«EL SOMBRERO DEL ESPECIALISTA» – KELLY LINK

Traducción de un cuento de la escritora Kelly Link. fuente:

HERNANORTIZ.COM | hernan@proyectoliquido.net | Facebook | Twitter

“Cuando estás Muerta,” dice Samantha, “no tienes que lavarte los dientes…”

“Cuando estás Muerta,” dice Claire, “vives en una caja, y siempre está oscuro, pero nunca tienes miedo.”

Claire y Samantha son gemelas idénticas. Su edad combinada es de veinte años, cuatro meses y seis días. Claire es mejor Muerta que Samantha.

La niñera bosteza, cubriendo su boca con una larga mano blanca. “Dije que se lavaran los dientes y se fueran a la cama,” dice. Se sienta con las piernas cruzadas sobre el cubrecamas de flores, entre ellas dos. Les ha estado enseñando un juego llamado Lanzar para el que se necesitan tres juegos de cartas, uno para cada una de ellas. Al de Samantha le falta la jota de pica y el dos de corazones y Claire sigue haciendo trampa. De todas formas la niñera gana.  En sus brazos todavía hay manchas de crema de afeitar seca y papel higiénico. Es difícil calcular su edad; al principio pensaron que debía ser adulta, pero ahora no parece mayor que ellas. Samantha había olvidado el nombre de la niñera.

Claire es testaruda. “Cuando estás Muerta,” dice, “te quedas despierta toda la noche.”

“Cuando estás muerta,” dice bruscamente la niñera, “siempre hace mucho frío y está húmedo, y tienes que estar muy, muy quieta o sino te atrapará el Especialista.”

“Esta casa está encantada,” dice Claire.

“Lo sé,” dice la niñera. “Solía vivir aquí.”

Algo está arrastrándose hacia arriba por las escaleras,Algo está de pie al otro lado de la puerta,Algo está gimiendo, está gimiendo en la oscuridad;Algo está susurrando bajo el piso.

Claire y Samantha están pasando el verano con su papá, en una casa llamada Ocho Chimeneas. Su mamá está muerta. Ha estado muerta exactamente 282 días.

Su papá está escribiendo la historia de Ocho Chimeneas y del poeta Charles Cheatham Rash, quien vivió aquí en el cambio de siglo y se fugó hacia el mar cuando tenía trece años, y regresó a los treinta y ocho. Se casó, tuvo un hijo, escribió tres volúmenes de una poesía mala y oscura, y una novela todavía peor y más oscura, El que Está Observándome a Través de la Ventana, antes de desaparecer otra vez en 1907, esta vez para siempre. El papá de Samantha y Claire dicen que parte de la poesía de hecho es bastante interesante y que la novela al menos no es muy larga.

Cuando Samantha le preguntó por qué estaba escribiendo sobre Rash, respondió que nadie lo había hecho, y que por qué no iba a jugar afuera con Samantha. Cuando ella le dijo que era Samantha, él sólo frunció el ceño y preguntó cómo podía esperar que distinguiera quién era quién cuando ambas tenían jeans y camisas de algodón, ¿y por qué una no se puede vestir completamente de verde y la otra de rosado?

Claire y Samantha prefieren jugar adentro. Ocho Chimeneas es tan grande como un castillo, pero más polvoriento y oscuro que los castillos que se imagina. Hay más sofás, muñecas de porcelana con los dedos astillados, menos armaduras. Ningún foso.

La casa está abierta al público, y, durante el día, la gente —familias— recorre la Avenida Blue Ridge y se detiene para recorrer el terreno y el primer piso; el tercer piso pertenece a Claire y Samantha. Unas veces juegan a ser exploradoras y otras siguen al guía en los recorridos para visitantes. En unas cuantas semanas se aprendieron el discurso y ahora lo vocalizan junto a él. Lo ayudan a vender postales y ejemplares de la poesía de Rash a las familias de turistas que entran en la pequeña tienda de regalos.

Cuando las madres les sonríen y dicen lo dulces que son, apartan la vista y no dicen nada. La débil luz de la casa hace que las madres parezcan pálidas y parpadeantes y cansadas. Dejan Ocho Chimeneas, madres y familias, viéndose no tan reales como eran antes de pagar sus entradas y, por supuesto, Claire y Samantha nunca las verían de nuevo, así que tal vez no eran reales. Mejor quédense dentro de la casa, quieren decirles a las familias, y si tienen que irse, entonces vayan directamente a sus automóviles.

El guía dice que los bosques no son seguros.

Su papá permanece en la biblioteca en el segundo piso durante toda la mañana, escribiendo, y por las tardes hace largas caminatas. Se lleva su grabadora de periodista y una licorera de bolsillo de Gentleman Jack, pero no a Samantha y Claire.

El guía de Ocho Chimeneas es el señor Coeslak. Su pierna izquierda es notablemente más corta que la derecha. Usa un tacón alto. Pelo corto y negro crece en sus orejas y sus fosas nasales, y no hay pelo en su coronilla, pero le ha dado permiso a Samantha y Claire para explorar toda la casa. Fue el señor Coeslak quien les dijo que hay víboras venenosas en el bosque, y que la casa está encantada. Dice que todos ellos, fantasmas y serpientes, andan de muy mal humor, y que Samantha y Claire deben quedarse en los senderos marcados, y lejos del ático.

El señor Coeslak puede distinguir a las gemelas, aún cuando su propio papá no puede; los ojos de Claire son grises, como el pelo de un gato, dice, pero los de Samantha son grises, como el océano cuando ha estado lloviendo.

Samantha y Claire fueron a caminar por el bosque dos días después de su llegada a Ocho Chimeneas. Vieron algo. Samantha pensó que era una mujer, pero Claire dijo que era una serpiente. La escalera que lleva al ático ha estado cerrada con llave. Espiaron por el ojo de la cerradura, pero estaba demasiado oscuro para ver algo.

Y entonces él tuvo una esposa, y decían que era muy bonita. Había otro hombre que quería irse con ella, y primero ella no quiso, porque le tenía miedo a su esposo, pero luego sí. Su esposo los descubrió, y dicen que mató a una serpiente y tomó parte de la sangre de esa serpiente y la mezcló con whisky, y se la dio a ella. Le había aprendido a un isleño que estuvo con él en un barco. Y como en seis meses a ella se le crearon serpientes que vivían entre su carne y su piel. Y dicen que se podían ver subiendo y bajando por sus piernas. Dicen que la parte superior de su cuerpo estaba vacía, y que continuó así hasta que se murió. Ahora mi papá dice que fue testigo.

—UNA HISTORIA ORAL DE OCHO CHIMENEAS

Ocho Chimeneas fue construida hace más de doscientos años. Se llama así por las ocho chimeneas que se ven desde afuera. En cada piso hay ocho chimeneas de ladrillo rojo, lo que da un total de venticuatro, cada una suficientemente grande para que quepan Samantha y Claire. Samantha imagina que los cañones de las chimeneas se estiran como troncos de árboles robustos y rojos hasta el techo de la casa. Junto a cada chimenea hay un soporte de hierro para leña, negro y pesado, y un juego de atizadores de hierro forjado con forma de serpiente. Claire y Samantha fingen duelos con los atizadores-serpiente junto a la chimenea de su habitación en el tercer piso. El viento sube por la parte de atrás de la chimenea. Cuando ellas meten sus caras, pueden sentir el aire húmedo apresurándose hacia arriba, como un río. El tiro de la chimenea huele a viejo, a hollín y a humedad, como las piedras de un río.

Antes su habitación era el cuarto de juegos. Duermen juntas en una cama con dosel que parece un barco con cuatro mástiles. Huele a naftalina, y Claire patea dormida. Charles Cheatham Rash durmió aquí cuando era niño, y también su hija. Ella desapareció con su padre. Pudo haber sido por deudas de juego. Pudieron haberse ido para Nueva Orleáns. Ella tenía catorce años, dijo el señor Coeslak. Cuál era su nombre, preguntó Claire. Qué le sucedió a su madre, quiso saber Samantha. El señor Coeslak cerró los ojos casi en un guiño. La señora Rash había muerto un año antes de que su esposo e hija desaparecieran, dijo él, por una enfermedad misteriosa que la consumió. Él no puede recordar el nombre de la pobre niña, dijo.

Ocho Chimeneas tiene exactamente cien ventanas, todas aún con los vidrios originales ondulados soplados a mano. Con tantas ventanas, piensa Samantha, Ocho Chimeneas siempre debería estar llena de luz, pero en su lugar los árboles están tan cerca de la casa que las habitaciones del primer y segundo piso –incluso las habitaciones del tercero — son verdes y oscuras, como si Samantha y Claire estuvieran viviendo en las profundidades del mar. Esa es la luz que convierte a los turistas en fantasmas. Por la mañana se forma una neblina alrededor de la casa que vuelve al anocher. A veces es gris como los ojos de Claire y a veces es gris como los ojos de Samantha.

Conocí a una mujer en el bosque,Sus labios eran dos serpientes rojas.Me sonrió, sus ojos eran lascivosY quemaban como el fuego.

Hace algunas noches, el viento estaba suspirando en la chimenea del cuarto de juegos. Su papá ya las había llevado a dormir y había apagado la luz. Claire desafió a Samantha a que metiera la cabeza en la chimenea, en la oscuridad, y así lo hizo. El aire frío y húmedo lamió su cara y casi sonaba como si hubiera voces hablando en voz baja, en murmullos. No pudo descifrar lo que decían.

El papá ha ignorado casi todo el tiempo a Claire y a Samantha desde que llegaron a Ocho Chimeneas. Él nunca menciona a la mamá. Una noche lo escucharon gritando en la biblioteca, y cuando bajaron las escaleras, había una gran mancha pegajosa sobre el escritorio, donde se había derramado una copa de whisky. Estaba mirándome, dijo, a través de la ventana. Tenía ojos anaranjados.

Samantha y Claire se esforzaron por no decirle que la biblioteca queda en el  segundo piso.

Por las noches, el aliento de su papá ha estado dulce por la bebida, y está pasando más y más tiempo en el bosque, y menos en la biblioteca. En la comida, casi siempre perros calientes y arvejas cocidas en lata que comen en platos desechables en el comedor del primer piso, bajo la lámpara de araña austriaca (que tiene exactamente 632 lágrimas de cristal emplomado), su papá recita poesía de Charles Cheatham Rash, que no es interesante para Samantha ni para Claire.

Él ha estado leyendo los diarios de viaje que escribió Rash y dice que descubrió en ellos la prueba de que el poema más famoso de Rash, “El sombrero del Especialista,” no es para nada un poema, y de todas formas Rash no lo escribió. Es algo que solía decir uno de los hombres del ballenero para atraer a una ballena. Rush simplemente lo copió, le puso un final y dijo que era suyo.

El hombre era de Mulatuppu, un lugar del que nunca habían oído hablar ni Samantha ni Claire. Su papá dice que se suponía que el hombre era una especie de mago, pero se ahogó poco después de que Rash regresara a Ocho Chimeneas. Su papá dice que los otros marineros querían arrojar el baúl del mago por la borda, pero Rash los convenció para que lo mantuvieran hasta que él pudiera desembarcar, con el baúl, en la costa de North Carolina.

El sombrero del especialista hace un ruido como de agouti;

El sombrero del especialista hace un ruido como de pecarí de collar;

El sombrero del especialista hace un ruido como de pecarí de labios blancos;

El sombrero del especialista hace un ruido como de tapir;

El sombrero del especialista hace un ruido como de conejo;

El sombrero del especialista hace un ruido como de ardilla;

El sombrero del especialista hace un ruido como de paují;

El sombrero del especialista gime como una ballena en el agua;

El sombrero del especialista gime como el viento en el pelo de mi esposa;

El sombrero del especialista hace un ruido como de serpiente;

Tengo el sombrero del especialista colgado en mi pared.

 La razón por la que Claire y Samantha tienen una niñera es que su papá conoció a una mujer en el bosque. Va a ir a verla esta noche, y harán un picnic y mirarán las estrellas. Esta es la época del año en la que se pueden ver las Perseidas, cayendo por el cielo en las noches despejadas. Su papá dijo que ha estado caminando con la mujer todas las tardes. Ella es una pariente lejana de Rash y además, dijo, necesita una noche afuera y una conversación adulta.

El señor Coeslak no permanece en la casa después del anochecer, pero accedió a  encontrar a alguien que cuidara a Samantha y Claire. Luego su papá no pudo encontrar al señor Coeslak, pero la niñera apareció exactamente a las siete en punto. La niñera, cuyo nombre no recordaba ninguna de las dos gemelas, tenía un vestido azul de algodón de mangas cortas. Tanto Samantha como Claire pensaron que ella era bonita de una forma un poco pasada de moda.

Estaban en la biblioteca con su papá, buscando Mulatuppu en el atlas de cuero rojo, cuando ella llegó. No tocó en la puerta principal, simplemente entró y luego subió las escaleras, como si supiera dónde encontrarlos.

Su papá les dio un beso de despedida, apresurado, diciéndoles que se portaran bien y que las llevaría a la ciudad el fin de semana para ver la película de Disney. Fueron hasta la ventana para observarlo caminar hacia el bosque. Ya estaba oscuro y había luciérnagas, diminutas chispas amarillentas en el aire. Cuando su papá desapareció completamente entre los árboles, se voltearon y miraron a la niñera. Ella levantó una ceja. “Bien,” dijo. “¿Qué les gusta jugar?”

Círculos en dirección contraria al sol, por las chimeneas,

Una vez, dos veces, otra vez.

Los rayos suenan como un reloj en la bicicleta;

El tic tac se traga los días de la vida de un hombre.

Primero jugaron Go Fish, luego Crazy Eights, y después convirtieron a la niñera en una momia poniéndole crema de afeitar del baño de su papá en los brazos y piernas, y  envolviéndola en papel higiénico. Es la mejor niñera que han tenido.

A las 9.30, ella intentó llevarlas a dormir. Ni Claire ni Samantha querían ir a dormir, entonces empezaron a jugar el juego de la Muerte. El juego de la Muerte es uno de imaginación que habían jugado todos los días durante 274 días, pero nunca delante de su padre o de ningún otro adulto. Cuando están Muertas, pueden hacer todo lo que quieran. Incluso pueden volar saltando desde la cama del cuarto de juegos y sacudiendo los brazos. Algún día esto va a funcionar, si practican lo suficiente.

El juego de la Muerte tiene tres reglas.

Uno. Los números son significativos. Las gemelas tienen una lista de números importantes en una libreta verde de direcciones que perteneció a su mamá. Los recorridos del señor Coeslak han sido buena fuente de cantidades y cuentas significativas: ellas están escribiendo una historia trágica de números.

Dos. Las gemelas no juegan al juego de la Muerte delante de los adultos. Han analizado a la niñera y han decidido que ella no cuenta. Le dijeron las reglas.

La tercera regla es la mejor y la más importante. Cuando estás Muerta, no tienes que tener miedo de nada. Samantha y Claire no están seguras de quién es el Especialista, pero no le tienen miedo.Para volverse Muertas, ellas aguantan la respiración mientras cuentan hasta treinta y cinco, que es la edad hasta la que llegó su madre, sin contar unos pocos días.

“Nunca viviste aquí,” dice Claire. “El señor Coeslak vive aquí”.

“No por la noche,” dice la niñera. “Éste era mi cuarto cuando yo era pequeña.”

“¿De verdad?” dice Samantha. Y Claire dice: “Demuéstralo.”

La niñera mira a Samantha y Claire, como si las estuviera juzgando: edad, inteligencia, valentía, estatura. Entonces asiente. El viento está en el tiro de la chimenea, y en la tenue luz del cuarto de juegos ellas pueden ver las lechosas hebras de niebla que se meten por la chimenea. “Párense en la chimenea,” les dice. “Extiendan la mano tan arriba como puedan, hay un pequeño agujero en el lado izquierdo, con una llave.”

Samantha mira a Claire, quien dice: “Tú primero.” Claire es quince minutos y algunos segundos que no contaron mayor que Samantha, por eso puede decirle a Samantha qué hacer. Samantha recuerda las voces murmurantes y se dice a sí misma que está Muerta. Va hasta la chimenea y entra agachada.

Cuando Samantha se pone de pie en la chimenea, sólo puede ver una esquina de la habitación. Puede ver los flecos de la alfombra azul desgastada, y una pata de la cama, y junto a ella, el pie de Claire, balanceándose hacia atrás y hacia adelante como un metrónomo. El zapato de Claire está desamarrado y tiene una curita en el tobillo. Todo parece muy agradable y pacífico desde el interior de la chimenea, como un sueño, y por un momento casi desea no tener que estar Muerta. Pero es más seguro, de verdad.

Extiende su mano hacia la izquierda tanto como puede, tanteando la pared granulosa, hasta que siente una hendidura. Piensa en arañas, dedos cortados y hojas de afeitar oxidadas, y mete la mano. Mantiene su mirada hacia abajo, enfocada en el rincón de la habitación y el pie nervioso de Claire.

Dentro del agujero hay una pequeña llave fría, los dientes hacia fuera. La saca y se agacha para regresar a la habitación. “No mentía,” le dice a Claire.

“Claro que no mentía,” dice la niñera. “Cuando estás Muerta, no se te permite mentir.”

“A menos que quieras,” dice Claire.

Lúgubre y horroroso golpea el mar en la playa.

Espantosa y goteante está la neblina en la puerta.

El reloj del pasillo anuncia una, dos, tres, cuatro.

La mañana no llega, no, nunca, nunca más.

Samantha y Claire han ido a acampar por tres semanas todos los veranos desde que tienen siete años. Este año su papá no les preguntó si querían ir, y después de discutirlo, ellas decidieron que así estaba bien. No querían tener que explicarles a todos sus amigos que ahora eran medio-huérfanas. Estaban acostumbradas a que las envidiaran, por ser gemelas idénticas. No querían que les tuvieran lástima.

Todavía no ha pasado un año, pero Samantha se da cuenta que está olvidando cómo se veía su mamá. No tanto la cara de su mamá sino la forma en que olía, que era algo como heno seco y algo como Chanel No. 5, y también como algo más. No puede recordar si tenía los ojos grises, como ella, o grises, como Claire. Ya no sueña con su mamá, sino con Príncipe Azul, un zaino que una vez cabalgó en la exhibición de caballos del campamento. En el sueño, Príncipe Azul no huele para nada a caballo. Huele a Chanel No. 5. Cuando ella está Muerta, puede tener todos los caballos que quiere, y todos huelen a Chanel No. 5.***

“¿Dónde va la llave?” dice Samantha.

La niñera toma su mano. “En el ático. Realmente no la necesitas, pero usar las escaleras es más fácil que la chimenea. Al menos la primera vez.”

“¿No vas a obligarnos a dormir?” dice Claire.

La niñera ignora a Claire. “Mi papá solía encerrarme en el ático cuando era pequeña, pero no me importaba. Allá había una bicicleta y yo daba vueltas y vueltas  alrededor de las chimeneas hasta que mi mamá me dejaba salir. ¿Saben montar en bicicleta?”

“Claro,” dice Claire.

“Si vas lo suficientemente rápido, el Especialista no te puede alcanzar.”

“¿Qué es el Especialista?” dice Samantha. Las bicicletas están bien, pero los caballos van más rápido.

“El Especialista usa un sombrero,” dice la niñera. “El sombrero hace ruidos.”

No dice nada más.

Cuando estás muerto, la hierba es más verde

Sobre tu tumba. El viento es más fuerte.

Tus ojos se hunden, tu carne se descompone. Te

Acostumbras a la lentitud; espera retrasos.

El ático es, de alguna forma, más grande y solitario de lo que Samantha y Claire pensaban. La llave de la niñera abre la puerta al final del vestíbulo, revelando un angosto tramo de escaleras. Les hizo señas para que subieran.

No hay tanta oscuridad en el ático como habían imaginado. Los robles que bloquean la luz y hacen que los tres primeros pisos se vean tan oscuros y verdes y misteriosos durante el día, no llegan hasta aquí. La extravagante luz de la luna, polvorienta y pálida, entra por las ventanas en ángulo de la buhardilla. Ilumina todo el ático, que es suficientemente grande para un partido de softbol, y bordeado con troncos donde Samantha imagina que la gente podría sentarse, podría esconderse y observar. El techo tiene una pendiente hacia abajo, y lo atraviesan los ocho cañones gruesos y gastados de las chimeneas. De alguna manera las chimeneas parecen muy vivas, para estar contenidas en este lugar vacío y abandonado; empujan casi con rabia el piso y el techo del ático. A la luz de la luna parecen respirar. “Son tan hermosas,” dice ella.

“¿Cuál chimenea es la chimenea de la habitación de juegos?” dice Claire.

La niñera señala la que está más cerca a su derecha. “Ésa,” dice. “Sube desde el salón de baile del primer piso, la biblioteca, el cuarto de juegos.”

