarrota, no paro de recibir cartas reclamándome el pago de la universidad de los chicos. No sabes el miedo que paso. Pero cuando me asusto de esa manera me siento vivo, ¿sabes a qué me refiero? Empiezo a creer en mi propia existencia, ¿entiendes? Es igual que bailar. Dios, tengo cuarenta y seis años, empiezo a hacer algunos de esos pasos hasta quedarme sin aliento y creo que me va a dar un infarto. Pero siento que me late el corazón, sé que está ahí, y pienso: bueno, si tengo corazón es que tengo cuerpo, si tengo cuerpo es que estoy vivo. Supongo que si estoy vivo es porque habrá alguna razón para vivir.
—Claro que hay alguna razón para vivir.
—¿Ah, sí? ¿Cuál? Vamos, ¿cuál? Dímelo.
—No lo sé —dijo el médico.
—Y para Sophie, y esto que voy a decir es tan cierto como que yo estoy aquí sentado, ¡para Sophie eres Dios! Vamos, si eres Dios dime por qué razón vivo.
—Nadie puede contestar a esa pregunta.
—Querrás decir que nadie puede formularla. ¿Quién pregunta una cosa así? Vamos, dime, ¿conoces a alguien más que pregunte por qué razón está vivo? Llevo dentro una fuerza que me está devorando, Pug. Creo que es el sexo. A lo mejor necesito más sexo, o quizá otra clase de sexo. ¿Crees que necesito más sexo, Pug? Mira, no quiero preguntar nada personal, pero ¿qué ocurre cuando un tipo majo como tú quiere una mujer? Salvo por los lavabos, deberías ir a probar en Shady Green, Pug, te lo juro por Dios.
El padre del médico estaba despierto y esperándolo. Era un anciano nervudo que se tambaleaba al andar, estaba siempre furioso, tenía la salud deteriorada y algunas partes del cuerpo paralizadas al azar: una zona de la garganta, una parte del labio, la espinilla izquierda, dos dedos de la mano izquierda, un dedo del pie derecho. Su furia se levantaba con él por la mañana y se iba con él a la cama por la noche; la furia era su compañera del alma.
—¿Dónde has estado? ¿Dónde has estado? —le aulló a su hijo, mostrando las encías (ya había puesto la dentadura en un vaso de agua mezclada con unos polvos) limpias, coloradas, sanas y resplandecientes.
—He dado una vuelta en coche con Irwin.
—¡Una vuelta, una vuelta! Y tu padre que se pudra en casa. ¿Sabes qué se me ha acabado hoy? ¿No has traído? ¡Tú nunca traes! ¡Cítricos! No tengo pomelos, no tengo limones, no tengo Sunkist. ¡Ve, ve a dar una vuelta en coche!
—Compraré unas naranjas mañana —dijo el médico.
—Mañana no es hoy, mañana podría estar muerto. ¡Anda, ve a dar una vuelta con ese vago profesional! ¿Sabes que ha venido alguien a verte y tú no estabas? No uno, sino tres. Olga, Dan y la pequeña boba. ¡Qué boba es! Dios nos libre, pero tiene cuatro años y ojos de cordero. ¿Crees que está bien que Dan saque a la criatura a esas horas de la noche? Fue a acompañar a Olga en coche, ¿por qué? ¿Es que ella no podía venir más tarde con Frieda? Frieda no será guapa, lo reconozco, pero es una mujer como es debido, sabe manejar un coche. Así que Dan iba a llevar a Olga y se trajo a la criatura. No me extraña que la cría no tenga nada en la sesera, ¡la maltratan! La maltratan día y noche. ¿Acaso Olga le da de comer? Anda siempre con la nariz metida en un libro, eso es todo lo que sabe hacer. La religión, la religión. Cree que si lee un libro descubrirá por qué Dios pone cerumen en las orejas. ¡A la religión y a Dios que los parta un rayo! ¿De qué me ha servido Dios a mí? ¿Cuántos ataques me han dado, con o sin Dios?
—¿Qué querían?
—¿Quiénes?
—Olga y Dan.
—A ti te querían. Deberías ser un intermediario, un mago, el pie que aguanta el botón para que no se rompa. Anda, llámalos.
—Esta noche no.
—Pues ya te llamarán ellos. ¡Buenas noches, buenas noches, ángel mío, mi cielo! Un médico, y deja que me muera sin vitamina C.
—Traeré naranjas, descuida. Vete a la cama, papá, no te preocupes.
—Primero mírame el ojo.
El médico miró.
—Idiota, estúpido, el otro ojo, cariño. ¿Hay algún derrame? ¿Lo ves hinchado?
—No veo nada extraño.
—¡Me di un baño y me lo llené de jabón! Y dice que no hay nada extraño. ¡Ay, angelito! ¡Un cielo! ¡Un médico!