Colgando de un clavo en la chimenea del cuarto de juegos hay un objeto negro y largo. Se ve abultado y pesado, como si estuviera lleno de cosas. La niñera lo toma, lo gira en su dedo. Hay huecos en la cosa negra y silba tristemente mientras lo gira. “El Sombrero del Especialista,” dice.

“Eso no parece un sombrero,” dice Claire. “No parece nada.” Va y mira entre las cajas y baúles que están apilados contra la pared.

“Es un sombrero especial,” dice la niñera. “No se supone que se parezca a algo. Pero puede sonar como cualquier cosa que puedas imaginar. Lo hizo mi papá.”

“Nuestro papá escribe libros,” dice Samantha.

“Mi papá también lo hacía.” La niñera cuelga el sombrero negro en el clavo. Se curva espantosamente contra la chimenea. Samantha lo mira. Le relincha. “Fue un mal poeta, pero como mago era peor.”

Durante el último verano, Samantha deseo tener un caballo más que cualquier otra cosa. Pensó que renunciaría a todo por uno — incluso ser gemela no era tan bueno como tener un caballo. Todavía no tenía un caballo, pero tampoco tenía mamá, y no podía evitar preguntarse si era su culpa. El sombrero relincha de nuevo, o tal vez sea el viento en la chimenea.

“¿Qué le sucedió?” pregunta Claire.

“Después de que hizo el sombrero, el Especialista vino y se lo llevó. Yo me escondí en la chimenea del cuarto de juegos mientras el Especialista lo buscaba, y no me encontró.

“¿Te asustaste?”

Hay un estrépito que las sobresalta. Claire ha encontrado la bicicleta de la niñera y la arrastra hacia ellas por el manubrio. La niñera se encoge de hombros. “Regla número tres,” dice.

Claire arrebata el sombrero del clavo. “¡Soy el Especialista!” dice, poniéndose el sombrero en la cabeza. Cae sobre sus ojos, el borde blando y sin forma cosido con pequeños botones asimétricos que enfocan y atrapan la luz de la luna como dientes. Samantha mira de nuevo y ve que son dientes. Sin contarlos, sabe que hay exactamente cincuenta y dos dientes en el sombrero, y que son dientes de agoutis, de paujiles, de pecarís de labios blancos y de la esposa de Charles Cheatham Rash. Las chimeneas están gimiendo y la voz de Claire retumba huecamente bajo el sombrero. “¡Escapa, o te atraparé y te comeré!”Samantha y la niñera escapan riendo mientras Claire se monta en la bicicleta oxidada y ruidosa y pedalea tras ellas como una loca. Hace sonar la campana mientras avanza, y el sombrero del Especialista se balancea sobre su cabeza. Escupe como un gato. La campana es estridente y débil, y la bicicleta gime y chilla. Se inclina primero hacia la derecha y luego hacia la izquierda. Las rodillas de Claire sobresalen para uno u otro lado como contrapesos improvisados.

Claire hace zigzag entre las chimeneas, persiguiendo a Samantha y a la niñera. Samantha es lenta, se voltea para mirar hacia atrás. Mientras Claire se aproxima, mantiene una mano en el manubrio y extiende la otra hacia Samantha. Justo cuando está por agarrar a Samantha, la niñera se voltea y arranca el sombrero de la cabeza de Claire

“¡Mierda!” dice la niñera, y lo deja caer. Hay una gota de sangre formándose en la parte carnosa de la mano de la niñera, negra a la luz de la luna, donde la ha mordido el sombrero del Especialista.

Claire se baja de la bicicleta, con risa nerviosa. Samantha observa mientras el sombrero del Especialista se aleja rodando. Acelera, se retuerce por el piso del ático, y desaparece, golpeando las escaleras. “Ve y recógelo,” dice Claire. “Ahora tú puedes ser el Especialista.”

“No,” dice la niñera, chupándose la palma. “Es hora de irse a dormir.”

Cuando bajan las escaleras, no hay ninguna señal del sombrero del Especialista. Se lavan los dientes, se suben al barco-cama y se tapan con los cobertores hasta el cuello. La niñera se sienta entre sus pies. “Cuando estás Muerta,” dice Samantha, “¿te cansas y tienes que ir a dormir? ¿Sueñas?”

“Cuando estás Muerta,” dice la niñera, “todo es mucho más fácil. No tienes que hacer nada que no quieras. No tienes que tener nombre, no tienes que recordar. Ni siquiera tienes que respirar.”

Ella les muestra exactamente lo que quiere decir.***

Cuando tiene tiempo para pensar en esto (y ahora tiene todo el tiempo del mundo para pensar), Samantha comprende con un poco de remordimiento que ella ahora está atrapada indefinidamente entre los diez y los once años, atrapada con Claire y la niñera. Ella lo considera. El número 10 es agradable y redondo, como una pelota playera, pero aún así, no ha sido un año fácil. Se pregunta cómo habrían sido los 11. Tal vez más agudos, como agujas. En cambio ella ha elegido estar Muerta. Espera haber tomado la decisión correcta. Se pregunta si su madre hubiera decidido estar Muerta, en lugar de muerta, si hubiera podido.

El último año aprendió fracciones en el colegio, cuando su madre murió. Las fracciones le recuerdan a Samantha las manadas de caballos salvajes, moteados, pintos y palominos. Hay tantos de ellos, y son, bueno, rebeldes e indomables. Justo cuando piensas que tienes uno bajo control, levanta la cabeza y te tumba. El número favorito de Claire es el 4, que ella dice que es un chico alto y delgado. Samantha no se preocupa tanto por los chicos. A ella le gustan los números. Por ejemplo el número 8, que puede ser más de una cosa a la vez. Mirado de una forma, el 8 parece una mujer inclinada con el pelo rizado. Pero si lo acuestas hacia un lado, parece una serpiente enroscada con la cola en su boca. Esto es como la diferencia que hay entre estar Muerto y estar muerto. Tal vez cuando Samantha se canse de una, intente con la otra.

En el prado, bajo los robles, escucha a alguien pronunciando su nombre. Samantha sale de la cama y va hasta la ventana del cuarto de juegos. Mira hacia afuera por el  vidrio ondulado. Es el señor Coeslak. “¡Samantha, Claire!” las llama. “¿Están bien? ¿Su padre está ahí?” Samantha casi puede ver la luz de la luna brillando a través de él. “Siempre me encierran en el cuarto de herramientas. Malditas cosas fantasmagóricas,” dice. “¿Están ahí, Samantha? ¿Claire? ¿Niñas?

La niñera viene y se para junto a Samantha. La niñera pone un dedo sobre su labio. Los ojos de Claire brillan desde la cama oscura. Samantha no dice nada, pero saluda al señor Coeslak. La niñera también saluda. Tal vez él pueda verlas saludar, porque después de un rato deja de gritar y se va.“Ten cuidado,” dice la niñera. “Él regresará pronto. Lo hará muy pronto.”Toma la mano de Samantha y la conduce de nuevo a la cama, donde Claire está esperando. Se sientan y esperan. Pasa el tiempo, pero no sienten cansancio, y no envejecen.

¿Quién está ahí?

Sólo el aire.

En el primer piso se abre la puerta del frente, y Samantha, Claire y la niñera pueden escuchar que alguien se arrastra, se arrastra escaleras arriba. “No hagan ruido,” dice la niñera. “Es el Especialista.”

Samantha y Claire se quedan en silencio. El cuarto de juegos está oscuro y el viento cruje como el fuego en una chimenea.

“¿Claire, Samantha, Samantha, Claire?” La voz del Especialista es borrosa y húmeda. Suena como la voz de su papá, pero es porque el sombrero puede imitar cualquier sonido, cualquier voz. “¿Todavía están despiertas?”

“Rápido,” dice la niñera. “Hay que subir al ático y esconderse.”

Claire y Samantha se deslizan por debajo de los cobertores y se visten apresurada y silenciosamente. La siguen. Sin hablar, sin respirar, ella las lleva hacia la seguridad de la chimenea. Está demasiado oscuro para ver, pero comprenden perfectamente cuando la niñera dice sin pronunciar la palabra, Arriba. Ella va primero, así ellas puedan ver dónde están los lugares para apoyar los dedos, los ladrillos que sobresalen para apoyar los pies. Luego Claire. Samantha observa los pies de su hermana ascendiendo como humo, los cordones todavía sin amarrar.

“¿Claire? ¿Samantha? Maldita sea, me están asustando. ¿Dónde están?” El Especialista está parado justo frente a la puerta semi-abierta. “¿Samantha? Creo que me mordió una maldita serpiente.” Samantha sólo duda un segundo. Luego está subiendo y subiendo por la chimenea del cuarto de juegos.

Tripas de Por Chuck Palahniuk

https://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/radar/subnotas/2350-358-2005-07-03.html

Tomen aire.

Tomen tanto aire como puedan. Esta historia debería durar el tiempo que logren retener el aliento, y después un poco más. Así que escuchen tan rápido como les sea posible.

Cuando tenía trece años, un amigo mío escuchó hablar del “pegging”. Esto es cuando a un tipo le meten un pito por el culo. Si se estimula la próstata lo suficientemente fuerte, el rumor dice que se logran explosivos orgasmos sin manos. A esa edad, este amigo es un pequeño maníaco sexual. Siempre está buscando una manera mejor de estar al palo. Se va a comprar una zanahoria y un poco de jalea para llevar a cabo una pequeña investigación personal. Después se imagina cómo se va a ver la situación en la caja del supermercado, la zanahoria solitaria y la jalea moviéndose sobre la cinta de goma. Todos los empleados en fila, observando. Todos viendo la gran noche que ha planeado.

Entonces mi amigo compra leche y huevos y azúcar y una zanahoria, todos los ingredientes para una tarta de zanahorias. Y vaselina.

Como si se fuera a casa a meterse una tarta de zanahorias por el culo.

En casa, talla la zanahoria hasta convertirla en una contundente herramienta. La unta con grasa y se la mete en el culo. Entonces, nada. Ningún orgasmo. Nada pasa, salvo que duele.

Entonces la madre del chico grita que es hora de la cena. Le dice que baje inmediatamente.

El se saca la zanahoria y entierra esa cosa resbaladiza y mugrienta entre la ropa sucia debajo de su cama.

Después de la cena va a buscar la zanahoria, pero ya no está allí. Mientras cenaba, su madre juntó toda la ropa sucia para lavarla. De ninguna manera podía encontrar la zanahoria, cuidadosamente tallada con un cuchillo de su cocina, todavía brillante de lubricante y apestosa.

Mi amigo espera meses bajo una nube oscura, esperando que sus padres lo confronten. Y nunca lo hacen. Nunca. Incluso ahora, que ha crecido, esa zanahoria invisible cuelga sobre cada cena de Navidad, cada fiesta de cumpleaños. Cada búsqueda de huevos de Pascua con sus hijos, los nietos de sus padres, esa zanahoria fantasma se cierne sobre ellos. Ese algo demasiado espantoso para ser nombrado.

Los franceses tienen una frase: “ingenio de escalera”. En francés, esprit de l’escalier. Se refiere a ese momento en que uno encuentra la respuesta, pero es demasiado tarde. Digamos que usted está en una fiesta y alguien lo insulta. Bajo presión, con todos mirando, usted dice algo tonto. Pero cuando se va de la fiesta, cuando baja la escalera, entonces, la magia. A usted se le ocurre la frase perfecta que debería haber dicho. La perfecta réplica humillante. Ese es el espíritu de la escalera.

El problema es que los franceses no tienen una definición para las cosas estúpidas que uno realmente dice cuando está bajo presión. Esas cosas estúpidas y desesperadas que uno en verdad piensa o hace.

Algunas bajezas no tienen nombre. De algunas bajezas ni siquiera se puede hablar.

Mirando atrás, muchos psiquiatras expertos en jóvenes y psicopedagogos ahora dicen que el último pico en la ola de suicidios adolescentes era de chicos que trataban de asfixiarse mientras se masturbaban. Sus padres los encontraban, una toalla alrededor del cuello, atada al ropero de la habitación, el chico muerto. Esperma por todas partes. Por supuesto, los padres limpiaban todo. Le ponían pantalones al chico. Hacían que se viera… mejor. Intencional, al menos. Un típico triste suicidio adolescente.

Otro amigo mío, un chico de la escuela con su hermano mayor en la Marina, contaba que los tipos en Medio Oriente se masturban distinto a como lo hacemos nosotros. Su hermano estaba estacionado en un país de camellos donde los mercados públicos venden lo que podrían ser elegantes cortapapeles. Cada herramienta es una delgada vara de plata lustrada o latón, quizá tan larga como una mano, con una gran punta, a veces una gran bola de metal o el tipo de mango refinado que se puede encontrar en una espada. Este hermano en la Marina decía que los árabes se ponen al palo y después se insertan esta vara de metal dentro de todo el largo de su erección. Y se masturban con la vara adentro, y eso hace que masturbarse sea mucho mejor. Más intenso.

Es el tipo de hermano mayor que viaja por el mundo y manda a casa dichos franceses, dichos rusos, útiles sugerencias para masturbarse. Después de esto, un día el hermano menor falta a la escuela. Esa noche llama para pedirme que le lleve los deberes de las próximas semanas. Porque está en el hospital.

Tiene que compartir la habitación con viejos que se atienden por sus tripas. Dice que todos tienen que compartir la misma televisión. Su única privacidad es una cortina. Sus padres no lo visitan. Por teléfono, dice que sus padres ahora mismo podrían matar al hermano mayor que está en la Marina.

También dice que el día anterior estaba un poco drogado. En casa, en su habitación, estaba tirado en la cama, con una vela encendida y hojeando revistas porno, preparado para masturbarse. Todo esto después de escuchar la historia del hermano en la Marina. Esa referencia útil acerca de cómo se masturban los árabes. El chico mira alrededor para encontrar algo que podría ayudarlo. Un bolígrafo es demasiado grande. Un lápiz, demasiado grande y duro. Pero cuando la punta de la vela gotea, se logra una delgada y suave arista de cera. La frota y la moldea entre las palmas de sus manos. Larga y suave y delgada.

Drogado y caliente, se la introduce dentro, más y más profundo en la uretra. Con un gran resto de cera todavía asomándose, se pone a trabajar.

Aun ahora, dice que los árabes son muy astutos. Que reinventaron por completo la masturbación. Acostado en la cama, la cosa se pone tan buena que el chico no puede controlar el camino de la cera. Está a punto de lograrlo cuando la cera ya no se asoma fuera de su erección.

La delgada vara de cera se ha quedado dentro. Por completo. Tan adentro que no puede sentir su presencia en la uretra.

Desde abajo, su madre grita que es hora de la cena. Dice que tiene que bajar de inmediato. El chico de la cera y el chico de la zanahoria son personas diferentes, pero tienen vidas muy parecidas.

Después de la cena, al chico le empiezan a doler las tripas. Es cera, así que se imagina que se derretirá adentro y la meará. Ahora le duele la espalda. Los riñones. No puede pararse derecho.

El chico está hablando por teléfono desde su cama de hospital, y de fondo se pueden escuchar campanadas y gente gritando. Programas de juegos en televisión.

Las radiografías muestran la verdad, algo largo y delgado, doblado dentro de su vejiga. Esta larga y delgada V dentro suyo está almacenando todos los minerales de su orina. Se está poniendo más grande y dura, cubierta con cristales de calcio, golpea y desgarra las suaves paredes de su vejiga, obturando la salida de su orina. Sus riñones están trabados. Lo poco que gotea de su pene está rojo de sangre.

El chico y sus padres, toda la familia mirando las radiografías con el médico y las enfermeras parados allí, la gran V de cera brillando para que todos la vean: tiene que decir la verdad. La forma en que se masturban los árabes. Lo que le escribió su hermano en la Marina. En el teléfono, ahora, se pone a llorar.

Pagaron la operación de vejiga con el dinero ahorrado para la universidad. Un error estúpido, y ahora jamás será abogado. Meterse cosas adentro. Meterse dentro de cosas. Una vela en la pija o la cabeza en una horca, sabíamos que serían problemas grandes.

A lo que me metió en problemas a mí lo llamo “Bucear por perlas”. Esto significaba masturbarse bajo el agua, sentado en el fondo de la profunda piscina de mis padres. Respiraba hondo, con una patada me iba al fondo y me deshacía de mis shorts. Me quedaba sentado en el fondo dos, tres, cuatro minutos.

Sólo por masturbarme tenía una gran capacidad pulmonar. Si hubiera tenido una casa para mí solo, lo habría hecho durante tardes enteras.

Cuando finalmente terminaba de bombear, el esperma colgaba sobre mí en grandes gordos globos lechosos.

Después había más buceo, para recolectarla y limpiar cada resto con una toalla. Por eso se llamaba “bucear por perlas”. Aun con el cloro, me preocupaba mi hermana. O, por Dios, mi madre.

Ese solía ser mi mayor miedo en el mundo: que mi hermana adolescente virgen pensara que estaba engordando y diera a luz a un bebé de dos cabezas retardado. Las dos cabezas me mirarían a mí. A mí, el padre y el tío. Pero al final, lo que te preocupa nunca es lo que te atrapa.

La mejor parte de bucear por perlas era el tubo para el filtro de la pileta y la bomba de circulación. La mejor parte era desnudarse y sentarse allí.

Como dicen los franceses, ¿a quién no le gusta que le chupen el culo? De todos modos, en un minuto se pasa de ser un chico masturbándose a un chico que nunca será abogado.

En un minuto estoy acomodado en el fondo de la piscina, y el cielo ondula, celeste, através de un metro y medio de agua sobre mi cabeza. El mundo está silencioso salvo por el latido del corazón en mis oídos. Los shorts amarillos están alrededor de mi cuello por seguridad, por si aparece un amigo, un vecino o cualquiera preguntando por qué falté al entrenamiento de fútbol. Siento la continua chupada del tubo de la pileta, y estoy meneando mi culo blanco y flaco sobre esa sensación. Tengo aire suficiente y la pija en la mano. Mis padres se fueron a trabajar y mi hermana tiene clase de ballet. Se supone que no habrá nadie en casa durante horas.

Mi mano me lleva casi al punto de acabar, y paro. Nado hacia la superficie para tomar aire. Vuelvo a bajar y me siento en el fondo. Hago esto una y otra vez.

Debe ser por esto que las chicas quieren sentarse sobre tu cara. La succión es como una descarga que nunca se detiene. Con la pija dura, mientras me chupan el culo, no necesito aire. El corazón late en los oídos, me quedo abajo hasta que brillantes estrellas de luz se deslizan alrededor de mis ojos. Mis piernas estiradas, la parte de atrás de las rodillas rozando fuerte el fondo de concreto. Los dedos de los pies se vuelven azules, los dedos de los pies y las manos arrugados por estar tanto tiempo en el agua.

Y después dejo que suceda. Los grandes globos blancos se sueltan. Las perlas. Entonces necesito aire. Pero cuando intento dar una patada para elevarme, no puedo. No puedo sacar los pies. Mi culo está atrapado.

Los paramédicos de emergencias dirán que cada año cerca de 150 personas se quedan atascadas de este modo, chupadas por la bomba de circulación. Queda atrapado el pelo largo, o el culo, y se ahoga. Cada año, cantidad de gente se ahoga. La mayoría en Florida.

Sólo que la gente no habla del tema. Ni siquiera los franceses hablan acerca de todo. Con una rodilla arriba y un pie debajo de mi cuerpo, logro medio incorporarme cuando siento el tirón en mi culo. Con el pie pateo el fondo. Me estoy liberando pero al no tocar el concreto tampoco llego al aire. Todavía pateando bajo el agua, revoleando los brazos, estoy a medio camino de la superficie pero no llego más arriba. Los latidos en mi cabeza son fuertes y rápidos.

Con chispas de luz brillante cruzando ante mis ojos me doy vuelta para mirar… pero no tiene sentido. Esta soga gruesa, una especie de serpiente azul blancuzca trenzada con venas, ha salido del desagüe y está agarrada a mi culo. Algunas de las venas gotean rojo, sangre roja que parece negra bajo el agua y se desprende de pequeños rasguños en la pálida piel de la serpiente. La sangre se disemina, desaparece en el agua, y bajo la piel delgada azul blancuzca de la serpiente se pueden ver restos de una comida a medio digerir.

Esa es la única forma en que tiene sentido. Algún horrible monstruo marino, una serpiente del mar, algo que nunca vio la luz del día, se ha estado escondido en el oscuro fondo del desagüe de la pileta, y quiere comerme.

Así que la pateo, pateo su piel resbalosa y gomosa y llena de venas, pero cada vez sale más del desagüe. Ahora quizá sea tan larga como mi pierna, pero aún me retiene el culo. Con otra patada estoy a unos dos centímetros de lograr tomar aire. Todavía sintiendo que la serpiente tira de mi culo, estoy a un centímetro de escapar.

Dentro de la serpiente se pueden ver granos de maíz y maníes. Se puede ver una brillante bola anaranjada. Es la vitamina para caballos que mi padre me hace tomar para que gane peso. Para que consiga una beca gracias al fútbol. Con hierro extra y ácidos grasos omega tres. Ver esa pastilla me salva la vida.

No es una serpiente. Es mi largo intestino, mi colon, arrancado de mi cuerpo. Lo que los doctores llaman prolapso. Mis tripas chupadas por el desagüe.

Los paramédicos dirán que una bomba de agua de piscina larga 360 litros de agua por minuto. Eso son unos 200 kilos de presión. El gran problema es que por dentro estamos interconectados. Nuestro culo es sólo la parte final de nuestra boca. Si me suelto, la bomba sigue trabajando, desenredando mis entrañas hasta llegar a mi boca. Imaginen cagar 200 kilos de mierda y podrán apreciar cómo eso puede destrozarte.

Lo que puedo decir es que las entrañas no sienten mucho dolor. No de la misma manera que duele la piel. Los doctores llaman materia fecal a lo que uno digiere. Más arriba es chyme, bolsones de una mugre delgada y corrediza decorada con maíz, maníes y arvejas.

Eso es la sopa de sangre y maíz, mierda y esperma y maníes que flota a mi alrededor. Aún con mis tripas saliendo del culo, conmigo sosteniendo lo que queda, aún entonces mi prioridad era volver a ponerme el short. Dios no permita que mis padres me vean la pija.

Una de mis manos está apretada en un puño alrededor de mi culo, la otra arranca el short amarillo del cuello. Pero ponérmelos es imposible.

Si quieren saber cómo se sienten los intestinos, compren uno de esos condones de piel de cabra. Saquen y desenrrollen uno. Llénenlo con mantequilla de maní, cúbranlo con lubricante y sosténganlo bajo el agua. Después traten de rasgarlo. Traten de abrirlo en dos. Es demasiado duro y gomoso. Es tan resbaladizo que no se puede sostener. Un condón de piel de cabra, eso es un intestino común.

Ven contra lo que estoy luchando.

Si me dejo ir por un segundo, me destripo.

Si nado hacia la superficie para buscar una bocanada de aire, me destripo.

Si no nado, me ahogo.

Es una decisión entre morir ya mismo o dentro de un minuto. Lo que mis padres encontrarán cuando vuelvan del trabajo es un gran feto desnudo, acurrucado sobre sí mismo. Flotando en el agua sucia de la piscina del patio. Sostenido por atrás por una gruesa cuerda de venas y tripas retorcidas. El opuesto de un adolescente que se ahorca cuando se masturba. Este es el bebé que trajeron del hospital trece años atrás. Este es el chico para el que deseaban una beca deportiva y un título universitario. El que los cuidaría cuando fueran viejos. Aquí está el que encarnaba todas sus esperanzas y sueños. Flotando, desnudo y muerto. Todo alrededor, grandes lechosas perlas de esperma desperdiciada.

Eso, o mis padres me encontrarán envuelto en una toalla ensangrentada, desmayado a medio camino entre la piscina y el teléfono de la cocina, mis desgarradas entrañas todavía colgando de la pierna de mis shorts amarillos. Algo de lo que ni los franceses hablarían.

Ese hermano mayor en la Marina nos enseñó otra buena frase. Rusa. Cuando nosotros decimos: “Necesito eso como necesito un agujero en la cabeza”, los rusos dicen: “Necesito eso como necesito un diente en el culo”. Mne eto nado kak zuby v zadnitse. Esas historias sobre cómo los animales capturados por una trampa se mastican su propia pierna; cualquier coyote puede decir que un par de mordiscos son mucho mejores que morir.

Mierda… aunque seas ruso, algún día podrías querer esos dientes. De otra manera, lo que tenés que hacer es retorcerte, dar vueltas. Enganchar un codo detrás de la rodilla y tirar de esa pierna hasta la cara. Morder tu propio culo. Uno se queda sin aire y mordería cualquier cosa con tal de volver a respirar.

No es algo que te gustaría contarle a una chica en la primera cita. No si querés besarla antes de ir a dormir. Si les cuento qué gusto tenía, nunca nunca volverían a comer calamares.

Es difícil decir qué les disgustó más a mis padres: cómo me metí en el problema o cómo me salvé. Después del hospital, mi madre dijo: “No sabías lo que hacías, amor. Estabas en shock”. Y aprendió a cocinar huevos pasados por agua.

Toda esa gente asqueada o que me tiene lástima… la necesito como necesito dientes en el culo.

Hoy en día, la gente me dice que soy demasiado delgado. En las cenas, la gente se queda silenciosa o se enoja cuando no como la carne asada que prepararon. La carne asada me mata. El jamón cocido. Todo lo que se queda en mis entrañas durante más de un par de horas sale siendo todavía comida. Chauchas o atún en lata, me levanto y me los encuentro allí en el inodoro.

Después de sufrir una disección radical de los intestinos, la carne no se digiere muy bien. La mayoría de la gente tiene un metro y medio de intestino grueso. Yo tengo la suerte de conservar mis quince centímetros. Así que nunca obtuve una beca deportiva, ni un título. Mis dos amigos, el chico de la cera y el de la zanahoria, crecieron, se pusieron grandotes, pero yo nunca llegué a pesar un kilo más de lo que pesaba cuando tenía trece años. Otro gran problema es que mis padres pagaron un montón de dinero por esa piscina. Al final mi padre le dijo al tipo de la piscina que fue el perro. El perro de la familia se cayó al agua y se ahogó. El cuerpo muerto quedó atrapado en el desagüe. Aun cuando el tipo que vino a arreglar la piscina abrío el filtro y sacó un tubo gomoso, un aguachento resto de intestino con una gran píldora naranja de vitaminas aún dentro, mi padre sólo dijo: “Ese maldito perro estaba loco”. Desde la ventana de mi pieza en el primer piso podía escuchar a mi papá decir: “No se podía confiar un segundo en ese perro…”.

Después mi hermana tuvo un atraso en su período menstrual.

Aun cuando cambiaron el agua de la pileta, aun después de que vendieron la casa y nos mudamos a otro estado, aun después del aborto de mi hermana, ni siquiera entonces mis padres volvieron a mencionarlo.

Esa es nuestra zanahoria invisible.

Ustedes, tomen aire ahora.

Yo todavía no lo hice.

Los cuentos de Lucía Berlin

https://julianvalle.blogspot.com/2018/10/los-cuentos-de-lucia-berlin.html

Dice el escritor y premio Nobel (2001) Vidiadhar Surajprasad Naipul fallecido el mes pasado: «Leo un fragmento de texto y con solo uno o dos párrafos sé si lo ha escrito una mujer o no. Creo que [eso] no está a mi nivel» (London Evening Standard en 2011). Lo dice porque cree que la literatura firmada por mujeres peca de «sentimentalismo y estrechez de miras».

En otras cuestiones podría tener puntos en común con este señor pero aquí estoy en total desacuerdo. Quizá no dispongo de ese fino olfato para localizar hembras en literatura. Me parece simplemente un pecado de soberbia: eliminar a todas esas candidatas que están entre más de la mitad de la población mundial, y que le podrían hacer sombra.

Sea por lo que sea, el caso es que yo no he leído aún a Naipul, quizá algún día…no sé…no sé.

Karen Blixen, sus libros, sus pinturas

Lo que si he leído es a Isak Dinesen que como todo el mundo sabe, y también Naipul, no es un tío. Se llamaba Karen Blixen (Rungsted, Dinamarca, 1885-1962) y adoptó este pseudónimo -con el que fue una celebridad- para poder publicar sus Sietecuentos góticos en EEUU. Fue una escritora que se podría decir que no hacía literatura: para ella la escritura era algo tan natural como comer: era su visión del mundo, su forma de relacionarse con el. Me encanta el cuento, por eso Blixen está entre mis escritores favoritos: la mejor literatura en este género. Pero además de Blixen he encontrado otra santa para mi devoción… gracias a un regalo y al fino olfato literario (que no hace distinción de sexos pero sí es sensible a la excelencia) de Ana L.: los cuentos de Lucia Berlin (Juneau, Alaska,1936 – Marina del Rey, L. Á., 2004) reunidos en Manual para mujeres de la limpieza

Estamos ante una escritora que el marketing etiqueta como maldita: sí… ¡maldita suerte! le llega el éxito en 2015 (en España será en 2016) cuando ya llevaba una década muerta. Esto del malditismo podría ponernos en alerta, pero no, es una escritora fantástica, llena de matices y con el tono y ritmo justo: música. Da la sensación que todo tiene cabida en sus historias, los amores y desamores, su áspera y particular familia, los hijos que saca adelante ella sola, episodios de penuria económica, alcoholismo, sus innumerables mudanzas y variados trabajos alimenticios. Y entre ellos el de mujer de la limpiezaque da título a una de sus historias y al libro que tenemos entre manos.

Lucía Berlin

Con Lucía Berlin da la sensación de vivir sus historias, todas tan diferentes, con total naturalidad y siempre con chispa, con ese punto de humor, tan sutil, certero y humano…incluso en los episodios más tristes: sea una enfermedad terminal o una alcohólica apurando todas las posibilidades de buscar una botella contra viento y marea. Dice Lucia B:

No me importa contarle a la gente cosas terribles si puedo hacerlas divertidas.

Mi cuento favorito es un viaje en coche (Coche eléctrico. El Paso) con dos abuelitas, piloto y copiloto, contado por una niña, todo el trufado con citas bíblicas. Ese que empieza describiendo el coche, atentos a todos esos pequeños detalles, como ese hilo en el texto que es todo uñas, ja ja ja: 

Parecía un coche cualquiera, salvo porque era muy alto y corto, como un coche estampado contra una pared en una tira cómica. Un coche con los pelos de punta. Mamie subio delante, y yo me monté detrás.
Entrar allí era como rascar una pizarra con las uñas. Las ventanillas estaban cubiertas por una capa de polvo ocre. Las paredes y los asientos eran de terciopelo enmohecido y polvoriento. Marrón topo. En aquella época me mordía mucho las uñas.

Cuenta la mujer de la limpieza:

En cuanto me pongo a trabajar, antes de nada compruebo dónde están los relojes, los anillos, los bolsos de fiesta de lamé dorado. Luego, cuando vienen con las prisas, jadeando sofocadas, contesto tranquilamente: «Debajo de su almohada, detrás del inodoro verde sauce». Creo que lo único que robo, de hecho, son somníferos. Los guardo para un día de lluvia.

Dice que los guarda para un día de lluvia. Así termina el párrafo: ras, ras, tras, plum, crash…y la lluvia. Es como el mecanismo de un reloj, como un plato exótico con una inesperada combinación…es perfecto (señor Naipul) Y es que todo es así, no hay relleno, se dice lo justo y de tal manera que no se pueda contar mejor. Se respira aire fresco, amor, libertad, belleza y mucha vida. Después de leer a Lucia Berlin ya no puedo leer a grandes literatos. Es que se me hace un bolo en la boca, se me llenan los carrillos y nada, que no trago. Algún día leeré a Naipul, tal vez…puede…no sé, no sé. Quizá con una buena jarra de cerveza en la otra mano…y a sorbitos.

Jhonatan y las brujas de Stphen King

(Stephen King escribió el siguiente relato cuando tenía nueve años. Recien fue publicado en
1993, en el libro “First words: Earliest writting from favourite contemporary authors”)


Había una vez un muchacho llamado Johnathan. Era inteligente, atr activo y muy
valiente. Pero Johnathan era el hijo del zapatero.

Un día, su padre le dijo, “Johnathan, debes irte a buscar tu destino. Ya eres lo
suficientemente mayor.”
Siendo un muchacho inteligente, Johnatan sabía que lo mejor sería pedirle un
trabajo al rey. Así que partió.

En el camino, conoció a un conejo que era un hada disfrazada. La asustada criatura
estaba siendo perseguida por cazadores y saltó a los brazos de Johnathan. Cuando los
cazadores llegaron hasta Johnathan, él señaló en una dirección y gritó excitadamente, “¡Por
allá! ¡Por allá!”
Cuando los cazadores se fueron, el conejo se convirtió en hada y dijo, “me has
ayudado. Te concederé tres deseos. ¿Cuáles son tus deseos?”
Pero a Johnathan no se le ocurría nada, así que el hada acordó a concedérselos
cuando los necesitara.
Así, Johnathan siguió caminando hasta que llegó al reino sin incidentes.
Entonces fue hasta el rey y solicitó trabajo.
Pero, para su suerte, el rey estaba de muy mal humor aquel día. Así que decidió
ventilar su ánimo en Johnathan.

“Sí, hay algo que puedes hacer. En la Montaña contigua hay tres brujas. Si puedes
matarlas, te daré 5,000 coronas. Si no puedes hacerlo, te haré decapitar! Tienes 20 días.” Y
con estas palabras, despachó a Johnathan.
“¿Ahora qué voy a hacer?” Pensó Johnathan. Bien, debo intentarlo.
Entonces, se acordó de los tres deseos que le habían concedido y se dirigió a la
montaña.

Ahora Johnathan estaba en la montaña y estaba a punto de desear tener un cuchillo
para matar a la bruja, cuando escuchó una voz en su oído, “La primer bruja no puede ser
apuñalada.”
La segunda bruja no puede ser apuñalada o asfixiada.
La tercera no puede ser apuñalada, ni asfixiada y es invisible.
Con este conocimiento, Johnathan miró en derredor sin ver a nadie. Entonces
recordó al hada, y sonrió.

Se fue en la búsqueda de la primer bruja.
Finalmente, la encontró. Estaba en una cueva cerca de la falda de la montaña, y era
una vieja de aspecto maléfico.
Él recordó las palabras del hada, y antes que la bruja pudiese hacer otra cosa que
echarle una fea mirada, él deseó que pudiera ser asfixiada. Y ¡Helo ahí! Estuvo hecho.
Después subió en busca de la segunda bruja. Había una segunda cueva en lo alto.
Ahí encontró a la segunda bruja. Estaba a punto de desear que pud iera ser asfixiada, cuando
recordó que no podía ser asfixiada. Y antes que la bruja pudiese hacer otra cosa que echarle
una fea mirada, deseó que fuera aplastada. Y ¡Helo ahí! Estuvo hecho.

Ahora solo tenía que matar a la tercer bruja y podría obtener las 5,000 coronas. Pero
mientras subía la montaña, se preguntaba en la forma de hacerlo.
Entonces se le ocurrió un plan maravilloso.
Después, vio la última cueva. Esperó fuera de la entrada hasta escuchar los pasos de
la bruja. Entonces recogió un par de rocas grandes y deseó.
Deseó que la bruja fuera una mujer normal. Y ¡Helo ahí! Se volvió visible y
entonces Johnathan la golpeó con las piedras que llevaba.
Johnathan cobró sus 5,000 coronas y él y su padre vivieron felices para siempre.

La mujer del médico de Cynthia Ozick

Sendero

Cynthia Ozick
(Ciudad de Nueva York, 1928-)

La mujer del médico (1971)
(“The Doctor’s Wife”)
Originalmente publicado en la revista Midstream, 17 (febrero de 1971), págs. 63-71;
The Pagan Rabbi and Other Stories
(Nueva York: Knopf, 1971, 270 págs.)