El médico fue a su habitación y, con el traje puesto, se tumbó en la cama. Entonces se dio cuenta de que la ventana estaba cerrada, así que se levantó resoplando de disgusto, la abrió y encajó una vieja mosquitera en el marco. Se había levantado un aire denso, pesado, caliente, sesgado y vehemente, como el aliento de un juez vengativo. Colgó la americana en el picaporte de la puerta, volvió a la cama y ahogó un bufido en la almohada. Se tumbó de espaldas mirando el techo y los ingeniosos dibujos de las manchas, y empezó a lamentarse con plena conciencia de que lo hacía: pensó cómo era posible que una situación pasajera acabara perpetuándose, imperceptible e inexorablemente, y una por una contó sus omisiones, sus cobardías, cada una de las cuales lo habían ido fijando como un cemento invisible, o como un clavo. Todo lo que no había hecho se fue acumulando en su boca por momentos; la pena de tantas ausencias empezó a funcionar igual que una glándula, expulsando, hinchándose, supurando, y se le llenó la boca de saliva que le chorreó por la barbilla y por el cuello empapando el edredón. A los veinte años había soportado la sensación paralizante de quien se siente elegido para culminar sus aspiraciones, para la belleza, para el respeto reverencial, para alguna particularidad que aún no ha sido desvelada. A los treinta creía que todo había sido un ardid de su imaginación de niño (la exasperación que produce el temor a envejecer nunca es tan intensa ni melancólica como a los treinta), pero todavía se sentía pletórico de energía y sabía que tenía un don vulgar para la compasión, del mismo modo que Sophie, por ejemplo, tenía un don igual de vulgar para copiar paisajes; de hecho se veía como una plaza abierta, muy transitada ya, a la espera de una conquista, de una invasión de particularidades, de esos roces deliberados que marcarían las losas y darían testimonio de que en aquel lugar había ocurrido algo. A los cuarenta seguía sin tener historia —sus hermanas dieron a luz a sus últimos hijos, su padre padeció los primeros ataques de apoplejía— y empezó a sentirse culpable y a analizar con cinismo su propia naturaleza, despreciándose por haber confiado en la posibilidad del acontecimiento trascendente, milagroso. Demasiado tarde se propuso casarse, pero se enamoró, como suele ocurrirles a los hombres de esa edad, de una imagen. La encontró en una biografía de Chéjov (ajá, también médico, y soltero hasta el último minuto): una fotografía, al pie de la cual se leía “Familia y amigos”, fechada en 1890, tomada en la calle Sadovaya Kudrinskaya, bajo un emparrado; el joven Chéjov, su hermana, la amiga de su hermana, sus tres hermanos varones, su padre de barba blanca, su madre con una toca llena de cintas pero que dejaba a la vista sus orejas, un colegial llamado Seriozha, con uniforme y un sombrero demasiado grande, que sostenía una vara flexible y curvada. Y allí, en segunda fila, hacia la izquierda, con un pelo sedoso, una frente amplia, una barbilla puntiaguda perfecta y una media sonrisa que le abría un hoyuelo (¡ah, excepcional!) en la mejilla izquierda, su amada. Se la nombraba como una “Amiga Desconocida”. Si aún estaba viva (puesto que en la fotografía no aparentaba más de diecinueve o veinte), debía de tener noventa y tres o noventa y cuatro años; pero entonces, cuando el doctor aún tenía cuarenta y ella, en su anonimato atormentador, sentada sin nombre, Desconocida, junto a Lika Mizinova (la amiga de la hermana de Chéjov), frunció la comisura del labio y le robó el alma, no debía de tener más de ochenta y tres u ochenta y cuatro, si es que aún estaba viva. De esa Amiga Desconocida, esa muchacha de hoyuelos eternos (una anciana marchita, que a esas alturas sería ya bisabuela, perdida en alguna parte de la Unión Soviética; o una solterona emigrada de agrio carácter que vivía en un sótano en Queens, Nueva York; o, lo más probable, muerta; ¡muerta!), se enamoró el médico. Buscaba, decía (aunque solo para sus adentros, porque era su triste secreto), aquel corte de cara, aquella mandíbula afilada, los ojos eslavos rasgados, aquella vaporosa impudicia tártara, y aquella leve tensión del cuello, anticipándose, aquellos hombros bajo el mantón blanco, encorvados por el nerviosismo. Si ella le hablara no la entendería. No había otra como ella. La original era una vieja decrépita o estaba ya enterrada, así que a los cincuenta, tumbado boca arriba y sudoroso en su inhóspita cama, el médico decidió tirar la biografía y la fotografía que tantos sinsabores le había dado. (En realidad no pudo tirarla, porque para empezar no era suya: era un libro de la biblioteca, se lo quedó hasta que venció el plazo, pagó la correspondiente multa, y pasaba de vez en cuando por la estantería de la T —el ejemplar seguía porfiadamente catalogado en el epígrafe “Tchekhov”— a ver disimuladamente los ojos pícaros y tímidos de la Amiga Desconocida.) Con ese gesto quiso convencerse de que debía desterrar cualquier ilusión. Todas las fotografías de esperanza y autoengaño, ¡fuera! Todo lo impreso, plastificado, sellado, infructuoso, todo lo que careciera de progreso o de proceso, ¡fuera! La inmovilidad, el error, el arrepentimiento, el dolor, ¡fuera!
Por segunda vez aquella noche oyó un golpe en la ventana. Liberado, dichoso, se confesó a sí mismo todo lo necesario: que su vida era un hueso, que no tenía a nadie y que no era de nadie, que no estaba casado porque había dejado de buscar una mujer, que la raza humana —maridos, mujeres, hijos— era un sumidero, un desagüe, una cloaca, que no había reconciliación posible, que su sala de espera continuaría dividida, que sus cuñados continuarían divididos, que sus hermanas no eran más que animales portadores de óvulos nacidas para desempeñar la voluntad cósmica, que él mismo era estéril por omisión y seguiría siéndolo; y que, a pesar de todo, era posible ser feliz. A lo que, pum, un nuevo porrazo en la ventana. Sería el dentista, emplazándolo a filosofar otra vez en busca de solaz, de justicia. Se levantó de la cama de un salto preguntándose cómo iba a explicar su maravilloso hallazgo: que la insignificancia de todo era justamente lo que daba valor a las cosas. ¡Divina irracionalidad, abrumadora, divina y hermosa! ¡Santo y diáfano absurdo! Por un instante arrancó cierta lógica del absurdo, que enseguida se le escapó, pero entonces (mientras su cerebro estallaba como un girasol) volvió a apresarla y, durante una noble y estática fracción de segundo, alcanzó a comprender el sentido de las cosas —por qué estamos aquí, qué significaba el tubo digestivo, quién era Zeus—, hasta que la sabiduría cayó como una gota del pelo de un perro y se perdió.
Un saco de nudillos golpeó la ventana. Relámpagos sin truenos, destellos perplejos de un párpado dorado, y grandes dados luminosos cayendo con fuerza.
Mientras ocurría este prodigio, sonó el teléfono.
—Tenemos otra señal, Pug. Otra señal.
—¿Dan? Me han dicho que habéis pasado por aquí —dijo el médico.
—Sí, sí, ¿te acuerdas de lo que pasó con las ondas de radio?
—Eso es agua pasada, Dan, cálmate —dijo el médico.
—Soy un tullido, estoy herido, desangrado, estoy muerto. ¿Para quién es agua pasada? ¿Para mí? ¿Es que Olga ha leído en alguna parte que interfieren con las emanaciones radiactivas del espíritu humano? Eh, Pug, ¿te he despertado, estabas ya durmiendo?