      Las tres hermanas del médico se habían reunido a hacer las ensaladas en casa de la hermana que tenía la cocina más grande. Hacían los preparativos para celebrar que el médico cumplía cincuenta años. Como no deja de ser lógico, la hermana que tenía la cocina más grande tenía también la casa más grande; sin embargo, no era la hermana más rica. Lamentablemente no eran ricas, ninguna de las tres, aunque Sophie —la hermana que tenía la casa más grande— podría haberlo sido. Su marido era un dentista con papada, prácticamente calvo, con una dentadura intacta que se elevaba siempre hacia la luz en una risa perpetua, melancólica y deslumbrante. Tenía esos ojos saltones de párpados gruesos que dan a cualquiera un aire de prosperidad, pero le gustaba apostar en las carreras de caballos y, peor aún, le gustaba bailar. En invierno cerraba la consulta dos semanas seguidas para participar en concursos de baile, maratones de baile, exhibiciones de baile. En verano se iba solo a complejos turísticos con orquestras de renombre. Era un hombre achaparrado, con una franja de pelo todavía rubio en el cogote y una lengua lasciva, pero estaba tan al día de los pasos de moda como cualquier adolescente. Aparte del médico, el dentista era el más pobre de todos: dos de sus hijos iban a universidades caras, y a veces no le quedaba más remedio que pedirle a su ayudante que esperara una o dos semanas para cobrar, hasta que reuniera dinero y pudiera ponerse al día con lo que le debía.
       Los otros cuñados eran un maestro y un fotógrafo. El maestro, un hombre adusto y sombrío que detestaba su trabajo, estaba casado con Frieda. Vivían apretujados con cinco niños peleones en la planta baja de una casa de dos familias. Olga era la hermana más joven y solo tenía una hijita, que era enfermiza o torpe, y nunca pestañeaba con los destellos del flash de su padre. El fotógrafo era un tipo corpulento, peludo y musculoso que en realidad tenía el temperamento de un niño, aunque sus modales broncos de entrenador de fútbol lo desdijeran. Se pasaba el día soñando despierto. A pesar de que se dedicaba básicamente a los retratos de recién nacidos, esperaba alcanzar la fama y arengaba al médico con sus teorías acerca de la sátira fotográfica.
       El médico era pobre de verdad, pero sus hermanas lo tenían por un santo.
       Frieda amaba a su marido. Sophie y Olga no amaban a los suyos.
       Sophie y Olga se parecían muchísimo. Todo el mundo juraba que Sophie, con sus ojos grises como el azogue, era la belleza de la familia, mientras que a Olga no se le ensortijaba el pelo y tenía un pecho monstruoso. Pero por lo demás eran prácticamente almas gemelas. Las dos estaban hartas de los críos, las dos tenían dotes artísticas, las dos estaban insatisfechas, las dos aborrecían las tareas domésticas. Las dos habían decidido hacía mucho que eran superiores a Frieda, a la que consideraban aburrida y carente de talento. Frieda había trabajado de enfermera antes de casarse, y después de tantos años su cara aún parecía siempre empañada de vapor, como si acabara de esterilizar las cuñas. El lema de Frieda era “Al mal tiempo, buena cara”, algo que a sus hermanas se les antojaba zafio y servil. Sophie y Olga se consideraban rebeldes, pero mientras que Sophie se refugiaba en su piano y su estuche de acuarelas, Olga leía filosofía religiosa. La atraían los cultos arcanos de toda especie, y aunque Sophie se reía de ella, era casi tan tolerante como Frieda: Olga era la pequeña, la consentida.
       El médico era el mayor. No estaba casado, y no hacía distinción entre las hermanas o sus maridos. Aceptaba que el dentista fuera un canalla que jugaba y bailaba y le era infiel a Sophie cada verano, que al fotógrafo le dieran terribles ataques de vanidad y humillación y se enfureciera por las manías supersticiosas de Olga, y que el maestro fuera tan tacaño que Frieda se veía obligada a comprar los cortes de carne más baratos y a gastar las suelas de los zapatos hasta que se agujereaban. A veces confundía a los maridos, les cambiaba el nombre, mezclaba sus ocupaciones y sus vicios.
       Podía parecer que el médico no prestaba mucha atención a sus hermanas. Esto se debía a que eran mujeres, y las mujeres no tienen categorías. No pensaba en sus hermanas como individuos, aunque podía precisar por qué. Ellas eran libres. Y eran libres, precisamente, porque carecían de libertad; no tenían opción. No estaban obligadas a ser nada en particular, bastaba con que fueran mujeres. Sus cuerpos eran su programa vital: se casaban, se quedaban embarazadas, cuidaban de la prole, se preocupaban por las tareas escolares de sus hijos. Al médico no dejaba de maravillarlo que las tres personitas que trajinaban en aquel momento en aquella habitación hubieran dado al mundo, entre todas, a otras nueve criaturas. Un día asistirían a las bodas de sus hijos y ya no les quedaría otra cosa que hacer que envejecer cómodamente. ¡Qué vida! Se sentó en la silla que captaba la mejor luz del tubo fluorescente colgado encima del fregadero y observó a Frieda, que cortaba apio en un cuenco de madera que medio siglo antes había pertenecido a su abuela. Todo lo que hacían parecía un juego. Ahí estaba Sophie, chupando la mayonesa de un cucharón, y allá Olga, mirando por encima de sus pechos y contando los platos.
       —Atún, atún, salmón, atún, salmón. Qué monótono. Tanto pescado da mala espina —dijo Olga.
       —Después va la ensaladilla de huevo —prometió Frieda, picando el apio con tanta fuerza que los pliegues de grasa de sus brazos temblaban. Tenía una figurita cuidada, rolliza pero dinámica, y llevaba siempre los faldones de la blusa meticulosamente remetidos en la cintura. Era de tez rubicunda y piel grasa.
       —¿Qué tiene de malo el pescado? El caviar es pescado. Los reyes y las reinas y la gente del cine comen caviar, ¿o no? En cualquier caso, el pescado es alimento para el cerebro.
       —Entonces a Pug no le hace ninguna falta. Pug es el hombre más listo del mundo —dijo Sophie.
       El médico dobló el periódico y miró el reloj de la pared.
       —Pug, ¿a que eres el hombre más listo del mundo?
       —No, no lo es —dijo Olga—. Es el tercero más listo.
       —¿Ah, sí? ¿Y quiénes son el primero y el segundo? —quiso saber Sophie.
       —Un hombre llamado Sidney Morgenbesser es el segundo, y otro llamado Shemayim es el primero.
       —Dios del cielo, ¿Sidney qué?
       —Son filósofos —dijo Olga—. Uno está en Cambridge, Massachusetts, y otro está en la Universidad de Columbia, Nueva York. He leído sobre ellos. Son antiespirituales.
       —¿Es eso cierto, Pug? —preguntó Sophie.
       El médico sonrió. Tenía una ligera tendencia al engreimiento, pero la mantenía oculta, incluso de sí mismo. Jamás había oído hablar de Sidney Morgenbesser o de Shemayim.
       —Bueno, en ese caso tal vez me corresponda el cuarto puesto —dijo—. Olga va delante de mí. Olga conoce a todos los filósofos.
       —No personalmente —dijo Olga.
       —Carnalmente —terció Sophie—. Pug, ¿adónde vas?
       —Esta noche tengo visitas a domicilio.
       —¿Un jueves? Pensé que las visitas a domicilio las hacías los miércoles —dijo Olga.
       —Seguro que es una visita distinta, nena, pregúntale a qué clase de casa va. Probablemente una de esas que los solteros visitáis de vez en cuando, ¿verdad, Pug?
       —Deja al chico en paz —dijo Frieda—. ¿Dónde está el cucharón de la mayonesa? Si lo tenía hace un momento…
       —No te atrevas a hacer visitas a domicilio mañana por la noche —le advirtió Sophie—. Como faltes a tu cumpleaños, nos encargaremos de que sea el último.
       —Soph, lo has chupado, lávalo primero.
       —No creo en los gérmenes —dijo Sophie—. Creo en lo que veo.
       —¿No crees en las ondas de radio? —dijo Olga—. No puedes verlas, y bien que están ahí.
       —No vayas a empezar ahora con tus historias de fantasmas. Gracias a Dios que de todos modos está rota… La radio, quiero decir. Llevo dos noches enteras sin la WPAP y los Swinging Doodlers de Art Kane en directo desde Miami Beach. Hablando de radios.
       —Déjate, Soph, que a ti también te gusta bailar —dijo Frieda, lavando la cuchara con detergente.
       Olga se echó a reír de repente.
       —¿Adónde ha ido san Vito esta noche?
       —Al cine.
       —Eso es porque estoy aquí —dijo Olga—. Le da miedo encontrarse con Dan si pasa a buscarme. Y pasará.
       —Deberías ponerle una máscara a Dan —sugirió Sophie— y presentárselo de nuevo, como si fuera otra persona. Entonces a lo mejor vuelven a hablarse.
       —No funcionaría —dijo Olga—. Si no han hablado en dos años… ¿Dos años ya? No hablarán nunca. Vaya, por lo menos Dan no le hablará.
       —Con una máscara —dijo Sophie—, podrías presentar a Dan como Sidney Morgenfresser.
       —Besser, con be.
       —Bueno, con be —dijo el médico poniéndose la chaqueta—. Tengo que irme. ¿A qué hora queréis que venga mañana por la noche?
       —Ay, espera, ¿no quieres ver el pastel? —gritó Olga.
       —Ya lo veré mañana, ¿no?
       —Pero mira. Mira lo que pone. Frieda lo hizo con una especie de tubo que hay que estrujar. Va a tener cinco velas…
       —Una por cada década —intervino Sophie.
       —Pug sabe sumar, estúpida. ¡Mira lo que pone!
       Leyó, entre rosas de azúcar rosadas, “A NUESTRO QUERIDO DOCTOR PUG, POR SU PUGNACIDAD”.
       —¿A que es ingenioso? Se le ocurrió a Sophie, pero a Frieda no le gustaba.
       —Si hay una sola palabra que no describe… —se defendió Frieda.
       —Ay, Dios, Frieda, qué más da, es una tomadura de pelo, es una broma. Dios mío, por como combates las bromas se diría que la pugnaz eres tú.
       —Me encanta —dijo el médico, aunque el “doctor” lo incomodaba. Ni al cabo de tantos años lo dejaban tranquilo con eso. Subrayaban el rango, se les llenaba la boca con el título. Si alguien preguntaba por él, nunca decían sencillamente “mi hermano”, siempre “doctor Pug”. En realidad se llamaba Pincus, pero se avergonzaban de ese nombre. Su padre también lo llamaba “doctor Pug”; a su hijo lo trataba a gritos, aunque alardeara de él con el tintorero. Lo tenían en la misma consideración que los campesinos tienen a la única persona letrada del pueblo. ¡La ignorancia, la triste ignorancia!
       Volvió a su consulta y encontró la sala de espera llena, aunque no había concertado citas previas. Todavía eructaba la cena grasienta que le había servido Sophie. No tuvo más remedio que comérsela, porque para las hermanas era un privilegio que estuviera con ellas aquella noche mientras hacían juntas los preparativos. En casa de Frieda, a pesar de las molestias y de las apreturas en la mesa, comía bien. Los platos de Sophie, en cambio, se quedaban en aspiraciones: intentaba imitar las pintorescas escenas familiares alrededor de mesas espléndidas que aparecen en los anuncios de seguros de vida, y solo lograba aproximarse en el orden de los cubiertos. Era como mascar pintura. Aquella noche le había preparado una ternera que era puro músculo. Les había mentido con lo de las visitas a domicilio, porque si no lo habrían entretenido aún más: las visitas a domicilio empezaban temprano.
       Como de costumbre, sus pacientes tenían la sala de espera dividida. Todos los negros se habían sentado a un lado, cerca de la puerta, mientras que los italianos ocupaban el otro, monopolizando el revistero. Las revistas estaban muy manoseadas, lo cual no dejaba de ser extraño, porque nunca veía a nadie leyéndolas. A su consulta acudían únicamente los más pobres. El vecindario decaía desde los tiempos en que Adán abandonó el Edén. Durante mucho tiempo habían vivido allí sobre todo viejos inmigrantes, pero ahora era un barrio variopinto y lleno de rencillas; los italianos acechaban detrás de las tomateras, parapetados en sus parcelas, mientras veían llegar a los negros con furgonetas cargadas de bártulos y andrajos. Algunos italianos le habían amenazado con no volver a su consulta si aceptaba a pacientes negros, pero la mayoría siguieron con él, porque si le decían que no tenían dinero para pagar les cobraba solo cincuenta centavos por la visita y les prometía saldar cuentas la próxima vez, aunque luego siempre se olvidaba.
       Entre aquella gente había muy pocas dolencias físicas, por raro que pareciera. Un viejo siciliano tenía cataratas. Una adolescente de piel luminosa como la seda tintada, que entró agarrándose a su tía, tenía un quiste minúsculo en los márgenes del tejido mamario. Pero las quejas más comunes eran dolor de cabeza, dolor de espalda, insomnio, fatiga, misteriosas molestias itinerantes. El viejo y recurrente lamento del vivir. El sonido de la naturaleza girando sobre su gozne. Todo el mundo tenía una historia que contarle. ¡Qué resentimientos, qué odios, qué amarguras, qué poca buena voluntad! Los matrimonios se despreciaban, los nietos eran rencorosos, el dinero se iba en licor, los hijos se casaban con extranjeras altivas, la nuera era una desgraciada sin corazón, los padres abandonaban el hogar en plena noche. Locura, desechos, miseria: la humanidad bullendo en su viejo caldero.
       El doctor estaba rellenando una receta de fenobarbital para una mujer que creía tener un agujero en el pulmón (aunque la verdad era que su hijo llevaba doce años casado y aún no tenía bambini) cuando oyó un golpe en la ventana. Pensó que era una rama del olmo y le dijo a la mujer que tomara el medicamento tres veces al día y la sensación desaparecería.
       —¿Y no deberían coser el agujero? —preguntó ella. Tenía cara de sabueso: unos cilindros de cristal colgantes le estiraban las orejas hasta longitudes anormales.
       —Sus pulmones están perfectamente sanos, señora Filletti —dijo él, y oyó otro crujido en la ventana.
       El dentista estaba llorando debajo del olmo, con un puñado de piedras en la mano.
       —¡Irwin! —lo llamó el médico desde arriba.
       —Pug, me siento solo. Pug, me siento solo a más no poder.
       —Irwin, no te oigo. Anda, sube.
       —¿Tienes gente?
       —Quedan unos cuantos.
       —No puedo subir, podrían reconocerme. Soy un profesional en esta ciudad, igual que tú —dijo el dentista entre sollozos.
       —¿Necesitas dinero? —dijo desde la ventana.
       —Por favor, no me avergüences. ¿Qué me importa a mí el dinero, eh? Felicidad es lo que quiero, felicidad.
       —De acuerdo, vete a casa y nos vemos allí dentro de un rato.
       —No intentes que vaya donde está Dan, Pug. Eso se acabó. Cruz y raya. No puedes mezclar el aceite y el agua, Pug.
       —Me refería a mi casa, no a la tuya.
       —Tu viejo mete la nariz en todo.
       —Irwin, tengo pacientes.
       —Y yo, ¡y yo! Se comportan como si tú fueras el único profesional de la familia. Mira, date prisa, tengo el coche, daremos una vuelta por ahí.
       El doctor se tomó su tiempo, vendó a un muchacho al que habían mordido en una pelea en el descampado, escuchó media docena más de tragedias, escribió t.i.d. en el bloc de recetas apretando tanto que el índice empezó a dolerle, apagó las luces, cerró con llave y bajó hasta el enorme coche de techo abombado del dentista, que había comprado con un veinte por ciento de descuento y que no podía permitirse.
       Recorrieron calles que olían a lilas. Era una noche de mayo. El coche estaba sembrado de envoltorios de golosinas y, por alguna razón, los crujidos de los papeles sumado al olor de las lilas, que cada primavera se le antojaban un prodigio inaudito para los sentidos, tranquilizaron al médico como un bálsamo; por un momento pensó que quizá en realidad todo fuera pasajero, que la vida que llevaba solo era un acomodo temporal, era joven, se estaba preparando para el futuro, engendraría progenie, descubriría un instrumento útil para la medicina, socorrería a los oprimidos, seguiría a alguna figura estilo Gandhi con un taparrabos blanco como la nieve, se salvaría; aquella fragancia cándida le alentaba a creer que los logros más trascendentes y las consumaciones más hondas quedaban por delante. Su cuñado, limpiándose la mugre y el sudor de las arrugas de la barbilla, quemada y sin afeitar, se desvió hacia un barrio que en otros tiempos había sido rico y espléndido, con casas enormes en lo alto de las lomas, jardines grandiosos y tupidos de árboles como un bosque. Ahora todas las casas se habían convertido en apartamentos de los que salía el murmullo de los televisores. Los jardines estaban surcados por los neumáticos de coches y camionetas, y los coches y las camionetas de los niños ocupaban los espacios libres. Voces de camorristas nocturnos saltaban de casa en casa como terribles ángeles peregrinos.
       —La vida es transitoria —dijo el médico—. Todo cambia, ¿a ti qué más te da?
       —Pero lo hicieron por malicia —dijo su cuñado—. Lo hicieron por despecho. Al entrar en casa me encontré con él. Saben que es mi enemigo, y me lo encontré en mi casa.
       —Irwin, tú no tienes enemigos. Tu único enemigo ere tú mismo, igual que nos pasa a todos.
       —¿Ah, sí? ¿Soy yo mi único enemigo? Pues yo no le pedí que viniera a mi casa. Ellas lo hicieron. Yo me había ido al cine.
       —Tendrías que haber ido a la sesión doble —dijo el médico con una sonrisa—. Viste una sola película y no duró lo que debía durar, ¿entiendes? De lo contrario Dan ya no hubiera estado ahí. Solo pasó a recoger a Olga.
       —Olga es una idiota. Ella también es una idiota despiadada. No dejes que te atrape con esa condenada risa maliciosa suya, es veneno. Y Sophie es peor. Ha sido Sophie quien lo ha dejado entrar en casa. No soporto ver a ese tipo, hago todo lo que puedo por esquivarlo, ¿es que no basta con tener que mirarlo a la cara mañana por la noche? Soy un hombre de paz. Paz, paz, paz…
       —Y Dan también —dijo el médico. Se concentró, meditó, especuló; no lograba recordar el motivo de aquel distanciamiento. ¿Fue por dinero? ¿Celos? ¿Claudicación? ¿Decepción? ¿Una promesa incumplida?
       —Dirás más bien que es un cazador, un cazador primitivo. Cree que todavía está en la jungla. Y yo ya estoy asqueado y harto de ser su presa. Mira, Pug, pido algo muy simple, lo único que quiero es ser feliz, ¿es mucho pedir para un ser humano?
       —Tienes a los chicos, tienes a Sophie.
       —Los chicos se creen más inteligentes que yo. Incluso los pequeños. De acuerdo, lo admito, son más inteligentes, es cierto, no lo niego. Cuando los otros dos vinieron a casa por Navidad dije algo y se echaron a reír en mi cara y empezaron a hablar de bioquímica como si yo no existiera. Y Sophie, Sophie era una mujer guapísima, antes de casarnos estábamos dale que te pego durante horas. Justo después del funeral de tu madre lo hicimos, incluso entonces. Era una atracción increíble, te lo aseguro. Entre Sophie y yo había algo especial, increíble. Nunca me dejó llegar al límite, como suele decirse, pero me dejaba tocarle debajo del sostén y a veces más abajo, ya me entiendes. Y luego, cuando nos casamos, nada. Yo le digo: vayamos a ver a Pug y le consultamos, pero ella dice: no, es mi hermano, me moriría. El verano pasado en las montañas, estuve en un lugar llamado Shady Green. Los lavabos eran horribles, ahí arriba tiran cualquier cosa por el inodoro, de todo, hasta compresas, para mí que no dudarían en echar un cadáver… La cuestión es que allí había una chica, ni vieja ni joven, tal vez treinta y dos, o treinta y tres: con ella fue igual que con Sophie al principio. Hasta tenía su mismo físico, cinturita baja, caderona, mucha charla tonta, ya sabes lo que quiero decir…
       Detuvo el coche en una cueva de árboles en flor. El barullo de las casas y los jardines atestados de vehículos los pinchaba como un cuerno. Bajo las hojas, el sonido y la forma parecían en celo, y de pronto emprendieron una cópula demoníaca.
       —En serio, Pug, a veces creo que no podré seguir viviendo con esto. Me falta algo, tengo una sensación de vacío permanente, o más bien me siento lleno hasta los topes, llevo dentro algo de lo que quiero librarme y no sé qué es. Como si de repente pudiera vomitarlo y fuera a sentirme mejor, ¿sabes?
       —Deberías centrarte más en tu profesión, Irwin. No porque debas mucho dinero, eso es otra cuestión. El trabajo es una ayuda, Irwin —dijo el médico.
       —Para distraerse va bien. Ese es mi problema, yo no soy como tú, no quiero distracción. Quiero arrancar la podredumbre que me carcome por dentro y mirarla de frente. Quiero ser feliz, nada más. ¿Cómo se llega a ser feliz?
       —No lo sé —dijo el médico.
       —Mira, ¿sabes por qué voy a las carreras, por ejemplo? No voy en busca de distracción, sea lo que sea eso. Justo lo contrario, voy porque ahí paso miedo. El miedo a perder me agarrota, no paro de recibir cartas reclamándome el pago de la universidad de los chicos. No sabes el miedo que paso. Pero cuando me asusto de esa manera me siento vivo, ¿sabes a qué me refiero? Empiezo a creer en mi propia existencia, ¿entiendes? Es igual que bailar. Dios, tengo cuarenta y seis años, empiezo a hacer algunos de esos pasos hasta quedarme sin aliento y creo que me va a dar un infarto. Pero siento que me late el corazón, sé que está ahí, y pienso: bueno, si tengo corazón es que tengo cuerpo, si tengo cuerpo es que estoy vivo. Supongo que si estoy vivo es porque habrá alguna razón para vivir.
       —Claro que hay alguna razón para vivir.
       —¿Ah, sí? ¿Cuál? Vamos, ¿cuál? Dímelo.
       —No lo sé —dijo el médico.
       —Y para Sophie, y esto que voy a decir es tan cierto como que yo estoy aquí sentado, ¡para Sophie eres Dios! Vamos, si eres Dios dime por qué razón vivo.
       —Nadie puede contestar a esa pregunta.
       —Querrás decir que nadie puede formularla. ¿Quién pregunta una cosa así? Vamos, dime, ¿conoces a alguien más que pregunte por qué razón está vivo? Llevo dentro una fuerza que me está devorando, Pug. Creo que es el sexo. A lo mejor necesito más sexo, o quizá otra clase de sexo. ¿Crees que necesito más sexo, Pug? Mira, no quiero preguntar nada personal, pero ¿qué ocurre cuando un tipo majo como tú quiere una mujer? Salvo por los lavabos, deberías ir a probar en Shady Green, Pug, te lo juro por Dios.