—Eso se acabó, no fue nada, ¿por qué sacarlo de nuevo? —dijo el médico.
—Sí, pregúntame por qué. Seis meses con las persianas bajadas y reptando por el suelo para no recibir el impacto de las ondas de radio que entran por la ventana, ¿crees que me he olvidado? ¿Sabes lo que es arrastrarte por debajo de las ventanas? Estoy muerto, ella me ha matado, es mi asesina. Eh, en serio, no dormías, ¿verdad, Pug?
—No. No, aún estoy levantado.
—No quería despertarte, pero es que esta noche no hay una señal, Pug, sino dos. Primero cuando Irwin Caraculo apareció antes de lo previsto. Antiguo maleficio gitano; el Huésped Inesperado. Y la segunda, cuando a ella se le ocurre mencionar las plagas de Egipto. Yo no veo ninguna peste, le digo, no veo ranas ni langostas. ¡Granizo!, grita ella. Está granizando, juro por Dios que está granizando, Pug. Ra-ta-ta-tá. En mayo.
—Sí. En esta parte de la ciudad también. Lo estoy oyendo.
—Hacen falta dos malos augurios para que empiece la acción. Un viejo dicho caldeo, amigo.
—Vale, Dan. No te sulfures. Necesita consuelo. Tú mismo te das cuenta de que necesita consuelo. Sea lo que sea, lo superará igual que siempre.
—Claro que sí, igual que siempre, hasta que le dé por otra cosa. Vamos, muchacho, echa la cuenta: rosicruciana, cientifista galilea, vieja creyente, analista teosófica, adoradora de Judas, hablante de lenguas arcanas, y para colmo mantiene un kosher estricto. Di cualquier cosa que se te ocurra, y ella ya está de vuelta. Es que vosotros no os hacéis a la idea de lo que tengo que soportar… Esa cabeza hueca de Sophie, ¿qué es lo que va a entender? Y Frieda se atreve a decirme que me lo invento todo. Vosotros intentáis guardar toda la porquería debajo de la Biblia, el viejo es el peor de todos. ¡Me dice que hoy he perjudicado a la nena, y todo porque quería traer a Olga a casa pronto! Ese maldito viejo estúpido, ¿qué sabe él? Ella dice que tiene que estar de vuelta en casa a las diez para cantar su maldita misa nocturna, y yo me limito a apoyarla, ¿qué se supone que tengo que hacer? Soy yo el que me dejo la piel por ella…, si no fuera por la nena me largaría, lo juro. Solo necesito contactos, podría vender mi idea de la fotosátira a Life, lo sé, créeme. Yo sé lo bueno que soy, créeme. ¿Qué clase de contactos voy a hacer con una mujer chiflada? ¿Cuerpos astrales? Es que vosotros no os dais cuenta, si no llevara yo diez años muerto haría que Stieglitz pareciera Johnny One Note.
—¿Qué es eso de una “misa nocturna”?
—Es parte de un curso por correspondencia para hacerte monja desde casa, con la garantía de que no es necesario ningún convento. La condenada saca cuatrocientos cincuenta dólares de nuestra cuenta común para pagar a esos impostores y no dice una palabra. Llevo toda la noche tratando de explicarle que descarte la señal del Huésped Inesperado, porque se supone que Irwin Ojos-de-Hielo es el anfitrión de esa casa. Y vaya un anfitrión: me echó, Pug, me echó. Dios, cómo me gustaría romperle la cara y esa mandíbula barbuda. Entonces empieza a granizar, y ya es la gota que colma el vaso, Pug. Augurio número dos. Olga hace los votos inmediatamente, porque si no estaba del todo convencida, ya no le cabe duda: el cielo ha hablado. Así que de buenas a primeras es monja, pero además tengo que morderme la lengua, se supone que no tengo que decir nada a nadie excepto a Pug. El doctor Pug no reprende. De manera que a partir de hoy es célibe, y se supone que yo he de ser célibe también. Igual que Abelardo y Eloísa, o como demonios se llamen… Si yo tuviera que fotografiarlos, los mostraría agarrando el manual de psicopatías sexuales de Krafft-Ebbing por las malditas solapas…
—Déjame hablar con Olga —suplicó el médico—. Cálmate, Dan, ¿qué consigues con gritarle? Déjame hablar con… ¿Ah, Olga? Hola, nena, papá me ha comentado que habéis pasado por aquí…
—Frieda dijo que paráramos por lo de la fruta, papá se quejaba de que se había quedado sin fruta —dijo Olga, paciente, razonable—. Frieda va a llevarle naranjas, creo, me encargó que le dijera que no se preocupara por la fruta, pero ya conoces a Dan, después de que apareciera Irwin se puso fatal, así que me olvidé.
Olga soltó su débil risita burlona. El médico no esperó a dejarla terminar.
—¿Qué es eso de hacerte monja?
—Ah, no le hagas caso a Dan —dijo ella con desdén—. Este hombre atenta contra la Constitución, no cree en la libertad de credo. Tiene una mente demasiado literal para el misticismo, se toma en serio cualquier metáfora. Por Dios, Pug, soy hermana de alguien desde que nací. Tú puedes llamarme “hermana” si quieres, no me importa.
—Entonces, Olga, ¿no es verdad? —dijo él.
—¿Has leído La sonata de Kreutzer, de Tolstói? Simplemente quiero ser casta, Pug, eso es todo.
—Olga, una mujer casada es casta.
—Quiero decir casta de verdad. Solo quiero una cosa: pureza. ¿Es un pecado? Dan se comporta como si fuera un pecado terrible. Como nunca lee nada, no lo puede entender. “Ser puro de corazón es desear una sola cosa”, dijo Kierkegaard, nada menos, pero Dan se pasa el día chillándome. Tú sabes a lo que me refiero, ¿a que sí, Pug? Me refiero a ser casta como tú. No es cierto lo que dice Sophie, ¿verdad? ¿Sobre ti? Yo sé que no es cierto.
—¿El qué?
—Eso de ir a casas de…
Se oyó un barullo. El médico tragó saliva.
—¿Olga? ¿Olga? ¿Dan, por qué…? ¿Dan?
—¿Lo ves? ¿Lo ves? ¿Ves como no te miento, ves que no me lo invento? Vosotros no os dais cuenta, este es el lastre que no me deja aspirar a nada en el mundo, me está chupando la sangre, soy la escoria, soy un fracaso, llevo diez años más muerto que una piedra…
Siguieron así durante una hora, y el médico soportó el martirio con la oreja pegada al auricular, sudorosa y caliente, convertida en un embudo, vibrando como un gong, mientras su garganta quedaba convertida en una cornucopia de basura, su pecho un velero frente a los embates, uno tras otro, tragando, tragando. Masticaba lo que ellos escupían. Su cuñado disparaba quejas como si fueran las cuentas de un ábaco, y las iba sumando en una escalada de tormento que al día siguiente lo mandaría al médico suplicando un electrocardiograma, con la mano en el pectoral izquierdo. Y Olga, insistente como la carcoma, inflexible como una viga, reivindicando con su vocecilla risueña y modesta el denostado Amor Universal. ¡Egotismo, egotismo! Olga era una mosquita muerta que en el fondo tenía aspiraciones por encima de sus posibilidades. Era corta de luces, mediocre pero arrogante, de piernas gordas, aduladora, aunque tenía unos ojos redondos y castaños; tenía el poder del resentimiento permanente. Daba igual si el mundo entero la consideraba uno de esos fardos domésticos que ruedan entre la cocina y el colchón, porque ella se veía como Juana de Arco. De ahí la sonrisa y la risa, el lento alarde de paciencia: ¡ah, si supieran!
Cesó el granizo, las nubes se alejaron, y una luna en forma de lengua lamía la bóveda celeste.
A mediodía del día siguiente el médico se acordó de las naranjas de su padre.
Admiraba los carros de la compra, cómo encajaban unos dentro de otros a pesar de que tuvieran los mangos azules, verdes y rojos, porque se habían extraviado hacía mucho de distintos supermercados, Finast, A&P o Bohack, y formaban un único nido de ingeniosas jaulas plateadas, pacíficas, centelleantes. Cuando consiguió destrabar uno del sistema de cierres, lo probó dando pequeños giros hacia ambos lados: rodaba sin resistencia sobre las gruesas ruedas de goma, y le gustó que el mango fuera azul, y que tuviera un compartimento especial con una rejilla que podía plegarse y hacerse plano. Agarró el carro y lo empujó hasta un huerto techado. Todo era un gozoso regalo para los sentidos: altas pilas de pepinos con la piel encerada cubierta de gotitas minúsculas, una pirámide reluciente de manzanas, las lechugas como guirnaldas de pálidas rosas verdes, las sobrias y brillantes berenjenas moradas, el apio de cabezas floreadas, los champiñones amontonados en cajas ovaladas de una madera sumamente fina de olor acre, el dependiente con el mandil manchado de zanahoria anudado por delante y el lápiz prendido en la oreja, los pedacitos de piel de cebolla resbalando por el suelo de linóleo, los tres tamaños de bolsas de papel de estraza en sus respectivos cajones, las mujeres que deambulaban, eligiendo, pesando, pellizcando, llenando sus carros de la compra. El médico se sintió como si hubiera llegado a una pequeña granja laboriosa y ordenada donde todo el mundo cosechaba serenamente, y donde había señoras que llevaban pantalones y que agradecían con la cara aquella plenitud, aquella rotundidad, aquellos nacimientos de color y honduras de resplandor. El olor de las naranjas en las cajas de pino evocaba un sultanato esplendoroso. ¡Qué suculentas, ardientes e innumerables! ¡Y qué maravilla sus misteriosos ombligos, donde a veces se marcaban los gajos, rebosantes de zumo!
—¡Pug! —dijo Frieda— Estás hecho un esqueleto, ¿a que hoy ni siquiera has tomado un sándwich? Mírate. ¿Qué haces aquí? Te he pillado justo a tiempo, ¡habrías comprado todo lo que ya llevo yo!
El médico detestaba que lo riñeran por saltarse el almuerzo.
En el carrito de Frieda había seis naranjas espléndidas.
—¿No te dijo Olga que yo vendría hoy a hacer la compra? Imagínate que no hubiera tropezado contigo, papá iba a ahogarse con el doble de todo.
—Frieda, no compras suficiente y algunas cosas se le acaban enseguida.
—Es que tú nunca te fijas en los precios —dijo ella con indulgencia—. Los rábanos se pagan como las orquídeas, y si hablamos de las naranjas esto hoy parece Tiffany’s. ¡Creen que las patatas son pepitas de diamante! ¡Los melones de piel de sapo, a setenta y nueve centavos la unidad! ¡Y el cantalupo a cuarenta y nueve! Oh, oh, mira este, qué hermosura…
Levantó en brazos como una madre un melón de piel grabada, apretó alrededor del pedúnculo, cerró los ojos aspirando el dulce aroma igual que un picaflor y lo depositó de nuevo en el estante como a un príncipe recién nacido.
—Demasiado caro. A Marvin no le gustaría. Marvin dice que ojalá todos fuéramos como tú y no comiéramos nada, ahorraríamos una barbaridad. ¿Por qué te estás saltando otra vez el almuerzo? ¿Por qué, eh? —quiso saber.
—No tengo hambre. No he dormido mucho —admitió.
—Por el granizo —dijo Frieda—. Cayó una buena, ¿verdad? A nosotros también nos despertó. Mis hijos se pusieron a chillar, pero es que cayó una buena. Ven a casa y te preparo algo de comer ahora mismo, que Marvin está en una reunión.
—Tengo que volver a la consulta —dijo él.
—¡Por lo menos échate una siesta!
—No me hace falta, no te preocupes.
—Pasará igual que el año pasado, ya lo sé, todos lo sabemos. Te quedarás dormido en tu propia fiesta y Sophie llorará a mares.
—No, no, estaré bien —dijo.
—Por lo menos sé puntual…
—Lo intentaré. Depende. —Contó otra media docena de naranjas y cuatro pomelos brillantes como planetas—. Haré lo que pueda —dijo.