       El padre del médico estaba despierto y esperándolo. Era un anciano nervudo que se tambaleaba al andar, estaba siempre furioso, tenía la salud deteriorada y algunas partes del cuerpo paralizadas al azar: una zona de la garganta, una parte del labio, la espinilla izquierda, dos dedos de la mano izquierda, un dedo del pie derecho. Su furia se levantaba con él por la mañana y se iba con él a la cama por la noche; la furia era su compañera del alma.
       —¿Dónde has estado? ¿Dónde has estado? —le aulló a su hijo, mostrando las encías (ya había puesto la dentadura en un vaso de agua mezclada con unos polvos) limpias, coloradas, sanas y resplandecientes.
       —He dado una vuelta en coche con Irwin.
       —¡Una vuelta, una vuelta! Y tu padre que se pudra en casa. ¿Sabes qué se me ha acabado hoy? ¿No has traído? ¡Tú nunca traes! ¡Cítricos! No tengo pomelos, no tengo limones, no tengo Sunkist. ¡Ve, ve a dar una vuelta en coche!
       —Compraré unas naranjas mañana —dijo el médico.
       —Mañana no es hoy, mañana podría estar muerto. ¡Anda, ve a dar una vuelta con ese vago profesional! ¿Sabes que ha venido alguien a verte y tú no estabas? No uno, sino tres. Olga, Dan y la pequeña boba. ¡Qué boba es! Dios nos libre, pero tiene cuatro años y ojos de cordero. ¿Crees que está bien que Dan saque a la criatura a esas horas de la noche? Fue a acompañar a Olga en coche, ¿por qué? ¿Es que ella no podía venir más tarde con Frieda? Frieda no será guapa, lo reconozco, pero es una mujer como es debido, sabe manejar un coche. Así que Dan iba a llevar a Olga y se trajo a la criatura. No me extraña que la cría no tenga nada en la sesera, ¡la maltratan! La maltratan día y noche. ¿Acaso Olga le da de comer? Anda siempre con la nariz metida en un libro, eso es todo lo que sabe hacer. La religión, la religión. Cree que si lee un libro descubrirá por qué Dios pone cerumen en las orejas. ¡A la religión y a Dios que los parta un rayo! ¿De qué me ha servido Dios a mí? ¿Cuántos ataques me han dado, con o sin Dios?
       —¿Qué querían?
       —¿Quiénes?
       —Olga y Dan.
       —A ti te querían. Deberías ser un intermediario, un mago, el pie que aguanta el botón para que no se rompa. Anda, llámalos.
       —Esta noche no.
       —Pues ya te llamarán ellos. ¡Buenas noches, buenas noches, ángel mío, mi cielo! Un médico, y deja que me muera sin vitamina C.
       —Traeré naranjas, descuida. Vete a la cama, papá, no te preocupes.
       —Primero mírame el ojo.
       El médico miró.
       —Idiota, estúpido, el otro ojo, cariño. ¿Hay algún derrame? ¿Lo ves hinchado?
       —No veo nada extraño.
       —¡Me di un baño y me lo llené de jabón! Y dice que no hay nada extraño. ¡Ay, angelito! ¡Un cielo! ¡Un médico!
       El médico fue a su habitación y, con el traje puesto, se tumbó en la cama. Entonces se dio cuenta de que la ventana estaba cerrada, así que se levantó resoplando de disgusto, la abrió y encajó una vieja mosquitera en el marco. Se había levantado un aire denso, pesado, caliente, sesgado y vehemente, como el aliento de un juez vengativo. Colgó la americana en el picaporte de la puerta, volvió a la cama y ahogó un bufido en la almohada. Se tumbó de espaldas mirando el techo y los ingeniosos dibujos de las manchas, y empezó a lamentarse con plena conciencia de que lo hacía: pensó cómo era posible que una situación pasajera acabara perpetuándose, imperceptible e inexorablemente, y una por una contó sus omisiones, sus cobardías, cada una de las cuales lo habían ido fijando como un cemento invisible, o como un clavo. Todo lo que no había hecho se fue acumulando en su boca por momentos; la pena de tantas ausencias empezó a funcionar igual que una glándula, expulsando, hinchándose, supurando, y se le llenó la boca de saliva que le chorreó por la barbilla y por el cuello empapando el edredón. A los veinte años había soportado la sensación paralizante de quien se siente elegido para culminar sus aspiraciones, para la belleza, para el respeto reverencial, para alguna particularidad que aún no ha sido desvelada. A los treinta creía que todo había sido un ardid de su imaginación de niño (la exasperación que produce el temor a envejecer nunca es tan intensa ni melancólica como a los treinta), pero todavía se sentía pletórico de energía y sabía que tenía un don vulgar para la compasión, del mismo modo que Sophie, por ejemplo, tenía un don igual de vulgar para copiar paisajes; de hecho se veía como una plaza abierta, muy transitada ya, a la espera de una conquista, de una invasión de particularidades, de esos roces deliberados que marcarían las losas y darían testimonio de que en aquel lugar había ocurrido algo. A los cuarenta seguía sin tener historia —sus hermanas dieron a luz a sus últimos hijos, su padre padeció los primeros ataques de apoplejía— y empezó a sentirse culpable y a analizar con cinismo su propia naturaleza, despreciándose por haber confiado en la posibilidad del acontecimiento trascendente, milagroso. Demasiado tarde se propuso casarse, pero se enamoró, como suele ocurrirles a los hombres de esa edad, de una imagen. La encontró en una biografía de Chéjov (ajá, también médico, y soltero hasta el último minuto): una fotografía, al pie de la cual se leía “Familia y amigos”, fechada en 1890, tomada en la calle Sadovaya Kudrinskaya, bajo un emparrado; el joven Chéjov, su hermana, la amiga de su hermana, sus tres hermanos varones, su padre de barba blanca, su madre con una toca llena de cintas pero que dejaba a la vista sus orejas, un colegial llamado Seriozha, con uniforme y un sombrero demasiado grande, que sostenía una vara flexible y curvada. Y allí, en segunda fila, hacia la izquierda, con un pelo sedoso, una frente amplia, una barbilla puntiaguda perfecta y una media sonrisa que le abría un hoyuelo (¡ah, excepcional!) en la mejilla izquierda, su amada. Se la nombraba como una “Amiga Desconocida”. Si aún estaba viva (puesto que en la fotografía no aparentaba más de diecinueve o veinte), debía de tener noventa y tres o noventa y cuatro años; pero entonces, cuando el doctor aún tenía cuarenta y ella, en su anonimato atormentador, sentada sin nombre, Desconocida, junto a Lika Mizinova (la amiga de la hermana de Chéjov), frunció la comisura del labio y le robó el alma, no debía de tener más de ochenta y tres u ochenta y cuatro, si es que aún estaba viva. De esa Amiga Desconocida, esa muchacha de hoyuelos eternos (una anciana marchita, que a esas alturas sería ya bisabuela, perdida en alguna parte de la Unión Soviética; o una solterona emigrada de agrio carácter que vivía en un sótano en Queens, Nueva York; o, lo más probable, muerta; ¡muerta!), se enamoró el médico. Buscaba, decía (aunque solo para sus adentros, porque era su triste secreto), aquel corte de cara, aquella mandíbula afilada, los ojos eslavos rasgados, aquella vaporosa impudicia tártara, y aquella leve tensión del cuello, anticipándose, aquellos hombros bajo el mantón blanco, encorvados por el nerviosismo. Si ella le hablara no la entendería. No había otra como ella. La original era una vieja decrépita o estaba ya enterrada, así que a los cincuenta, tumbado boca arriba y sudoroso en su inhóspita cama, el médico decidió tirar la biografía y la fotografía que tantos sinsabores le había dado. (En realidad no pudo tirarla, porque para empezar no era suya: era un libro de la biblioteca, se lo quedó hasta que venció el plazo, pagó la correspondiente multa, y pasaba de vez en cuando por la estantería de la T —el ejemplar seguía porfiadamente catalogado en el epígrafe “Tchekhov”— a ver disimuladamente los ojos pícaros y tímidos de la Amiga Desconocida.) Con ese gesto quiso convencerse de que debía desterrar cualquier ilusión. Todas las fotografías de esperanza y autoengaño, ¡fuera! Todo lo impreso, plastificado, sellado, infructuoso, todo lo que careciera de progreso o de proceso, ¡fuera! La inmovilidad, el error, el arrepentimiento, el dolor, ¡fuera!
       Por segunda vez aquella noche oyó un golpe en la ventana. Liberado, dichoso, se confesó a sí mismo todo lo necesario: que su vida era un hueso, que no tenía a nadie y que no era de nadie, que no estaba casado porque había dejado de buscar una mujer, que la raza humana —maridos, mujeres, hijos— era un sumidero, un desagüe, una cloaca, que no había reconciliación posible, que su sala de espera continuaría dividida, que sus cuñados continuarían divididos, que sus hermanas no eran más que animales portadores de óvulos nacidas para desempeñar la voluntad cósmica, que él mismo era estéril por omisión y seguiría siéndolo; y que, a pesar de todo, era posible ser feliz. A lo que, pum, un nuevo porrazo en la ventana. Sería el dentista, emplazándolo a filosofar otra vez en busca de solaz, de justicia. Se levantó de la cama de un salto preguntándose cómo iba a explicar su maravilloso hallazgo: que la insignificancia de todo era justamente lo que daba valor a las cosas. ¡Divina irracionalidad, abrumadora, divina y hermosa! ¡Santo y diáfano absurdo! Por un instante arrancó cierta lógica del absurdo, que enseguida se le escapó, pero entonces (mientras su cerebro estallaba como un girasol) volvió a apresarla y, durante una noble y estática fracción de segundo, alcanzó a comprender el sentido de las cosas —por qué estamos aquí, qué significaba el tubo digestivo, quién era Zeus—, hasta que la sabiduría cayó como una gota del pelo de un perro y se perdió.
       Un saco de nudillos golpeó la ventana. Relámpagos sin truenos, destellos perplejos de un párpado dorado, y grandes dados luminosos cayendo con fuerza.
       Mientras ocurría este prodigio, sonó el teléfono.
       —Tenemos otra señal, Pug. Otra señal.
       —¿Dan? Me han dicho que habéis pasado por aquí —dijo el médico.
       —Sí, sí, ¿te acuerdas de lo que pasó con las ondas de radio?
       —Eso es agua pasada, Dan, cálmate —dijo el médico.
       —Soy un tullido, estoy herido, desangrado, estoy muerto. ¿Para quién es agua pasada? ¿Para mí? ¿Es que Olga ha leído en alguna parte que interfieren con las emanaciones radiactivas del espíritu humano? Eh, Pug, ¿te he despertado, estabas ya durmiendo?
       —Eso se acabó, no fue nada, ¿por qué sacarlo de nuevo? —dijo el médico.
       —Sí, pregúntame por qué. Seis meses con las persianas bajadas y reptando por el suelo para no recibir el impacto de las ondas de radio que entran por la ventana, ¿crees que me he olvidado? ¿Sabes lo que es arrastrarte por debajo de las ventanas? Estoy muerto, ella me ha matado, es mi asesina. Eh, en serio, no dormías, ¿verdad, Pug?
       —No. No, aún estoy levantado.
       —No quería despertarte, pero es que esta noche no hay una señal, Pug, sino dos. Primero cuando Irwin Caraculo apareció antes de lo previsto. Antiguo maleficio gitano; el Huésped Inesperado. Y la segunda, cuando a ella se le ocurre mencionar las plagas de Egipto. Yo no veo ninguna peste, le digo, no veo ranas ni langostas. ¡Granizo!, grita ella. Está granizando, juro por Dios que está granizando, Pug. Ra-ta-ta-tá. En mayo.
       —Sí. En esta parte de la ciudad también. Lo estoy oyendo.
       —Hacen falta dos malos augurios para que empiece la acción. Un viejo dicho caldeo, amigo.
       —Vale, Dan. No te sulfures. Necesita consuelo. Tú mismo te das cuenta de que necesita consuelo. Sea lo que sea, lo superará igual que siempre.
       —Claro que sí, igual que siempre, hasta que le dé por otra cosa. Vamos, muchacho, echa la cuenta: rosicruciana, cientifista galilea, vieja creyente, analista teosófica, adoradora de Judas, hablante de lenguas arcanas, y para colmo mantiene un kosher estricto. Di cualquier cosa que se te ocurra, y ella ya está de vuelta. Es que vosotros no os hacéis a la idea de lo que tengo que soportar… Esa cabeza hueca de Sophie, ¿qué es lo que va a entender? Y Frieda se atreve a decirme que me lo invento todo. Vosotros intentáis guardar toda la porquería debajo de la Biblia, el viejo es el peor de todos. ¡Me dice que hoy he perjudicado a la nena, y todo porque quería traer a Olga a casa pronto! Ese maldito viejo estúpido, ¿qué sabe él? Ella dice que tiene que estar de vuelta en casa a las diez para cantar su maldita misa nocturna, y yo me limito a apoyarla, ¿qué se supone que tengo que hacer? Soy yo el que me dejo la piel por ella…, si no fuera por la nena me largaría, lo juro. Solo necesito contactos, podría vender mi idea de la fotosátira a Life, lo sé, créeme. Yo sé lo bueno que soy, créeme. ¿Qué clase de contactos voy a hacer con una mujer chiflada? ¿Cuerpos astrales? Es que vosotros no os dais cuenta, si no llevara yo diez años muerto haría que Stieglitz pareciera Johnny One Note.
       —¿Qué es eso de una “misa nocturna”?
       —Es parte de un curso por correspondencia para hacerte monja desde casa, con la garantía de que no es necesario ningún convento. La condenada saca cuatrocientos cincuenta dólares de nuestra cuenta común para pagar a esos impostores y no dice una palabra. Llevo toda la noche tratando de explicarle que descarte la señal del Huésped Inesperado, porque se supone que Irwin Ojos-de-Hielo es el anfitrión de esa casa. Y vaya un anfitrión: me echó, Pug, me echó. Dios, cómo me gustaría romperle la cara y esa mandíbula barbuda. Entonces empieza a granizar, y ya es la gota que colma el vaso, Pug. Augurio número dos. Olga hace los votos inmediatamente, porque si no estaba del todo convencida, ya no le cabe duda: el cielo ha hablado. Así que de buenas a primeras es monja, pero además tengo que morderme la lengua, se supone que no tengo que decir nada a nadie excepto a Pug. El doctor Pug no reprende. De manera que a partir de hoy es célibe, y se supone que yo he de ser célibe también. Igual que Abelardo y Eloísa, o como demonios se llamen… Si yo tuviera que fotografiarlos, los mostraría agarrando el manual de psicopatías sexuales de Krafft-Ebbing por las malditas solapas…
       —Déjame hablar con Olga —suplicó el médico—. Cálmate, Dan, ¿qué consigues con gritarle? Déjame hablar con… ¿Ah, Olga? Hola, nena, papá me ha comentado que habéis pasado por aquí…
       —Frieda dijo que paráramos por lo de la fruta, papá se quejaba de que se había quedado sin fruta —dijo Olga, paciente, razonable—. Frieda va a llevarle naranjas, creo, me encargó que le dijera que no se preocupara por la fruta, pero ya conoces a Dan, después de que apareciera Irwin se puso fatal, así que me olvidé.
       Olga soltó su débil risita burlona. El médico no esperó a dejarla terminar.
       —¿Qué es eso de hacerte monja?
       —Ah, no le hagas caso a Dan —dijo ella con desdén—. Este hombre atenta contra la Constitución, no cree en la libertad de credo. Tiene una mente demasiado literal para el misticismo, se toma en serio cualquier metáfora. Por Dios, Pug, soy hermana de alguien desde que nací. Tú puedes llamarme “hermana” si quieres, no me importa.
       —Entonces, Olga, ¿no es verdad? —dijo él.
       —¿Has leído La sonata de Kreutzer, de Tolstói? Simplemente quiero ser casta, Pug, eso es todo.
       —Olga, una mujer casada es casta.
       —Quiero decir casta de verdad. Solo quiero una cosa: pureza. ¿Es un pecado? Dan se comporta como si fuera un pecado terrible. Como nunca lee nada, no lo puede entender. “Ser puro de corazón es desear una sola cosa”, dijo Kierkegaard, nada menos, pero Dan se pasa el día chillándome. Tú sabes a lo que me refiero, ¿a que sí, Pug? Me refiero a ser casta como tú. No es cierto lo que dice Sophie, ¿verdad? ¿Sobre ti? Yo sé que no es cierto.
       —¿El qué?
       —Eso de ir a casas de…
       Se oyó un barullo. El médico tragó saliva.
       —¿Olga? ¿Olga? ¿Dan, por qué…? ¿Dan?
       —¿Lo ves? ¿Lo ves? ¿Ves como no te miento, ves que no me lo invento? Vosotros no os dais cuenta, este es el lastre que no me deja aspirar a nada en el mundo, me está chupando la sangre, soy la escoria, soy un fracaso, llevo diez años más muerto que una piedra…
       Siguieron así durante una hora, y el médico soportó el martirio con la oreja pegada al auricular, sudorosa y caliente, convertida en un embudo, vibrando como un gong, mientras su garganta quedaba convertida en una cornucopia de basura, su pecho un velero frente a los embates, uno tras otro, tragando, tragando. Masticaba lo que ellos escupían. Su cuñado disparaba quejas como si fueran las cuentas de un ábaco, y las iba sumando en una escalada de tormento que al día siguiente lo mandaría al médico suplicando un electrocardiograma, con la mano en el pectoral izquierdo. Y Olga, insistente como la carcoma, inflexible como una viga, reivindicando con su vocecilla risueña y modesta el denostado Amor Universal. ¡Egotismo, egotismo! Olga era una mosquita muerta que en el fondo tenía aspiraciones por encima de sus posibilidades. Era corta de luces, mediocre pero arrogante, de piernas gordas, aduladora, aunque tenía unos ojos redondos y castaños; tenía el poder del resentimiento permanente. Daba igual si el mundo entero la consideraba uno de esos fardos domésticos que ruedan entre la cocina y el colchón, porque ella se veía como Juana de Arco. De ahí la sonrisa y la risa, el lento alarde de paciencia: ¡ah, si supieran!
       Cesó el granizo, las nubes se alejaron, y una luna en forma de lengua lamía la bóveda celeste.
       A mediodía del día siguiente el médico se acordó de las naranjas de su padre.
       Admiraba los carros de la compra, cómo encajaban unos dentro de otros a pesar de que tuvieran los mangos azules, verdes y rojos, porque se habían extraviado hacía mucho de distintos supermercados, Finast, A&P o Bohack, y formaban un único nido de ingeniosas jaulas plateadas, pacíficas, centelleantes. Cuando consiguió destrabar uno del sistema de cierres, lo probó dando pequeños giros hacia ambos lados: rodaba sin resistencia sobre las gruesas ruedas de goma, y le gustó que el mango fuera azul, y que tuviera un compartimento especial con una rejilla que podía plegarse y hacerse plano. Agarró el carro y lo empujó hasta un huerto techado. Todo era un gozoso regalo para los sentidos: altas pilas de pepinos con la piel encerada cubierta de gotitas minúsculas, una pirámide reluciente de manzanas, las lechugas como guirnaldas de pálidas rosas verdes, las sobrias y brillantes berenjenas moradas, el apio de cabezas floreadas, los champiñones amontonados en cajas ovaladas de una madera sumamente fina de olor acre, el dependiente con el mandil manchado de zanahoria anudado por delante y el lápiz prendido en la oreja, los pedacitos de piel de cebolla resbalando por el suelo de linóleo, los tres tamaños de bolsas de papel de estraza en sus respectivos cajones, las mujeres que deambulaban, eligiendo, pesando, pellizcando, llenando sus carros de la compra. El médico se sintió como si hubiera llegado a una pequeña granja laboriosa y ordenada donde todo el mundo cosechaba serenamente, y donde había señoras que llevaban pantalones y que agradecían con la cara aquella plenitud, aquella rotundidad, aquellos nacimientos de color y honduras de resplandor. El olor de las naranjas en las cajas de pino evocaba un sultanato esplendoroso. ¡Qué suculentas, ardientes e innumerables! ¡Y qué maravilla sus misteriosos ombligos, donde a veces se marcaban los gajos, rebosantes de zumo!
       —¡Pug! —dijo Frieda— Estás hecho un esqueleto, ¿a que hoy ni siquiera has tomado un sándwich? Mírate. ¿Qué haces aquí? Te he pillado justo a tiempo, ¡habrías comprado todo lo que ya llevo yo!
       El médico detestaba que lo riñeran por saltarse el almuerzo.
       En el carrito de Frieda había seis naranjas espléndidas.
       —¿No te dijo Olga que yo vendría hoy a hacer la compra? Imagínate que no hubiera tropezado contigo, papá iba a ahogarse con el doble de todo.
       —Frieda, no compras suficiente y algunas cosas se le acaban enseguida.
       —Es que tú nunca te fijas en los precios —dijo ella con indulgencia—. Los rábanos se pagan como las orquídeas, y si hablamos de las naranjas esto hoy parece Tiffany’s. ¡Creen que las patatas son pepitas de diamante! ¡Los melones de piel de sapo, a setenta y nueve centavos la unidad! ¡Y el cantalupo a cuarenta y nueve! Oh, oh, mira este, qué hermosura…
       Levantó en brazos como una madre un melón de piel grabada, apretó alrededor del pedúnculo, cerró los ojos aspirando el dulce aroma igual que un picaflor y lo depositó de nuevo en el estante como a un príncipe recién nacido.
       —Demasiado caro. A Marvin no le gustaría. Marvin dice que ojalá todos fuéramos como tú y no comiéramos nada, ahorraríamos una barbaridad. ¿Por qué te estás saltando otra vez el almuerzo? ¿Por qué, eh? —quiso saber.
       —No tengo hambre. No he dormido mucho —admitió.
       —Por el granizo —dijo Frieda—. Cayó una buena, ¿verdad? A nosotros también nos despertó. Mis hijos se pusieron a chillar, pero es que cayó una buena. Ven a casa y te preparo algo de comer ahora mismo, que Marvin está en una reunión.
       —Tengo que volver a la consulta —dijo él.
       —¡Por lo menos échate una siesta!
       —No me hace falta, no te preocupes.
       —Pasará igual que el año pasado, ya lo sé, todos lo sabemos. Te quedarás dormido en tu propia fiesta y Sophie llorará a mares.
       —No, no, estaré bien —dijo.
       —Por lo menos sé puntual…
       —Lo intentaré. Depende. —Contó otra media docena de naranjas y cuatro pomelos brillantes como planetas—. Haré lo que pueda —dijo.
       —Dejas que esa gente te coma vivo. Son unos barriobajeros y unos aprovechados. Recétales jabón. (Cada pieza de fruta cuesta once centavos, aún no es temporada.) Oye, eres médico de cabecera en un barrio de mala muerte, no un psicoanalista de Madison Avenue. Si quieres actuar como su psicoanalista cóbrales, que les salga un ojo de la cara. (Llévate tomates cherry, han bajado hasta treinta y nueve centavos la caja.) Ellos bien que te comen vivo, ¿no te parece?
       —No te preocupes, Frieda, estaré ahí a las ocho. A las nueve a más tardar.
       —Tendremos suerte si llegas a las diez. Será todo un logro. Solo una cosa, Pug, y no te enfades…
       —Creo que estamos en medio del paso —dijo el médico. Los carros de la compra embestían y chocaban unos con otros. Se replegaron bajo el alero de un estante de refrescos. Las señoras con pantalones los fulminaban con la mirada.