—Dejas que esa gente te coma vivo. Son unos barriobajeros y unos aprovechados. Recétales jabón. (Cada pieza de fruta cuesta once centavos, aún no es temporada.) Oye, eres médico de cabecera en un barrio de mala muerte, no un psicoanalista de Madison Avenue. Si quieres actuar como su psicoanalista cóbrales, que les salga un ojo de la cara. (Llévate tomates cherry, han bajado hasta treinta y nueve centavos la caja.) Ellos bien que te comen vivo, ¿no te parece?
—No te preocupes, Frieda, estaré ahí a las ocho. A las nueve a más tardar.
—Tendremos suerte si llegas a las diez. Será todo un logro. Solo una cosa, Pug, y no te enfades…
—Creo que estamos en medio del paso —dijo el médico. Los carros de la compra embestían y chocaban unos con otros. Se replegaron bajo el alero de un estante de refrescos. Las señoras con pantalones los fulminaban con la mirada.
—… pero pasa por casa primero y cámbiate de corbata, ¿de acuerdo? Ponte una oscura bonita, o una gris, aquella de rayas finas, ¿sabes cuál te digo?
—Si quieres que llegue pronto… —protestó el médico.
—Es por lo de la chica esa —dijo Frieda con vaguedad—. Bueno, no vayas a enfadarte, la trasladaron a la escuela de Marvin hace solo un mes, no es una maestra normal y corriente, es la asesora académica de la escuela. Pug, por una vez no digas que no. Tiene solo treinta y tres años, creo, y Marvin dice que está de muy buen ver.
—Frieda, Frieda —dijo el médico—, ¿qué voy a hacer con una chica? Pensé que esta noche vendría solo la familia.
—Marvin la invitó, ella aceptó y va a venir. Ya está hecho. Nadie dice que tengas que casarte con ella —repuso Frieda, y en el movimiento de las ásperas aletas de su nariz creyó ver las elevadas conjeturas de una casamentera.
Aun así volvió a protestar débilmente.
—¿Qué voy a hacer con una chica? —Las miradas de verdugo de las señoras con pantalones lo sobresaltaron. La huerta empezaba a corromperse y viciarse: estaba rodeado de materia orgánica destinada a pudrirse, y justo entonces, agarrando su carro para unirse a la cola en el pasillo de la caja, descubrió un quiste pastoso de mantequilla de cacahuete en la parte inferior del mango azul claro. Se limpió los dedos con el borde de una bolsa de papel, luego con la piel de un melocotón de once centavos la pieza, y supo que su cumpleaños no era más que un pretexto, que el engaño gobernaba su vida, que la farsa lo minaba, que el egotismo lo devoraba, que la esperanza y la dignidad se le escapaban. A estas alturas todavía pretendían casarlo.
Se pasó el resto del día proyectando en el interior de sus párpados la imagen de la barbilla de la Amiga Desconocida, que pegó debidamente al rostro aún inimaginable de la asesora académica.
En su consulta procuró fomentar la unión. Hizo que todo el mundo se levantara con el pretexto de que había que ventilar urgentemente, arrastró el revistero al centro de la sala, redistribuyó las sillas, movió las lámparas, anunció que era imprescindible que todos se sentaran lo más cerca posible de una ventana abierta, y esperó a que empezaran a mezclarse. Obedecieron devotamente, pero los italianos eligieron el lugar más alejado de la ventana y los negros el lado opuesto. Había logrado desplazar la línea divisoria de la diagonal a la vertical: se sintió un embaucador, un fascista. Entró un viento que fue pasando las páginas hoja por hoja, un lector invisible que revelaba frigoríficos, lavadoras, equipos de televisión y tostadoras en cuatricromía. Los italianos, algunos de ellos negroides, se miraban los zapatos; los negros, algunos de tez aceitunada, se miraban las uñas. Había una pasa de rubéola, no llegaba a ser epidemia, y el doctor se regocijó ante la simplicidad de un sarpullido. Un sarpullido es un amigo, un hermano; aparece, acompañado de un leve prurito, en la epidermis de todas las naciones y razas, es un manifiesto de humanidad. Les recetó a todos lo mismo: una loción, una loción unificadora, mandando a hombres distintos a farmacias distintas con un solo propósito, el alivio, la reconciliación, la prueba innegable de que todas las pieles eran iguales.
El señor Gino Angeloro le contó confidencialmente que los negros, con sus sucios hábitos, estaban propagando la enfermedad de patio en patio.
La señora Nascentia Carpenter le dijo confidencialmente que los italianos, con sus tomateras agusanadas, estaban propagando la enfermedad de bloque en bloque.
El médico se fue a casa y se cambió de corbata.
Su padre ya no estaba, habían acordado que Frieda y Marvin lo llevarían a casa de Sophie: un viaje arriesgado en el pequeño coche inglés de segunda mano de Marvin, con los cinco chiquillos, la guitarra de Marvin pugnando por hacerse un hueco en el asiento trasero y el abuelo, flaco, ladrando y embistiendo contra las cuerdas.
El médico se hizo el nudo de la corbata mirándose desde el pasillo en el espejo de la cómoda, y observó lo que ya era una joroba en toda regla, el pelo que empezaba a clarear por todas partes (como si el cuero cabelludo exudase una neblina blanca cada vez más densa), el pico plano y huesudo de su frente angulosa: al ver en qué se había convertido —sin darse cuenta, como si todo hubiera sucedido a sus espaldas— la boca se le volvió a inundar de saliva, y antes de salir se detuvo en el fregadero de la cocina a escupir.
Cuando llegó todos gritaron “¡No hay sorpresa!” (la broma de Sophie) y “¡Feliz cumpleaños!” y vio todas las ensaladas del día anterior, agujereadas, escarbadas, dispuestas en una hilera sobre el mantel limpio, y las letras DOCTOR PUG que brillaban grasientas en el pastel. Llegaba tarde, los demás ya habían cenado, había platos de papel con restos de cortezas de pan de centeno desparramados por la mesa; aun así le aplaudieron, los chiquillos aullaron, la guitarra atacó un acorde, y una confusión de risas, besos, gritos de “¡Que hable!” removieron el aire y se arremolinaron. El médico, sin conmoverse, ocultando su frialdad, les dio las gracias:
—He llegado hasta aquí y todavía soy un hombre honesto, o por lo menos tengo un cuerpo honesto que siempre dice la verdad; después de medio siglo, mi pelo está más canoso que el de papá, tengo una magnífica joroba que me nace igual que un árbol entre los hombros, y supongo que además soy demasiado correoso para el gusto de cualquier caníbal. —Y los niños chillaron con la comedia.
El fotógrafo le hizo posar, lo enfocó detenidamente y con un alarde de delicadeza, de temperamento, le ordenó que se quedara quieto bajo las luces que le inyectaban sin piedad los ojos en sangre, y luego lo obsequiaron con el pastel, que hubo de soplar, cortar y repartir; agarró el cuchillo como una daga en el momento del asesinato, pringándose los puños de la chaqueta y las cejas con el baño de la tarta, sintiéndose al fin un poco sucio, blanqueado y marchito, un camarero cansado en decadencia. El dentista y el fotógrafo se cruzaron y pegaron los codos al cuerpo para no rozarse, haciendo ostentación del silencio mutuo, invisibles uno para el otro; mientras tanto Olga introducía un pedazo de tarta —encima se leía TORPUGF— en las mandíbulas automáticas de su hijita: el vacío de los ojos de la niña se hacía más y más profundo, como un ascua voluptuosa. Finalmente el dentista se lo llevó aparte y le enseñó la carta, recibida aquella misma mañana, del mayor de sus hijos.
—¿Ves lo que te decía, Pug? ¡Es inteligente! ¡Mira qué notas! Yo le digo, sigue los pasos de tu tío, llega a la Phi Beta Kappa, ¡esa es la llave que te abrirá las puertas! ¿Quieres entrar en la Facultad de Medicina igual que Pug? ¡Consigue la llave! Se lo digo a los dos, no solo a Richy, a Petey le digo lo mismo.
Frieda le llevó un plato de ensalada de arenques. Cerca de la pared del fondo, bajo una acuarela de Sophie titulada Pinos a la luz de la luna, serio y afable tras el destello de sus gafas, Marvin estaba hablando con una mujer joven desconocida, que quedaba medio tapada por el guitarrón. Su padre se había quedado dormido en un hueco del sofá, con el cuello rígido y la cabeza caída hacia un lado, como el busto de un oficial romano de rango menor, la boca petrificada en un bostezo, las encías glabras, relucientes, vibrantes; la dentadura la tenía en la mano. El fotógrafo empezó a exponerle sus últimas ideas para la sátira política: ir siempre cámara en mano y cazar al embajador ruso en el urinario, al presidente abofeteando a la primera dama, al secretario de Defensa entrenándose con guantes de boxeo. El médico se vio acosado, arrinconado, sin escapatoria, hasta que de pronto Sophie se levantó de un brinco.
—¡Pug! Por poco me olvido de presentarte, ¡vamos! —Llevaba unas pantuflas chinas baratas que esparcían por todas partes copos de oro, y sonreía tan acaloradamente que los labios parecían descascarillados y borrosos.
Marvin acababa de ponerse a tocar en serio. Tocaba como un encantador, como si la guitarra fuera su vida, con el don de un demonio flautista. Los niños se volvieron locos, el dentista se volvió loco, incluso a la hijita retrasada de Olga empezó a sacudirse con espasmos de alegría: dio vueltas y vueltas en círculo, se levantó el vestido, se quedó mirando cómo le temblaban las rodillas, aulló igual que un gato en plena noche. El maestro tiró la púa blanca al suelo y hundió los dedos en las cuerdas, como si los hundiera en un arpa, o en un estanque donde se cruzan corrientes opuestas, o en los barrotes de una celda. Y golpeó, sacudió, vapuleó las cuerdas como si así se desquitara de las clases que daba en el colegio, del pan que se ganaba con πr², del jefe de departamento, del director, de los chicos asilvestrados que fumaban al fondo del aula, y las golpeó, las sacudió y las vapuleó hasta quedar exhausto con los azotes y purificado por aquel temblor, aquel resplandor. Y entonces, igual que las gotas aceradas que salpican cuando un nadador se zambulle en el agua, empezó una ráfaga de música verdadera y absoluta, como un palo en la rueda. El maestro la retorció, la aporreó, la machacó hasta romperla, y los niños cayeron amontonados sobre la alfombra, jadeantes, con la barriga dolorida de la risa. Sophie cerró su piano de mal talante, con una punzada de envidia, como quien vuelve fracasado de un tour por el extranjero; de no haber sido por el aguijón de esa guitarra (se había colado sutilmente en el salón como un insecto gigantesco, veloz y estridente, con mil millones de patas, alas de nailon, sin cintura, con antenas rápidas, insinuantes), ella estaría recreando en ese momento las pausadas emociones continentales donjuanescas de la Elegía de Massenet, la pieza que mejor tocaba.
Así que al final fue Frieda quien se hizo cargo.
—¿Pug? Ven a conocer a Gerda.
El médico la siguió. Le habían estirado cruelmente los fondillos de los pantalones y tenía el trasero lleno de pellizcos.
—Cielo mío, corazón, no seas tan tonto esta vez. Es toda una hembra, la he visto con estos ojos, ¡que un derrame no me impida tenerlos siempre abiertos! —oyó que le gritaba su padre, ya bien despierto. Con el gesto de un caballero enguantado, el anciano abrió el puño y volvió a ponerse la dentadura, que aun sin cara sonreía burlonamente—. Si te gusta, te casas con ella, y si no, no, pero ¿por qué no iba a gustarte? Eso es fácil. Alguien como tus hermanas, simplemente agradable, educada. Buenas chicas, ¡eso ya es bastante! Si lee mucho le dices que se deje de tonterías. Ya está bien, a los cincuenta años uno ya es mayorcito, ¡cásate ya! Mañana celebraremos una boda, hijito, cielo mío, doctor, estúpido, idiota, maníaco…
Frieda convenció a su padre para ir a la cocina a buscar zumo de naranja.
—Pug —dijo Frieda luego—, esta es la señorita Steinweh. Gerda, te presento a mi hermano, el doctor Pincus Silver.
—¿Steinway? —inquirió el médico.