       —… pero pasa por casa primero y cámbiate de corbata, ¿de acuerdo? Ponte una oscura bonita, o una gris, aquella de rayas finas, ¿sabes cuál te digo?
       —Si quieres que llegue pronto… —protestó el médico.
       —Es por lo de la chica esa —dijo Frieda con vaguedad—. Bueno, no vayas a enfadarte, la trasladaron a la escuela de Marvin hace solo un mes, no es una maestra normal y corriente, es la asesora académica de la escuela. Pug, por una vez no digas que no. Tiene solo treinta y tres años, creo, y Marvin dice que está de muy buen ver.
       —Frieda, Frieda —dijo el médico—, ¿qué voy a hacer con una chica? Pensé que esta noche vendría solo la familia.
       —Marvin la invitó, ella aceptó y va a venir. Ya está hecho. Nadie dice que tengas que casarte con ella —repuso Frieda, y en el movimiento de las ásperas aletas de su nariz creyó ver las elevadas conjeturas de una casamentera.
       Aun así volvió a protestar débilmente.
       —¿Qué voy a hacer con una chica? —Las miradas de verdugo de las señoras con pantalones lo sobresaltaron. La huerta empezaba a corromperse y viciarse: estaba rodeado de materia orgánica destinada a pudrirse, y justo entonces, agarrando su carro para unirse a la cola en el pasillo de la caja, descubrió un quiste pastoso de mantequilla de cacahuete en la parte inferior del mango azul claro. Se limpió los dedos con el borde de una bolsa de papel, luego con la piel de un melocotón de once centavos la pieza, y supo que su cumpleaños no era más que un pretexto, que el engaño gobernaba su vida, que la farsa lo minaba, que el egotismo lo devoraba, que la esperanza y la dignidad se le escapaban. A estas alturas todavía pretendían casarlo.
       Se pasó el resto del día proyectando en el interior de sus párpados la imagen de la barbilla de la Amiga Desconocida, que pegó debidamente al rostro aún inimaginable de la asesora académica.
       En su consulta procuró fomentar la unión. Hizo que todo el mundo se levantara con el pretexto de que había que ventilar urgentemente, arrastró el revistero al centro de la sala, redistribuyó las sillas, movió las lámparas, anunció que era imprescindible que todos se sentaran lo más cerca posible de una ventana abierta, y esperó a que empezaran a mezclarse. Obedecieron devotamente, pero los italianos eligieron el lugar más alejado de la ventana y los negros el lado opuesto. Había logrado desplazar la línea divisoria de la diagonal a la vertical: se sintió un embaucador, un fascista. Entró un viento que fue pasando las páginas hoja por hoja, un lector invisible que revelaba frigoríficos, lavadoras, equipos de televisión y tostadoras en cuatricromía. Los italianos, algunos de ellos negroides, se miraban los zapatos; los negros, algunos de tez aceitunada, se miraban las uñas. Había una pasa de rubéola, no llegaba a ser epidemia, y el doctor se regocijó ante la simplicidad de un sarpullido. Un sarpullido es un amigo, un hermano; aparece, acompañado de un leve prurito, en la epidermis de todas las naciones y razas, es un manifiesto de humanidad. Les recetó a todos lo mismo: una loción, una loción unificadora, mandando a hombres distintos a farmacias distintas con un solo propósito, el alivio, la reconciliación, la prueba innegable de que todas las pieles eran iguales.
       El señor Gino Angeloro le contó confidencialmente que los negros, con sus sucios hábitos, estaban propagando la enfermedad de patio en patio.
       La señora Nascentia Carpenter le dijo confidencialmente que los italianos, con sus tomateras agusanadas, estaban propagando la enfermedad de bloque en bloque.
       El médico se fue a casa y se cambió de corbata.
       Su padre ya no estaba, habían acordado que Frieda y Marvin lo llevarían a casa de Sophie: un viaje arriesgado en el pequeño coche inglés de segunda mano de Marvin, con los cinco chiquillos, la guitarra de Marvin pugnando por hacerse un hueco en el asiento trasero y el abuelo, flaco, ladrando y embistiendo contra las cuerdas.
       El médico se hizo el nudo de la corbata mirándose desde el pasillo en el espejo de la cómoda, y observó lo que ya era una joroba en toda regla, el pelo que empezaba a clarear por todas partes (como si el cuero cabelludo exudase una neblina blanca cada vez más densa), el pico plano y huesudo de su frente angulosa: al ver en qué se había convertido —sin darse cuenta, como si todo hubiera sucedido a sus espaldas— la boca se le volvió a inundar de saliva, y antes de salir se detuvo en el fregadero de la cocina a escupir.
       Cuando llegó todos gritaron “¡No hay sorpresa!” (la broma de Sophie) y “¡Feliz cumpleaños!” y vio todas las ensaladas del día anterior, agujereadas, escarbadas, dispuestas en una hilera sobre el mantel limpio, y las letras DOCTOR PUG que brillaban grasientas en el pastel. Llegaba tarde, los demás ya habían cenado, había platos de papel con restos de cortezas de pan de centeno desparramados por la mesa; aun así le aplaudieron, los chiquillos aullaron, la guitarra atacó un acorde, y una confusión de risas, besos, gritos de “¡Que hable!” removieron el aire y se arremolinaron. El médico, sin conmoverse, ocultando su frialdad, les dio las gracias:
       —He llegado hasta aquí y todavía soy un hombre honesto, o por lo menos tengo un cuerpo honesto que siempre dice la verdad; después de medio siglo, mi pelo está más canoso que el de papá, tengo una magnífica joroba que me nace igual que un árbol entre los hombros, y supongo que además soy demasiado correoso para el gusto de cualquier caníbal. —Y los niños chillaron con la comedia.
       El fotógrafo le hizo posar, lo enfocó detenidamente y con un alarde de delicadeza, de temperamento, le ordenó que se quedara quieto bajo las luces que le inyectaban sin piedad los ojos en sangre, y luego lo obsequiaron con el pastel, que hubo de soplar, cortar y repartir; agarró el cuchillo como una daga en el momento del asesinato, pringándose los puños de la chaqueta y las cejas con el baño de la tarta, sintiéndose al fin un poco sucio, blanqueado y marchito, un camarero cansado en decadencia. El dentista y el fotógrafo se cruzaron y pegaron los codos al cuerpo para no rozarse, haciendo ostentación del silencio mutuo, invisibles uno para el otro; mientras tanto Olga introducía un pedazo de tarta —encima se leía TORPUGF— en las mandíbulas automáticas de su hijita: el vacío de los ojos de la niña se hacía más y más profundo, como un ascua voluptuosa. Finalmente el dentista se lo llevó aparte y le enseñó la carta, recibida aquella misma mañana, del mayor de sus hijos.
       —¿Ves lo que te decía, Pug? ¡Es inteligente! ¡Mira qué notas! Yo le digo, sigue los pasos de tu tío, llega a la Phi Beta Kappa, ¡esa es la llave que te abrirá las puertas! ¿Quieres entrar en la Facultad de Medicina igual que Pug? ¡Consigue la llave! Se lo digo a los dos, no solo a Richy, a Petey le digo lo mismo.
       Frieda le llevó un plato de ensalada de arenques. Cerca de la pared del fondo, bajo una acuarela de Sophie titulada Pinos a la luz de la luna, serio y afable tras el destello de sus gafas, Marvin estaba hablando con una mujer joven desconocida, que quedaba medio tapada por el guitarrón. Su padre se había quedado dormido en un hueco del sofá, con el cuello rígido y la cabeza caída hacia un lado, como el busto de un oficial romano de rango menor, la boca petrificada en un bostezo, las encías glabras, relucientes, vibrantes; la dentadura la tenía en la mano. El fotógrafo empezó a exponerle sus últimas ideas para la sátira política: ir siempre cámara en mano y cazar al embajador ruso en el urinario, al presidente abofeteando a la primera dama, al secretario de Defensa entrenándose con guantes de boxeo. El médico se vio acosado, arrinconado, sin escapatoria, hasta que de pronto Sophie se levantó de un brinco.
       —¡Pug! Por poco me olvido de presentarte, ¡vamos! —Llevaba unas pantuflas chinas baratas que esparcían por todas partes copos de oro, y sonreía tan acaloradamente que los labios parecían descascarillados y borrosos.
       Marvin acababa de ponerse a tocar en serio. Tocaba como un encantador, como si la guitarra fuera su vida, con el don de un demonio flautista. Los niños se volvieron locos, el dentista se volvió loco, incluso a la hijita retrasada de Olga empezó a sacudirse con espasmos de alegría: dio vueltas y vueltas en círculo, se levantó el vestido, se quedó mirando cómo le temblaban las rodillas, aulló igual que un gato en plena noche. El maestro tiró la púa blanca al suelo y hundió los dedos en las cuerdas, como si los hundiera en un arpa, o en un estanque donde se cruzan corrientes opuestas, o en los barrotes de una celda. Y golpeó, sacudió, vapuleó las cuerdas como si así se desquitara de las clases que daba en el colegio, del pan que se ganaba con πr², del jefe de departamento, del director, de los chicos asilvestrados que fumaban al fondo del aula, y las golpeó, las sacudió y las vapuleó hasta quedar exhausto con los azotes y purificado por aquel temblor, aquel resplandor. Y entonces, igual que las gotas aceradas que salpican cuando un nadador se zambulle en el agua, empezó una ráfaga de música verdadera y absoluta, como un palo en la rueda. El maestro la retorció, la aporreó, la machacó hasta romperla, y los niños cayeron amontonados sobre la alfombra, jadeantes, con la barriga dolorida de la risa. Sophie cerró su piano de mal talante, con una punzada de envidia, como quien vuelve fracasado de un tour por el extranjero; de no haber sido por el aguijón de esa guitarra (se había colado sutilmente en el salón como un insecto gigantesco, veloz y estridente, con mil millones de patas, alas de nailon, sin cintura, con antenas rápidas, insinuantes), ella estaría recreando en ese momento las pausadas emociones continentales donjuanescas de la Elegía de Massenet, la pieza que mejor tocaba.
       Así que al final fue Frieda quien se hizo cargo.
       —¿Pug? Ven a conocer a Gerda.
       El médico la siguió. Le habían estirado cruelmente los fondillos de los pantalones y tenía el trasero lleno de pellizcos.
       —Cielo mío, corazón, no seas tan tonto esta vez. Es toda una hembra, la he visto con estos ojos, ¡que un derrame no me impida tenerlos siempre abiertos! —oyó que le gritaba su padre, ya bien despierto. Con el gesto de un caballero enguantado, el anciano abrió el puño y volvió a ponerse la dentadura, que aun sin cara sonreía burlonamente—. Si te gusta, te casas con ella, y si no, no, pero ¿por qué no iba a gustarte? Eso es fácil. Alguien como tus hermanas, simplemente agradable, educada. Buenas chicas, ¡eso ya es bastante! Si lee mucho le dices que se deje de tonterías. Ya está bien, a los cincuenta años uno ya es mayorcito, ¡cásate ya! Mañana celebraremos una boda, hijito, cielo mío, doctor, estúpido, idiota, maníaco…
       Frieda convenció a su padre para ir a la cocina a buscar zumo de naranja.
       —Pug —dijo Frieda luego—, esta es la señorita Steinweh. Gerda, te presento a mi hermano, el doctor Pincus Silver.
       —¿Steinway? —inquirió el médico.
       —Tengo un parentesco lejano con los fabricantes de instrumentos, de refilón, aunque me temo que yo no tengo nada de piano, ni siquiera las patas —dijo la consejera académica: una humorista.
       Se sentaron juntos en el sofá, contemplando la danza folclórica.
       —¿Tienes una buena cartera de pacientes?
       —Bastante nutrida —dijo el médico, obviando la pobreza.
       —Mi primo Morris es farmacéutico. Dice que todos los médicos deberían ir a un grafólogo a que les analice la letra.
       —¿Te parece —preguntó el médico a la desesperada— que hoy en día los estudiantes están más motivados para la universidad?
       —Así, asá. ¿Ese quién es? —señaló la señorita Steinweh—. El calvo que les enseña pasos de baile a los niños. El payaso. Lo conozco de algo.
       —Mi cuñado. Irwin Sherman.
       —¿A qué se dedica?
       —Es dentista.
       —Ya decía yo. Qué pequeño es el mundo. Ese tipo quiso engañar a mi amiga el año pasado en las montañas. Le dijo que no estaba casado, y luego ella buscando las llaves en su bolsillo encontró su anillo de boda. ¿Está casado con esa de ahí? —preguntó la señorita Steinweh, señalando con el dedo.
       —No, esa es mi hermana Olga. Sophie es la mujer de Irwin.
       —Es muy atractiva. Lo creas o no, no tenía ni idea de que Marv tuviera dotes musicales. En la escuela es cien por cien geometría, y muy callado. ¿Su mujer lo sabía?
       El médico estaba confuso.
       —Lo de las montañas. ¿Su mujer sabía que iba por ahí diciendo eso?
       —¿Diciendo qué?
       —Que no estaba casado. Míralo. Es un payaso, se cree que todavía es un crío. —La señorita Steinweh lo señaló con el dedo—. Por cierto: que cumplas muchos más.
       —Gracias —dijo el doctor, sintiendo que le faltaba el aire.
       —He oído que sigues soltero. A tu edad… Bueno, mira, no importa, yo tengo la misma actitud: será el hombre adecuado, o no será.
       El médico se esforzó por contenerse. Ignoró el calambre nervioso de la pantorrilla. Como esperaban sus hermanas, ponía una voz forzada, aguda. ¡Vida!, gritó para sus adentros. Vida, vida, ¿dónde estás, adónde has ido, por qué no me has esperado? ¡Déjame vivir!, gritó.
       —Ah, no —dijo con una voz nueva, ligera, agresiva y aun así mansa, confiada—. Usted no está en mi mismo barco, señorita Steinweh.
       —Gerda. ¿No crees que con treinta y seis años una ya es mayor? Créeme, joven no es. Todo el mundo dice que mi problema es que tengo una maestría, me especialicé en psicología clínica. Yo les digo que fue un patinazo. Créeme, lo considero un patinazo, procuro que no se note. —La señorita Steinweh se rió señalándose los muslos, sobre los que presuntamente llevaba la ropa interior—. De hecho me he resignado, esa es la verdad. ¿Y tú?
       —¿Resignado? —repitió él. Sintió que algo se desmoronaba por dentro y su voz se hizo pesada, muy pesada.
       —A estar soltera.
       —Ah, no, yo no… —dijo el médico.
       —¿No?
       —No, no, para nada.
       —Suponía que a los cincuenta uno ya se resignaba.
       —No —dijo el médico con exasperación—, no me refiero a eso. Quiero decir que no soy lo que crees. No soy… —¡Cómo le pesaba la voz, el aliento!—. No soy soltero.
       —¿Ah, no? Pero si Frieda… —La señorita Steinweh señaló a Frieda. A lo lejos, en la cocina, estaba lavando el cuchillo del pastel—. Frieda me dijo que sí.
       —Frieda no lo sabe. Ni Marvin. Nadie lo sabe.
       —No entiendo —dijo la señorita Steinweh, y por primera vez el médico la miró con detenimiento.
       La amargura de la renuncia había azotado la boca de la mujer. Era como sus hermanas, estaba perdida: su padre, con la sagacidad para el insulto crónico, ya había reconocido a la hija de su espíritu, la hija fracasada del vendedor ambulante fracasado; su padre, con su astucia de comerciante, ya había detectado el anhelo y la pérdida. La señorita Steinweh era morena, igual que Olga, pero tenía unos ojos grises, igual que Sophie, y más abajo el médico observó una hilera de pequeñas arrugas, como si un cordón ciñera la piel, y vio que bajo la barbilla el molde también empezaba a ceder, había un fruncido, un desfondamiento, una pérdida de lozanía. Y a pesar de todo llevaba el pelo largo como una niña y unas gafas de niña, y movía la cabeza con gestos bruscos y señalaba acusadoramente, como una niña: era la viva imagen de un ocaso, de los momentos que preceden a la noche, de los últimos rayos de la juventud, una mujer en el doloroso fulcro de la transición. El médico la compadeció. A ella le pasaría lo mismo que a él. La vio con cincuenta años, sola, más insignificante aún que sus hermanas, esculpida en cosméticos, con el canal de parto yermo, las mareas rojas menguando, desvaneciéndose; el rictus malévolo de sus mejillas.
       —¿Es una broma? —dijo la mujer—. Sé encajar una broma, créeme.
       —Tengo mujer —dijo el médico.
       —¿Estás casado?
       —Sí —repuso él.
       —¿Y ellos no lo saben? ¿Tus hermanas? ¿Tu padre? No lo entiendo. —Le lanzó una mirada ladina—. Entonces, ¿por qué me lo cuentas a mí?
       Pero él era más ladino todavía.
       —Por contraste, supongo. Ha sido un impulso. Tú no me recuerdas en nada a mi mujer. Mi mujer es muy diferente. También es distinta de Sophie, es distinta de Olga. Y Dios sabe que no se parece a Frieda.
       —¿Un matrimonio secreto? —dijo la señorita Steinweh, acercándose más a él—. ¿Desde cuándo?
       Eligió un número; hasta él se lo creyó. Le sobraba astucia, era el vástago de la astucia, la astucia era su hermana, la astucia era su gen primigenio.
       —Doce años. Tuvo que ser así, tiene que ser así. ¿Quién iba a hacerse cargo de mi padre? Somos todos a cual más pobre…
       —¿Pobre? —intervino ella, y señaló el bolsillo de la pechera del médico—. Has dicho que tienes una buena cartera de pacientes.
       —Una buena cartera de pacientes pobretones —dijo él.
       —Podrías haber esperado a que creciera —dijo ella con sentido práctico—. Económicamente, me refiero.
       —Hay cosas en este mundo que no crecen. Nacen de una manera y ya no cambian nunca, siguen siempre igual que al principio. —Se interrumpió para observar a la hijita de Olga sumida en su danza resplandeciente, enredándose en los hilos de aquel baile, solitaria, en búsqueda de algo que nadie más que ella conocía: una piedra preciosa que brillaba ante sus ojos, incitándola con los destellos—. No te puedes arrepentir de algo que no ha existido. La vida se mide por las cosas que te suceden, no por las que no suceden. ¿Crees que mis hermanas pueden crecer? ¿Crees que mi padre puede crecer? ¿Acaso crece una piedra? ¿Quién espera que una piedra crezca? —Observó su reacción—. ¿No me crees?
       —No lo entiendo. ¿Solo por lo de tu padre? ¿Por qué no te lo llevaste a vivir contigo?
       El médico ocultó la cara entre las manos. Una llamarada de violencia le subió por la garganta.
       —No puedo… no puedo vivir con mi padre —dijo.
       La mujer empezó a actuar de un modo raro; hablaba en susurros.
       —Esto que me estás contando es… —dijo—. No estás hablando de uno de esos arreglos que a veces se hacen.
       —Hablo de matrimonio —dijo él con solemnidad, y la miró de reojo—. Tenemos un certificado de matrimonio en toda regla. Tenemos hijos.
       —¡Hijos! —exclamó la señorita Steinweh, esta vez sin señalar con el dedo.
       —Tres —dijo él—. De once, nueve y cuatro años. Dos niñas y un niño.
       —¿Y ella lo acepta, lo consiente? ¿Tu mujer? ¿Qué clase de matrimonio es ese? ¿Qué clase de padre eres tú?
       —Normal. Todo es normal. Nada de marido secreto, nada de padre secreto. Es fácil. Una vez por semana voy en tren a Nueva York. Es un trayecto de veinte minutos. Mis hermanas creen que hago visitas a domicilio. El fin de semana tomo el tren de regreso. Peor lo tienen las familias de los viajantes.
       —¿Y no lo saben? ¿Nunca se lo has dicho? ¿A tus hermanas, ni a tu padre? ¿Por qué no se lo dices?
       —Es demasiado tarde —dijo—. Demasiado arriesgado. Mi padre ha pasado por una serie de constricciones vasculares y no creo que sobreviviera a una sorpresa desagradable, a un disgusto.
       —Podrías contárselo a tus hermanas —insistió la señorita Steinweh— y decirles que no se lo contaran a tu padre.
       —Acabaría enterándose. Siempre se entera de todo.
       —Pero ¿por qué no se lo dijiste a todo el mundo de buen principio?
       —¡Por rebeldía, por rebeldía! —exclamó él. Y humildemente añadió—: Quería una vida diferente.
       —¡Diferente sí lo es, desde luego! —dijo la señorita Steinweh en un tono cercano a la risa, pero no se reía, no asentía; miraba fijamente al médico—: ¿Cómo es?
       —¿Mi mujer?
       —Sí. Una persona así.
       —Muy joven. Mucho más joven que yo. Bastante más joven que tú. —No le pasó por alto cuánto la hería eso—. Una exiliada. Una fugitiva. Sufrió privaciones horribles hasta llegar aquí. Muy tímida. Nunca aprendió bien el inglés. Habla el ruso como un pajarito.
       —¿Ruso?
       —Los niños son completamente bilingües. Aparte de eso y de lo que pueda haber depositado en el cerebro de mi mujer (porque nunca habla de sus recuerdos, aparte de la nieve y de patinar sobre hielo en Moscú), no tenemos nada ruso en el apartamento. Bueno, un samovar, pero lo compramos en Nueva York. Lo compramos en Delancey Street —dijo el médico—. Ahora es mayor que cuando la vi por primera vez, pero sigue siendo una chica hermosa. Y tiene un gran corazón. —El maestro rasgueó de repente la guitarra y el doctor se estremeció con la resonancia.
       —Ahora lo entiendo —dijo la señorita Steinweh—. La pobre no sabe dónde se ha metido. No conoce las costumbres de este país. Está absolutamente en tus manos, a tu merced.
       —Es mía, me pertenece —reconoció el médico.
       —Eso no está bien —dijo la señorita Steinweh—. Es horrible. Deberías traerla aquí, a tu ciudad. Deberías presentársela a tus hermanas.
       —¡Ah, mis hermanas! —dijo el médico.
       Ella se puso de pie y siguió mirándolo con avidez.
       —¿Eres feliz así?
       —Somos muy felices. —Entonces, una palabra deslumbrante apareció como un fantasma: beatífico; sin embargo, no la usó—. Los dos somos felices. Los niños están bien.
       —Mientras los niños estén bien… —dijo ella—. Eso es lo más importante, que los niños estén bien. —El médico no salía de su asombro. Se estaba burlando de él—. Qué cerdos sois todos… Cerdos, impostores, ¡si no por qué iba yo a estar aquí, que no puedo desperdiciar más días de mi vida! ¡Cerdos! ¡Y noches, menos aún!
       Cuando el dentista la vio ir hacia él tambaleándose sobre sus tacones altos, su cuello colorado se hinchó como un papo e interrumpió a su cuñado para que tocara una rumba.
       El médico observó al dentista y la consejera académica bailando juntos. La señorita Steinweh bailaba bien; aunque no era tan experta como el dentista, tampoco se achicaba. Sus brazos eran recios pero sinuosos. Desde la otra punta del salón, atestado de las burdas copias de Van Goghs y Degas que hacía Sophie, parecía agradable. Bailaba con el dentista y lo trataba con amabilidad.
       Entonces el fotógrafo volvió a capturar al médico y empezó a esbozar otra de sus ideas para hacerse famoso.

Literatura .us

El chal cuento de Cyntia Ozick

sendero

Cynthia Ozick: El chal

Stella, fría, fría, la frialdad del infierno. Cómo anduvieron juntas por los caminos, Rosa, con Magda acurrucada entre sus pechos doloridos, Magda envuelta en el chal… A veces Stella llevaba a Magda en brazos, pero estaba celosa de ella. Una niña flaca de catorce años, demasiado pequeña, con unos pechos menudos, Stella quería ir arropada en un chal, oculta, dormida, mecida por la marcha, ser un bebé, una criatura rolliza en brazos. Magda se agarraba al pezón de Rosa, y Rosa nunca dejaba de caminar, una cuna andante. No había bastante leche, a veces Magda tragaba solo aire y entonces lloraba. Stella estaba hambrienta. Sus rodillas eran tumores sobre dos palos; sus codos, huesos de pollo.

Rosa no sufría el hambre; se sentía ligera, no con la ligereza del caminar sino como si estuviera a punto de desvanecerse, en trance, presa de un paroxismo, como si ya fuera un ángel, alerta y viéndolo todo, pero en el aire, sin tocar el camino, o tambaleándose de puntillas sobre el filo de las uñas. Veía la cara de Magda a través de un hueco entre los pliegues del chal: una ardilla en su nido, a salvo, nadie podía alcanzarla en el cobijo de las vueltas del manto. La cara muy redonda, una cara en un espejo de bolsillo; pero no era la tez hosca de Rosa, oscura como el cólera, sino una cara completamente distinta: ojos azules como el aire, suave plumón de pelo casi tan amarillo como la estrella bordada en el abrigo de Rosa. Cualquiera habría creído que era una de sus criaturas.

Rosa, flotando, soñaba con dejar a Magda en uno de los pueblos. Podía abandonar la fila un instante y entregar a Magda a cualquier mujer a la vera del camino; pero si se apartaba de la fila seguramente dispararían. Y aunque saliera una fracción de segundo de la fila y soltara el fardo del chal en las manos de una desconocida, ¿lo cogería la mujer? Tal vez se sorprendería, o se asustaría; tal vez dejaría caer el chal, y Magda se golpearía la cabeza en el suelo y moriría. Su cabecita redonda. Era tan buena niña que dejó de llorar, y luego ya solo mamaba por el sabor del pezón seco. La diestra presión de sus pequeñas encías. Un diente asomaba en la encía de abajo, qué brillante, resplandecía como una lápida diminuta de mármol blanco. Sin quejarse, Magda renunció a los pezones de Rosa, primero al izquierdo, luego al derecho; los dos estaban agrietados, sin rastro de leche. La brecha del conducto extinto, un volcán apagado, ojo ciego, agujero frío, así que Magda empezó a amamantarse con la punta del chal. Chupaba, chupaba, empapando las hebras. El buen sabor del chal, leche de lino.

Era un chal mágico, podía alimentar a una criatura durante tres días y tres noches. Magda no murió, siguió viva, aunque muy callada. Su boca exhalaba un olor peculiar, a canela y almendras. Mantenía los ojos abiertos en todo momento, se olvidó de pestañear o de dormir, y Rosa y a veces Stella observaban su intenso color azul. En el camino levantaban el peso de una pierna después de la otra y observaban la cara de Magda. «Aria», dijo Stella con un hilo de voz, y a Rosa le pareció que Stella miraba a Magda como una joven caníbal. Y cuando Stella dijo «aria», a Rosa le sonó como si en realidad hubiera dicho «Vamos a devorarla».

Pero Magda vivió hasta que pudo caminar. Llegó a caminar, aunque no muy bien, en parte porque solo tenía quince meses y en parte porque las varillas de sus piernas no podían sostenerle la barriga, llena de aire, hinchada y redonda. Rosa le daba casi toda su comida a Magda, Stella no le daba nada; Stella estaba hambrienta, al fin y al cabo también era una niña en edad de crecer, aunque no crecía mucho. Stella no menstruaba. Rosa no menstruaba. Rosa estaba hambrienta, pero a la vez no lo estaba; aprendió de Magda a beber el sabor de un dedo en la boca. Estaban en un lugar sin piedad, toda la piedad de Rosa quedó aniquilada, miraba los huesos de Stella sin piedad. Estaba segura de que Stella esperaba a que Magda muriera para hincarle el diente a sus pequeños muslos.

Rosa sabía que Magda moriría muy pronto; a esas alturas ya tendría que estar muerta, pero se había quedado enterrada en las profundidades del chal mágico, confundida con el bulto tembloroso de los pechos de Rosa; Rosa se ceñía el chal como si solo la cubriera a ella. Nadie se lo quitó. Magda era muda. Nunca lloraba. Rosa la escondió en los barracones, tapada con el chal, pero sabía que un día alguien la delataría; o que un día alguien, puede que ni siquiera Stella, robaría a Magda para comérsela. Cuando Magda empezó a caminar Rosa supo que moriría muy pronto, que algo pasaría. Temía quedarse dormida; dormía apresando el cuerpo de Magda con el muslo; le daba miedo asfixiar a Magda bajo su peso. El peso de Rosa era cada vez menor; Rosa y Stella se iban transformando poco a poco en aire.

Magda estaba callada, pero sus ojos seguían terriblemente vivos, como tigres azules. Vigilaba. A veces se reía; parecía una risa, pero ¿cómo iba a serlo? Magda nunca había visto reír a nadie. Aun así, Magda se reía cuando el viento levantaba las puntas del chal, el viento malo con residuos negruzcos que hacía que a Stella y a Rosa les lloraran los ojos. Los ojos de Magda estaban siempre claros, sin lágrimas. Vigilaba como un tigre. Custodiaba su chal. Nadie más que Rosa podía tocarlo. A Stella no se lo permitía. Magda se aferraba al chal como si fuera su propia criatura, la niña de sus ojos, su hermana pequeña. Se enredaba en él y chupaba una de las puntas cuando quería quedarse muy quieta.

Entonces Stella le quitó el chal e hizo que Magda muriera.

«Me había quedado fría», diría luego Stella.

Y después fue siempre fría, siempre. El frío caló en su corazón; Rosa vio que Stella tenía un corazón frío. Magda avanzó a trompicones con sus piernas de palillo y fue zigzagueando de un lado a otro en busca del chal; los palillos flaquearon en la entrada del barracón, donde empezaba la claridad. Rosa la vio y fue tras ella, pero Magda ya estaba en el patio de los barracones, a la alegre luz del día. Era el recinto donde pasaban lista. Cada mañana Rosa tenía que esconder a Magda debajo del chal arrimada contra una pared del barracón y salir a formar en el patio con Stella y centenares más, a veces durante horas; Magda, abandonada, se quedaba bajo el chal sin hacer ruido, chupando una de las puntas. Cada día Magda guardaba silencio, y por eso no murió. Rosa vio que ese día Magda moriría, y al mismo tiempo sintió que una alegría parecida al horror le recorría las palmas de las manos. Los dedos le ardían, estaba atónita, febril: Magda, a la luz del sol, tambaleándose sobre sus piernas de palillo, empezó a aullar. Desde que a Rosa se le habían secado los pezones, desde el último grito de Magda en el camino, no había salido una sola sílaba de su garganta; Magda era muda. Rosa creía que le pasaba algo en las cuerdas vocales, en la tráquea, en la cavidad de la laringe; Magda era deficiente, sin voz; quizá fuera sorda; puede que sufriera algún retraso mental; Magda era lela. Incluso la risa que le salía cuando el viento salpicado de ceniza convertía el chal de Magda en un payaso, era solo el aire que se le escapaba entre los dientes. Incluso cuando los piojos, los piojos del pelo y del cuerpo, la enloquecían tanto que se ponía rabiosa como una de las grandes ratas que saqueaban los barracones al romper el alba en busca de carroña, ella se frotaba y se rascaba y pataleaba y mordía y se revolcaba sin una queja. Sin embargo, ahora la boca de Magda derramaba la cuerda larga y viscosa de un grito.

«Maaaa…»

Era el primer sonido que salía de la garganta de Magda desde que a Rosa se le habían secado los pezones.

«¡Maaaa… maaa!»

¡Otra vez! Magda titubeaba bajo el peligroso sol del patio, zigzagueando sobre sus patéticas canillas arqueadas. Rosa lo vio. Vio que Magda lloraba por la pérdida de su chal, vio que Magda iba a morir. Una oleada de órdenes martilleó los pezones de Rosa, ¡ve, recoge, trae!, pero no sabía qué hacer, si ir antes a por Magda o a por el chal. Si saltaba al patio y alzaba a Magda en brazos, los aullidos no cesarían, porque Magda seguiría sin el chal; en cambio, si volvía corriendo al barracón a buscarlo, y si lo encontraba, y si perseguía a Magda sacudiéndolo para que lo viera, podría llevarla de vuelta, y Magda se metería el chal en la boca y sería muda otra vez.

Rosa se adentró en la oscuridad. Fue fácil descubrir el chal. Stella dormía arropada con él, encogida, en los huesos. Rosa le arrancó el chal y volvió volando —podía volar, era solo aire— hasta el patio. El calor del sol murmuraba sobre otra vida, sobre las mariposas en verano. La luz era plácida, suave. Al otro lado de la alambrada, a lo lejos, había prados verdes salpicados de dientes de león y violetas de un color muy vivo; detrás, un poco más lejos, inocentes lirios atigrados, altos, erguían sus tocas naranjas. En los barracones se hablaba de «flores», de «lluvia»: excrementos, cagarros prietos, y la cascada fétida y parduzca que se derramaba lentamente de los catres superiores, el hedor mezclado con un humo acre y grasiento que flotaba en el aire y a Rosa se le pegaba en la piel. Se detuvo un instante en el margen del patio. A veces parecía que la electricidad de la alambrada susurrara; incluso Stella decía que solo eran imaginaciones suyas, pero Rosa oía sonidos reales en el alambre: voces ásperas y tristes. Cuanto más alejada estaba de la valla, con más claridad la acosaban las voces. Clamaban con lamentos tan convincentes, tan fervorosos, que resultaba imposible sospechar que fueran fantasmas. Las voces le dijeron que levantara el chal en alto; las voces le dijeron que lo agitara, que lo hiciera ondear en el aire, que lo desplegara como una bandera. Rosa lo levantó, lo sacudió, lo hizo ondear en el aire, lo desplegó. Lejos, muy lejos, Magda se dobló por la cintura con su barriga llena de aire y levantó las varillas de sus brazos. Iba en alto, elevada, cargada sobre el hombro de alguien. Pero el hombro que cargaba a Magda no se acercaba hacia Rosa y el chal, sino que se alejaba, y Magda se hacía cada vez más pequeña en la distancia brumosa. Por encima del hombro relucía un casco. La luz golpeteaba en el casco y lo transformaba en un cáliz centelleante. Bajo el casco, un cuerpo negro como una ficha de dominó y un par de botas negras se precipitaban en dirección a la alambrada. Las voces eléctricas empezaron a parlotear desquiciadas. «Maaamaaa, maaamaaa», susurraban todas a la vez. ¡Qué lejos estaba ahora Magda de Rosa, al otro lado del patio, separadas las dos por una docena de barracones, en el extremo opuesto del recinto! Era apenas más grande que una polilla.

De pronto Magda estaba surcando el aire. Magda, toda ella, viajaba por las alturas. Parecía una mariposa a punto de posarse en una vid plateada. Y en el momento en que la cabecita redonda de Magda, sus piernas de palillo, su barriga hinchada como un globo y sus brazos en zigzag chocaron contra la alambrada, las aceradas voces enloquecieron en sus gruñidos y apremiaron a Rosa a correr hasta donde Magda había caído en su vuelo contra la valla electrificada, pero por supuesto Rosa no las obedeció. Se quedó donde estaba, porque si corría, dispararían, y si intentaba recoger las astillas del cuerpo de Magda, dispararían, y si dejaba salir el aullido de lobo que le subía ahora por la escalera del esqueleto, dispararían; así que agarró el chal de Magda y se lo metió en la boca, poco a poco, hasta que se pudo tragar el aullido de lobo y sintió el regusto a canela y almendras de la saliva de Magda; y Rosa bebió el chal de Magda hasta que se secó.


© Cynthia Ozick: The Shawl (El chal). Publicado en The New Yorker, 26 de mayo de 1980. Traducción de Eugenia Vázquez Nacarino. | Cuento completo.

Hija de padres judíos procedentes de Lituania, estudió en la Hunter College High School de Nueva York, graduándose en el Washington Square College de la Universidad de Nueva York, y licenciándose en Literatura Inglesa en la Universidad Estatal de Ohio.


Es autora de ensayos, relatos cortos y novelas centradas en la cultura y tradición judías, y analizadas desde un punto de vista ético filosófico. 

Lavandería Ángel de Lucía Berlin

Sendero

Un indio viejo y alto con unos Levi’s descoloridos y un bonito cinturón zuni. Su pelo blanco y largo, anudado en la nuca con un cordón morado. Lo raro fue que durante un año más o menos siempre estábamos en la Lavandería Ángel a la misma hora. Aunque no a las mismas horas. Quiero decir que algunos días yo iba a las siete un lunes, o a las seis y media un viernes por la tarde, y me lo encontraba allí. 

Con la señora Armitage había sido diferente, aunque ella también era vieja. Eso fue en Nueva York, en la Lavandería San Juan de la calle 15. Portorriqueños. El suelo siempre encharcado de espuma. Entonces yo tenía críos pequeños y solía ir a lavar los pañales el jueves por la mañana. Ella vivía en el piso de arriba, el 4-C. Una mañana en la lavandería me dio una llave y yo la cogí. Me dijo que si algún jueves no la veía por allí, hiciera el favor de entrar en su casa, porque querría decir que estaba muerta. Era terrible pedirle a alguien una cosa así, y además me obligaba a hacer la colada los jueves. 

La señora Armitage murió un lunes, y nunca más volví a la Lavandería San Juan. El portero la encontró. No sé cómo. 

Durante meses, en la Lavandería Ángel, el indio y yo no nos dirigimos la palabra, pero nos sentábamos uno al lado del otro en las sillas amarillas de plástico, unidas en hilera como las de los aeropuertos. Rechinaban en el linóleo rasgado y el ruido daba dentera. 

El indio solía quedarse allí sentado tomando tragos de Jim Beam, mirándome las manos. No directamente, sino por el espejo colgado en la pared, encima de las lavadoras Speed Queen. Al principio no me molestó. Un viejo indio mirando fijamente mis manos a través del espejo sucio, entre un cartel amarillento de PLANCHA 1,50 $ lLA DOCENA y plegarias en rótulos naranja fosforito. DIOS, CONCÉDEME LA SERENIDAD PARA ACEPTAR LAS COSAS QUE NO PUEDO CAMBIAR. Hasta que empecé a preguntarme si no tendría una especie de fetichismo con las manos. Me ponía nerviosa sentir que no dejaba de vigilarme mientras fumaba o me sonaba la nariz, mientras hojeaba revistas de hacía años. Lady Bird Johnson, cuando era primera dama, bajando los rápidos. 

Al final acabé por seguir la dirección de su mirada. Vi que le asomaba una sonrisa al darse cuenta de que también yo me estaba observando las manos. Por primera vez nuestras miradas se encontraron en el espejo, debajo del rótulo NO SOBRECARGUEN LAS LAVADORAS. 

En mis ojos había pánico. Me miré a los ojos y volví a mirarme las manos. Horrendas manchas de la edad, dos cicatrices. Manos nada indias, manos nerviosas, desamparadas. Vi hijos y hombres y jardines en mis manos. 

Sus manos ese día (el día en que yo me fijé en las mías) agarraban las perneras tirantes de sus vaqueros azules. Normalmente le temblaban mucho y las dejaba apoyadas en el regazo, sin más. Ese día, en cambio, las apretaba para contener los temblores. Hacía tanta fuerza que sus nudillos de adobe se pusieron blancos. 

La única vez que hablé fuera de la lavandería con la señora Armitage fue cuando su váter se atascó y el agua se filtró hasta mi casa por la lámpara del techo. Las luces seguían encendidas mientras el agua salpicaba arcoíris a través de ellas. La mujer me agarró del brazo con su mano fría y moribunda y dijo: «¿No es un milagro?». 

El indio se llamaba Tony. Era un apache jicarilla del norte. Un día, antes de verlo, supe que la mano tersa sobre mi hombro era la suya. Me dio tres monedas de diez centavos. Al principio no entendí, estuve a punto de darle las gracias, pero entonces me di cuenta de que temblaba tanto que no podía poner en marcha la secadora. Sobrio ya es difícil. Has de girar la flecha con una mano, meter la moneda con la otra, apretar el émbolo, y luego volver a girar la flecha para la siguiente moneda. 

Volvió más tarde, borracho, justo cuando su ropa empezaba a esponjarse y caer suelta en el tambor. No consiguió abrir la portezuela, perdió el conocimiento en la silla amarilla. Seguí doblando mi ropa, que ya estaba seca. 

Ángel y yo llevamos a Tony al cuarto de la plancha y lo acostamos en el suelo. Calor. Ángel es quien cuelga en las paredes las plegarias y los lemas de AA. NO PIENSES Y NO BEBAS. Ángel le puso a Tony un calcetín suelto húmedo en la frente y se arrodilló a su lado. 

—Hermano, créeme, sé lo que es… He estado ahí, en la cloaca, donde estás tú. Sé exactamente cómo te sientes. 

Tony no abrió los ojos. Cualquiera que diga que sabe cómo te sientes es un iluso. 

La Lavandería Ángel está en Albuquerque, Nuevo México. Calle 4. Comercios destartalados y chatarrerías, locales donde venden cosas de segunda mano: catres del ejército, cajas de calcetines sueltos, ediciones de Higiene femenina de 1940. Almacenes de cereales y legumbres, pensiones para parejas y borrachos y ancianas teñidas con henna que hacen la colada en la lavandería de Ángel. Adolescentes chicanas recién casadas van a la lavandería de Ángel. Toallas, camisones rosas, braguitas que dicen «Jueves». Sus maridos llevan monos de faena con nombres impresos en los bolsillos. Me gusta esperar hasta que aparecen en la imagen especular de las secadoras. «Tina», «Corky», «Junior». 

La gente de paso va a la lavandería de Ángel. Colchones sucios, tronas herrumbrosas atadas al techo de viejos Buick abollados. Sartenes aceitosas que gotean, cantimploras de lienzo que gotean. Lavadoras que gotean. Los hombres se quedan en el coche bebiendo, descamisados, y estrujan con la mano las latas vacías de cerveza Hamm’s. 

Pero sobre todo son indios los que van a la lavandería de Ángel. Indios pueblo de San Felipe, Laguna o Sandía. Tony fue el único apache que conocí, en la lavandería o en cualquier otro sitio. Me gusta mirar las secadoras llenas de ropas indias y seguir los brillantes remolinos de púrpuras, naranjas, rojos y rosas hasta quedarme bizca. 

Yo voy a la lavandería de Ángel. No sé muy bien por qué, no es solo por los indios. Me queda lejos, en la otra punta de la ciudad. A una manzana de mi casa está la del campus, con aire acondicionado, rock melódico en el hilo musical. New Yorker, Ms., Cosmopolitan. Las esposas de los ayudantes de cátedra van allí y les compran a sus hijos chocolatinas Zero y Coca-Colas. La lavandería del campus tiene un cartel, como la mayoría de las lavanderías, advirtiendo que está TERMINANTEMENTE PROHIBIDO LAVAR PRENDAS QUE DESTIÑAN. Recorrí toda la ciudad con una colcha verde en el coche hasta que entré en la lavandería de Ángel y vi un cartel amarillo que decía: AQUÍ PUEDES LAVAR HASTA LOS TRAPOS SUCIOS.