—Tengo un parentesco lejano con los fabricantes de instrumentos, de refilón, aunque me temo que yo no tengo nada de piano, ni siquiera las patas —dijo la consejera académica: una humorista.
Se sentaron juntos en el sofá, contemplando la danza folclórica.
—¿Tienes una buena cartera de pacientes?
—Bastante nutrida —dijo el médico, obviando la pobreza.
—Mi primo Morris es farmacéutico. Dice que todos los médicos deberían ir a un grafólogo a que les analice la letra.
—¿Te parece —preguntó el médico a la desesperada— que hoy en día los estudiantes están más motivados para la universidad?
—Así, asá. ¿Ese quién es? —señaló la señorita Steinweh—. El calvo que les enseña pasos de baile a los niños. El payaso. Lo conozco de algo.
—Mi cuñado. Irwin Sherman.
—¿A qué se dedica?
—Es dentista.
—Ya decía yo. Qué pequeño es el mundo. Ese tipo quiso engañar a mi amiga el año pasado en las montañas. Le dijo que no estaba casado, y luego ella buscando las llaves en su bolsillo encontró su anillo de boda. ¿Está casado con esa de ahí? —preguntó la señorita Steinweh, señalando con el dedo.
—No, esa es mi hermana Olga. Sophie es la mujer de Irwin.
—Es muy atractiva. Lo creas o no, no tenía ni idea de que Marv tuviera dotes musicales. En la escuela es cien por cien geometría, y muy callado. ¿Su mujer lo sabía?
El médico estaba confuso.
—Lo de las montañas. ¿Su mujer sabía que iba por ahí diciendo eso?
—¿Diciendo qué?
—Que no estaba casado. Míralo. Es un payaso, se cree que todavía es un crío. —La señorita Steinweh lo señaló con el dedo—. Por cierto: que cumplas muchos más.
—Gracias —dijo el doctor, sintiendo que le faltaba el aire.
—He oído que sigues soltero. A tu edad… Bueno, mira, no importa, yo tengo la misma actitud: será el hombre adecuado, o no será.
El médico se esforzó por contenerse. Ignoró el calambre nervioso de la pantorrilla. Como esperaban sus hermanas, ponía una voz forzada, aguda. ¡Vida!, gritó para sus adentros. Vida, vida, ¿dónde estás, adónde has ido, por qué no me has esperado? ¡Déjame vivir!, gritó.
—Ah, no —dijo con una voz nueva, ligera, agresiva y aun así mansa, confiada—. Usted no está en mi mismo barco, señorita Steinweh.
—Gerda. ¿No crees que con treinta y seis años una ya es mayor? Créeme, joven no es. Todo el mundo dice que mi problema es que tengo una maestría, me especialicé en psicología clínica. Yo les digo que fue un patinazo. Créeme, lo considero un patinazo, procuro que no se note. —La señorita Steinweh se rió señalándose los muslos, sobre los que presuntamente llevaba la ropa interior—. De hecho me he resignado, esa es la verdad. ¿Y tú?
—¿Resignado? —repitió él. Sintió que algo se desmoronaba por dentro y su voz se hizo pesada, muy pesada.
—A estar soltera.
—Ah, no, yo no… —dijo el médico.
—¿No?
—No, no, para nada.
—Suponía que a los cincuenta uno ya se resignaba.
—No —dijo el médico con exasperación—, no me refiero a eso. Quiero decir que no soy lo que crees. No soy… —¡Cómo le pesaba la voz, el aliento!—. No soy soltero.
—¿Ah, no? Pero si Frieda… —La señorita Steinweh señaló a Frieda. A lo lejos, en la cocina, estaba lavando el cuchillo del pastel—. Frieda me dijo que sí.
—Frieda no lo sabe. Ni Marvin. Nadie lo sabe.
—No entiendo —dijo la señorita Steinweh, y por primera vez el médico la miró con detenimiento.
La amargura de la renuncia había azotado la boca de la mujer. Era como sus hermanas, estaba perdida: su padre, con la sagacidad para el insulto crónico, ya había reconocido a la hija de su espíritu, la hija fracasada del vendedor ambulante fracasado; su padre, con su astucia de comerciante, ya había detectado el anhelo y la pérdida. La señorita Steinweh era morena, igual que Olga, pero tenía unos ojos grises, igual que Sophie, y más abajo el médico observó una hilera de pequeñas arrugas, como si un cordón ciñera la piel, y vio que bajo la barbilla el molde también empezaba a ceder, había un fruncido, un desfondamiento, una pérdida de lozanía. Y a pesar de todo llevaba el pelo largo como una niña y unas gafas de niña, y movía la cabeza con gestos bruscos y señalaba acusadoramente, como una niña: era la viva imagen de un ocaso, de los momentos que preceden a la noche, de los últimos rayos de la juventud, una mujer en el doloroso fulcro de la transición. El médico la compadeció. A ella le pasaría lo mismo que a él. La vio con cincuenta años, sola, más insignificante aún que sus hermanas, esculpida en cosméticos, con el canal de parto yermo, las mareas rojas menguando, desvaneciéndose; el rictus malévolo de sus mejillas.
—¿Es una broma? —dijo la mujer—. Sé encajar una broma, créeme.
—Tengo mujer —dijo el médico.
—¿Estás casado?
—Sí —repuso él.
—¿Y ellos no lo saben? ¿Tus hermanas? ¿Tu padre? No lo entiendo. —Le lanzó una mirada ladina—. Entonces, ¿por qué me lo cuentas a mí?
Pero él era más ladino todavía.
—Por contraste, supongo. Ha sido un impulso. Tú no me recuerdas en nada a mi mujer. Mi mujer es muy diferente. También es distinta de Sophie, es distinta de Olga. Y Dios sabe que no se parece a Frieda.
—¿Un matrimonio secreto? —dijo la señorita Steinweh, acercándose más a él—. ¿Desde cuándo?
Eligió un número; hasta él se lo creyó. Le sobraba astucia, era el vástago de la astucia, la astucia era su hermana, la astucia era su gen primigenio.
—Doce años. Tuvo que ser así, tiene que ser así. ¿Quién iba a hacerse cargo de mi padre? Somos todos a cual más pobre…
—¿Pobre? —intervino ella, y señaló el bolsillo de la pechera del médico—. Has dicho que tienes una buena cartera de pacientes.
—Una buena cartera de pacientes pobretones —dijo él.
—Podrías haber esperado a que creciera —dijo ella con sentido práctico—. Económicamente, me refiero.
—Hay cosas en este mundo que no crecen. Nacen de una manera y ya no cambian nunca, siguen siempre igual que al principio. —Se interrumpió para observar a la hijita de Olga sumida en su danza resplandeciente, enredándose en los hilos de aquel baile, solitaria, en búsqueda de algo que nadie más que ella conocía: una piedra preciosa que brillaba ante sus ojos, incitándola con los destellos—. No te puedes arrepentir de algo que no ha existido. La vida se mide por las cosas que te suceden, no por las que no suceden. ¿Crees que mis hermanas pueden crecer? ¿Crees que mi padre puede crecer? ¿Acaso crece una piedra? ¿Quién espera que una piedra crezca? —Observó su reacción—. ¿No me crees?
—No lo entiendo. ¿Solo por lo de tu padre? ¿Por qué no te lo llevaste a vivir contigo?
El médico ocultó la cara entre las manos. Una llamarada de violencia le subió por la garganta.
—No puedo… no puedo vivir con mi padre —dijo.
La mujer empezó a actuar de un modo raro; hablaba en susurros.
—Esto que me estás contando es… —dijo—. No estás hablando de uno de esos arreglos que a veces se hacen.
—Hablo de matrimonio —dijo él con solemnidad, y la miró de reojo—. Tenemos un certificado de matrimonio en toda regla. Tenemos hijos.
—¡Hijos! —exclamó la señorita Steinweh, esta vez sin señalar con el dedo.
—Tres —dijo él—. De once, nueve y cuatro años. Dos niñas y un niño.
—¿Y ella lo acepta, lo consiente? ¿Tu mujer? ¿Qué clase de matrimonio es ese? ¿Qué clase de padre eres tú?
—Normal. Todo es normal. Nada de marido secreto, nada de padre secreto. Es fácil. Una vez por semana voy en tren a Nueva York. Es un trayecto de veinte minutos. Mis hermanas creen que hago visitas a domicilio. El fin de semana tomo el tren de regreso. Peor lo tienen las familias de los viajantes.
—¿Y no lo saben? ¿Nunca se lo has dicho? ¿A tus hermanas, ni a tu padre? ¿Por qué no se lo dices?
—Es demasiado tarde —dijo—. Demasiado arriesgado. Mi padre ha pasado por una serie de constricciones vasculares y no creo que sobreviviera a una sorpresa desagradable, a un disgusto.
—Podrías contárselo a tus hermanas —insistió la señorita Steinweh— y decirles que no se lo contaran a tu padre.
—Acabaría enterándose. Siempre se entera de todo.
—Pero ¿por qué no se lo dijiste a todo el mundo de buen principio?
—¡Por rebeldía, por rebeldía! —exclamó él. Y humildemente añadió—: Quería una vida diferente.
—¡Diferente sí lo es, desde luego! —dijo la señorita Steinweh en un tono cercano a la risa, pero no se reía, no asentía; miraba fijamente al médico—: ¿Cómo es?
—¿Mi mujer?
—Sí. Una persona así.
—Muy joven. Mucho más joven que yo. Bastante más joven que tú. —No le pasó por alto cuánto la hería eso—. Una exiliada. Una fugitiva. Sufrió privaciones horribles hasta llegar aquí. Muy tímida. Nunca aprendió bien el inglés. Habla el ruso como un pajarito.
—¿Ruso?
—Los niños son completamente bilingües. Aparte de eso y de lo que pueda haber depositado en el cerebro de mi mujer (porque nunca habla de sus recuerdos, aparte de la nieve y de patinar sobre hielo en Moscú), no tenemos nada ruso en el apartamento. Bueno, un samovar, pero lo compramos en Nueva York. Lo compramos en Delancey Street —dijo el médico—. Ahora es mayor que cuando la vi por primera vez, pero sigue siendo una chica hermosa. Y tiene un gran corazón. —El maestro rasgueó de repente la guitarra y el doctor se estremeció con la resonancia.
—Ahora lo entiendo —dijo la señorita Steinweh—. La pobre no sabe dónde se ha metido. No conoce las costumbres de este país. Está absolutamente en tus manos, a tu merced.
—Es mía, me pertenece —reconoció el médico.
—Eso no está bien —dijo la señorita Steinweh—. Es horrible. Deberías traerla aquí, a tu ciudad. Deberías presentársela a tus hermanas.
—¡Ah, mis hermanas! —dijo el médico.
Ella se puso de pie y siguió mirándolo con avidez.
—¿Eres feliz así?
—Somos muy felices. —Entonces, una palabra deslumbrante apareció como un fantasma: beatífico; sin embargo, no la usó—. Los dos somos felices. Los niños están bien.
—Mientras los niños estén bien… —dijo ella—. Eso es lo más importante, que los niños estén bien. —El médico no salía de su asombro. Se estaba burlando de él—. Qué cerdos sois todos… Cerdos, impostores, ¡si no por qué iba yo a estar aquí, que no puedo desperdiciar más días de mi vida! ¡Cerdos! ¡Y noches, menos aún!
Cuando el dentista la vio ir hacia él tambaleándose sobre sus tacones altos, su cuello colorado se hinchó como un papo e interrumpió a su cuñado para que tocara una rumba.
El médico observó al dentista y la consejera académica bailando juntos. La señorita Steinweh bailaba bien; aunque no era tan experta como el dentista, tampoco se achicaba. Sus brazos eran recios pero sinuosos. Desde la otra punta del salón, atestado de las burdas copias de Van Goghs y Degas que hacía Sophie, parecía agradable. Bailaba con el dentista y lo trataba con amabilidad.
Entonces el fotógrafo volvió a capturar al médico y empezó a esbozar otra de sus ideas para hacerse famoso.
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23 marzo 2022
Categorías: CUENTOS ESTADOS UNIDOS Y CANADÁ . . Autor: Rubén Garcia García - Sendero . Comments: Deja un comentario