Vi que la colcha no se ponía de un color morado oscuro, aunque sí quedó de un verde más parduzco, pero quise volver de todos modos. Me gustaban los indios y su colada. La máquina de Coca-Cola rota y el suelo encharcado me recordaban a Nueva York. Portorriqueños pasando la fregona a todas horas. Allí la cabina telefónica estaba fuera de servicio, igual que la de Ángel. ¿Habría encontrado muerta a la señora Armitage si hubiera sido un jueves? 

—Soy el jefe de mi tribu —dijo el indio. Llevaba un rato allí sentado, bebiendo oporto, mirándome fijamente las manos. 

Me contó que su mujer trabajaba limpiando casas. Habían tenido cuatro hijos. El más joven se había suicidado, el mayor había muerto en Vietnam. Los otros dos eran conductores de autobuses escolares. 

—¿Sabes por qué me gustas? —me preguntó. 

—No, ¿por qué? 

—Porque eres una piel roja —señaló mi cara en el espejo. Tengo la piel roja, es verdad, y no, nunca he visto a un indio de piel roja. 

Le gustaba mi nombre, y lo pronunciaba a la italiana. Lu-chí-a. Había estado en Italia en la Segunda Guerra Mundial. Cómo no, entre sus bellos collares de plata y turquesa llevaba colgada una placa. Tenía una gran muesca en el borde. 

—¿Una bala? 

No, solía morderla cuando estaba asustado o caliente. 

Una vez me propuso que fuéramos a echarnos en su furgoneta y descansáramos juntos un rato. 

—Los esquimales lo llaman «reír juntos» —señalé el cartel verde lima, NO DEJEN NUNCA LAS MÁQUINAS SIN SUPERVISIÓN. 

Nos echamos a reír, uno al lado del otro en nuestras sillas de plástico unidas. Luego nos quedamos en silencio. No se oía nada salvo el agua en movimiento, rítmica como las olas del océano. Su mano de buda estrechó la mía. 

Pasó un tren. Me dio un codazo. 

—¡Gran caballo de hierro! —y nos echamos a reír otra vez. 

Tengo muchos prejuicios infundados sobre la gente, como que a todos los negros por fuerza les ha de gustar Charlie Parker. Los alemanes son antipáticos, los indios tienen un sentido del humor raro. Parecido al de mi madre: uno de sus chistes favoritos es el del tipo que se agacha a atarse el cordón del zapato, y viene otro, le da una paliza y dice: «¡Siempre estás atándote los cordones!». El otro es el de un camarero que está sirviendo y le echa la sopa encima al cliente, y dice: «Oiga, está hecho una sopa». Tony solía repetirme chistes de esos los días lentos en la lavandería. 

Una vez estaba muy borracho, borracho violento, y se metió en una pelea con unos vagabundos en el aparcamiento. Le rompieron la botella de Jim Beam. Ángel dijo que le compraría una petaca si iba con él al cuarto de la plancha y le escuchaba. Saqué mi colada de la lavadora y la metí en la secadora mientras Ángel le hablaba de los doce pasos. 

Cuando salió, Tony me puso unas monedas en la mano. Metí su ropa en una secadora mientras él se debatía con el tapón de la botella de Jim Beam. Antes de que me diera tiempo a sentarme, empezó a hablar a gritos. 

—¡Soy un jefe! ¡Soy un jefe de la tribu apache! ¡Mierda! 

—Tú sí que estás hecho mierda —se quedó sentado, bebiendo, mirándome las manos en el espejo—. Por eso te toca hacer la colada, ¿eh, jefe apache? 

No sé por qué lo dije. Fue un comentario de muy mal gusto. A lo mejor pensé que se reiría. Y se rio, de hecho. 

—¿De qué tribu eres tú, piel roja? —me dijo, observándome las manos mientras sacaba un cigarrillo. 

—¿Sabes que mi primer cigarrillo me lo encendió un príncipe? ¿Te lo puedes creer? 

—Claro que me lo creo. ¿Quieres fuego? —me encendió el cigarrillo y nos sonreímos. Estábamos muy cerca uno del otro, y de pronto se desplomó hacia un lado y me quedé sola en el espejo. 

Había una chica joven, no en el espejo sino sentada junto a la ventana. Los rizos de su pelo en la bruma parecían pintados por Botticelli. Leí todos los carteles. DIOS, DAME FUERZAS. CUNA NUEVA A ESTRENAR (POR MUERTE DE BEBÉ). 

La chica metió su ropa en un cesto turquesa y se fue. Llevé mi colada a la mesa, revisé la de Tony y puse otra moneda de diez centavos. Solo estábamos él y yo. Miré mis manos y mis ojos en el espejo. Unos bonitos ojos azules.

Una vez estuve a bordo de un yate en Viña del Mar. Acepté el primer cigarrillo de mi vida y le pedí fuego al príncipe Alí Khan. «Enchanté», me dijo. La verdad es que no tenía cerillas. 

Doblé la ropa y cuando llegó Ángel me fui a casa. 

No recuerdo en qué momento caí en la cuenta de que nunca volví a ver a aquel viejo indio.

LUCIA BERLIN | Casa del Libro

https://www.eternacadencia.com.ar/blog/ficcion/item/lavanderia-angel.html#:~:text=El%20relato%20que%20abre%20Manual,unos%20cables%20pelados%20al%20tocarse%22.

Tiempo de cerezos en flor», de Lucia Berlin

Sendero

«

Por: Lucia Berlin*

En sus cuentos, Lucia Berlin habla entre líneas de sí misma: tres matrimonios fallidos, alcoholismo, cuatro hijos, muchos trabajos. En este en particular, rompe con sutileza la aparente normalidad revelando lo disfuncional, las fracturas.

27/11/2018


Ilustración: María Luque.Ilustración: María Luque. – Foto:

Este artículo forma parte de la edición 158 de ARCADIA. Haga clic aquí para leer todo el contenido de la revista.

Ahí estaba de nuevo, el cartero. Después de que se fijara en él la primera vez, Cassandra empezó a verlo en todas partes. Como cuando aprendes el significado de “exacerbar” y entonces todo el mundo empieza a decirlo y hasta sale en el periódico de la mañana.

Bajaba marchando por la Sexta Avenida, levantando mucho del suelo sus zapatos relucientes. Un/dos. Un/dos. En la esquina de la calle 13 volvió la cabeza hacia la derecha, giró sobre sus talones y desapareció. Iba repartiendo el correo.

Cassandra y su hijo de dos años, Matt, también hacían su ruta matutina. La charcutería, la tienda de licores A&P, la panadería, la estación de bomberos, la tienda de mascotas. A veces la lavandería. Pasar por casa para tomar la leche con galletas, luego volver a bajar, hasta Washington Square. En casa para almorzar y hacer la siesta.

Cuando se fijó por primera vez en el cartero, en cómo sus caminos se cruzaban y entrecruzaban, se preguntó por qué no lo había visto antes. ¿Su vida entera se habría alterado por cinco minutos? ¿Qué ocurriría si se alteraba una hora?

Entonces se fijó en que el cartero tenía la ruta calculada con tal precisión que durante varias manzanas seguidas ponía un pie en el otro lado de la calle justo cuando el semáforo se ponía en rojo. Nunca se desviaba de su camino, incluso las cortesías de rigor eran manidas y predecibles. Hasta que Cassandra se dio cuenta de que las suyas con Matt lo eran también. A las nueve, por ejemplo, un bombero subía a Matt al camión o le ponía el casco. A las diez y cuarto el panadero le preguntaba a Matt cómo estaba hoy su hombretón y le daba una galleta de avena. O el otro panadero le decía a Cassandra, hola, preciosa, y le daba a ella la galleta. Cuando salían del portal y se asomaban a Greenwich Street ahí estaba el cartero, justo cruzando la calle.

Es comprensible, se dijo. Los niños necesitan ritmo, una rutina. Matt era muy pequeño, le gustaban sus paseos, su rato en el parque, pero a la una en punto se ponía de mal humor, necesitaba comer y una siesta. Aun así ella empezó a intentar variarle el horario. Matt reaccionó mal. No le apetecía quedarse jugando en la arena o amodorrarse en el columpio hasta después del paseo. Si volvían pronto a casa, estaba demasiado acelerado para dormir la siesta. Si iban a la tienda después del parque, gimoteaba, se retorcía para salir del cochecito. Así que volvieron a la rutina habitual, a veces pisándole los talones al cartero, otras cuando acababa de cruzar la calle. Nadie se interponía en su camino o conseguía adelantarlo. Un/dos. Un/dos, trazaba una estela en línea recta por el centro de la acera.

Una mañana podrían no habérselo cruzado, si, como de costumbre, se hubiesen entretenido un rato en la tienda de mascotas. Pero en el medio de la tienda había una nueva jaula. Ratones danzando. Docenas de ratoncitos grises correteando en círculos enloquecidos. Habían nacido con una malformación en el tímpano, así que corrían y corrían como posesos. Cassandra sacó a Matt de la tienda y casi se chocaron con el cartero. Al otro lado de la calle una lesbiana llamaba a gritos a su amante en la cárcel de mujeres. Estaba allí cada mañana a las diez y media.

En la Sexta Avenida pararon en la charcutería a comprar higaditos de pollo, y luego al lado para recoger la ropa de la lavandería. Matt cargó la compra, ella empujaba la colada en un carrito. El cartero se saltó un paso para evitar las ruedas del carrito.

El marido de Cassandra, David, llegaba a casa a las seis menos cuarto. Tocaba tres veces el interfono y ella le contestaba con tres pitidos. Matt y ella esperaban en la baranda, viéndolo subir uno, dos, tres, cuatro tramos de escaleras. ¡Hola! ¡Hola! ¡Hola! Se abrazaban y él entraba. Se sentaba a la mesa de la cocina con Matt en el regazo, aflojándose la corbata.

—¿Cómo ha ido? —preguntaba ella.

“Igual”, contestaba él, o “peor”. Era escritor, estaba a punto de terminar su primera novela. Detestaba el trabajo que hacía en la editorial, no le quedaba tiempo ni energía para su libro.

—Lo siento, David —decía ella, y preparaba una copa para los dos.

—¿Qué tal su día?

—Bien. Paseamos, fuimos al parque.

—Genial.

—Matt durmió la siesta. Yo he leído a Gide —(intentaba leer a Gide; normalmente leía a Thomas Hardy)—. Resulta que hay un cartero…

—No me digas.

—Me deprime ese hombre. Es como un robot. Todos los santos días sigue el mismo horario, tiene calculados hasta los semáforos. Hace que mi propia vida me parezca triste.

David se enfadó.

—Ya, pobrecita. Mira, todos hacemos cosas que no queremos. ¿Crees que a mí me gusta estar en el departamento de libros de texto?

—No me refería a eso. Me encanta lo que hago. Solo que no quiero tener que hacerlo a las diez y veintidós. ¿Entiendes?

—Supongo. Anda, mujer, prepárame un baño.

Siempre se lo decía, en broma. Y entonces ella iba a prepararle un baño y hacía la cena mientras él se bañaba. Comían cuando salía, con el pelo negro reluciente. Después de cenar, David escribía o pensaba. Ella lavaba los platos, le daba un baño a Matt y le leía, le cantaba. “Texarkana Baby” y “Candy Kisses” hasta que se quedaba dormido, con un hilo de baba colgando de sus labios rosados. Luego Cassandra leía o cosía hasta que David decía: “Vamos a descansar”, y se iban a la cama. Hacían el amor, o no, y se dormían.

A la mañana siguiente se quedó despierta en la cama, con dolor de cabeza. Esperó a que él dijera “Buenos días, mi sol”, y lo dijo. Cuando se marchó esperó a que la besara y se despidiera con un “No hagas nada que yo no haría”, y así fue.

De camino a Washington Square pensó que un niño se iba a caer del tobogán y se cortaría el labio. Más tarde, en el parque, Matt se cayó del columpio y se cortó el labio. Cassandra apretó el corte con un clínex, se contuvo para no echarse a llorar también. ¿Qué pasa conmigo? ¿Qué más quiero? Dios, déjame ver las cosas buenas… Se obligó a mirar alrededor, a salir de sí misma, y de pronto vio que los cerezos estaban en flor. Habían ido brotando poco a poco, pero ese día estaban espléndidos. Entonces, como si fuera porque había visto los árboles, la fuente se encendió. ¡Mira, mamá!, gritó Matt, y echó a correr. Todos los niños y sus madres fueron corriendo hasta la fuente centelleante. El cartero pasó de largo como de costumbre. No pareció advertir que estaba encendida, el agua lo salpicó. Un/dos. Un/dos.

Cassandra llevó a Matt a casa para la siesta. A veces ella se dormía también, pero generalmente cosía o trajinaba en la cocina. Le encantaba ese momento perezoso del día cuando el gato bostezaba y los autobuses pasaban surcando la calle, cuando los teléfonos sonaban sin parar. La máquina de coser zumbaba como las moscas en verano.

Pero esa tarde el sol se reflejaba en el cromo de la cocina, la aguja de la máquina se rompió. De la calle llegaban frenazos, chirridos. Los cubiertos tintineaban en el escurridor, un cuchillo rechinó contra el esmalte. Cassandra troceaba perejil. Un/dos. Un/dos.

Matt se despertó. Le lavó la cara, con cuidado de no rozarle el labio. Tomaron batidos, esperaron con bigotes de chocolate a que David volviera a casa, a que llamara tres veces al interfono.

Cassandra deseó poder contarle que se sentía fatal, pero era David quien lo pasaba mal trabajando en ese sitio, sin tiempo para su libro. Así que cuando le preguntó qué tal había ido el día, le dijo:

—Ha sido un día maravilloso. Los cerezos están en flor y han encendido la fuente. ¡Es primavera!

—Genial —David sonrió.

—El cartero se ha mojado al pasar —añadió ella.

—No me digas.

Ilustración: María Luque.

—Hoy no iremos a la tienda —le dijo Cassandra a Matt. Hicieron galletas de mantequilla de cacahuete y Matt las pinchó una a una con el tenedor. Muy bien. Ella preparó emparedados y leche, puso unas mantas y una almohada en el carrito de la colada. Fueron por un camino completamente distinto, bajando la Quinta Avenida, hasta Washington Square. Era bonito encontrarse de frente con el arco, enmarcando los árboles y la fuente.

Jugaron juntos a la pelota, Matt jugó en el tobogán y en el arenero. A la una Cassandra tendió la manta para hacer un pícnic. Comieron emparedados, ofrecieron galletas a la gente que pasaba. Después de almorzar, al principio, Matt no quería dormir, ni siquiera con su manta y su almohada, pero ella le cantó “She’s my Texarkana baby and I love her like a doll, her ma she came from Texas and her pa from Arkansas”, una y otra vez hasta que al final se quedó dormido, y ella también. Durmieron mucho rato. Cassandra se asustó al despertarse porque abrió los ojos y vio las flores rosadas con el cielo azul de fondo.

Cantaron de regreso a casa, parando en la lavandería a recoger la colada. Al salir, empujando el carro cargado, Cassandra se sorprendió al ver al cartero. No lo habían visto en todo el día. Con desgana siguió andando detrás de él hacia el paso de cebra. Entonces soltó el carrito, dejó que rodara hasta chocar contra sus tobillos. Le enganchó el pie de tal forma que un zapato se le salió. El cartero giró la cabeza y la miró con odio, se agachó a desatarse el zapato y a ponérselo de nuevo. Ella recuperó el carrito y el cartero empezó a cruzar la calle. Pero era demasiado tarde, el semáforo se puso en rojo cuando estaba en mitad de la calzada. Una camioneta de reparto de Gristedes dobló la esquina y clavó los frenos para no llevarse al cartero por delante. El hombre se paralizó, aterrorizado, luego acabó de cruzar la calle y bajó por la 13, corriendo.

Cassandra y Matt siguieron derecho hasta la calle 14 y dieron la vuelta a la manzana hasta el edificio donde vivían. Era una manera completamente distinta de ir a casa.

David llamó al interfono a las seis menos cuarto. ¡Hola!

¡Hola! ¡Hola!

—¿Qué tal el día?

—Igual. ¿Y el suyo?

Matt y Cassandra se interrumpían a cada momento, hablándole de cómo les había ido, del picnic.

—Fue precioso. Dormimos bajo los cerezos en flor.

—Genial —David sonrió. Ella sonrió también.

—Volviendo a casa asesiné al cartero.

—No me digas —dijo David, aflojándose la corbata.

—David. Habla conmigo, por favor.

*Lucia Berlin fue una escritora estadounidense (Alaska, 1936- Los Ángeles, 2014). Escribió Manual para mujeres de la limpieza, entre otros muchos libros. Este cuento pertenece a Una noche en el paraíso (Alfaguara), una recopilación de relatos inéditos en castellano que se publicó en noviembre. La traducción del inglés, de Eugenia Vázquez Nacarino, fue revisada por ARCADIA para esta prepublicación.

fuente:https://www.semana.com/periodismo-cultural—revista-arcadia/articulo/tiempo-de-cerezos-en-flor-un-cuento-de-lucia-berlin/72113/

Foto crédito Buddy Berlin, Literary Estate of Lucia Berlin.

El Jockey de Lucía Berlín

Sendero

Me gusta trabajar en Urgencias, por lo menos ahí se conocen hombres. Hombres de verdad, héroes. Bomberos y jockeys. Siempre vienen a las salas de urgencias. Las radiografías de los jinetes son alucinantes. Se rompen huesos constantemente, pero se vendan y corren la siguiente carrera. Sus esqueletos parecen árboles, parecen brontosaurios reconstruidos. Radiografías de San Sebastián.       Suelo atenderlos yo, porque hablo español y la mayoría son mexicanos. Mi primer jockey fue Muñoz. Dios. Me paso el día desvistiendo a la gente y no es para tanto, apenas tardo unos segundos. Muñoz estaba allí tumbado, inconsciente, un dios azteca en miniatura, pero con aquella ropa tan complicada fue como ejecutar un elaborado ritual. Exasperante, porque no se acababa nunca, como cuando Mishima tarda tres páginas en quitarle el kimono a la dama. La camisa de raso morada tenía muchos botones a lo largo del hombro y en los puños que rodeaban sus finas muñecas; los pantalones estaban sujetos con intrincados lazos, nudos precolombinos. Sus botas olían a estiércol y sudor, pero eran tan blandas y delicadas como las de Cenicienta. Entretanto él dormía, un príncipe encantado.       Empezó a llamar a su madre incluso antes de despertarse. No solo me agarró de la mano como algunos pacientes hacen, sino que se colgó de mi cuello, sollozanzo «¡Mamacita, mamacita!»*. La única forma de que consintiera  que el doctor Johnson lo examinara fue acunándolo en mis brazos como a un bebé. Era pequeño como un niño, pero fuerte, musculoso. Un hombre en mi regazo. ¿Un hombre de ensueño? ¿Un bebé de ensueño?       El doctor Johnson me pasaba una toalla húmeda por la frente mientras yo traducía. La clavícula estaba fracturada, había al menos tres costillas rotas, probablemente una conmoción cerebral. No, dijo Muñoz. Debía correr en las carreras del día siguiente. Llévelo a Rayos X, dijo el doctor Johnson. Puesto que no quiso tumbarse en la camilla, lo llevé en brazos por el pasillo, estilo King Kong. Muñoz sollozaba, aterrorizado; sus lágrimas me mojaban el pecho.       Esperamos en la sala oscura al técnico de Rayos X. Lo tranquilicé igual que habría hecho con un caballo. «Cálmate, lindo, cálmate. Despacio… despacio.» Se aquietó en mis brazos, resoplaba y roncaba suavemente. Acaricié su espalda tersa. Se estremeció, lustrosa como el lomo de un potro soberbio. Fue maravilloso.

https://elhacedordesuenos.blogspot.com/2019/08/mi-jockey-un-relato-de-lucia-berlin.html

Cuento de Lucia Berlín

Sendero

LUCIA BERLIN:MANUAL PARA MUJERES DE LA LIMPIEZA

 Rubén Garcia García – Sendero

42–PIEDMONT. Autobús lento hasta Jack London Square. Sirvientas y ancianas. Me senté al lado de una viejecita ciega que estaba leyendo en Braille; su dedo se deslizaba por la página, lento y silencioso, línea tras línea. Era relajante mirarla, leer por encima de su hombro. La mujer se bajó en la calle 29, donde se han caído todas las letras del cartel PRODUCTOS NACIONALES ELABORADOS POR CIEGOS, excepto CIEGOS.

La calle 29 también es mi parada, pero tengo que ir hasta el centro a cobrar el cheque de la señora Jessel. Si vuelve a pagarme con un cheque, lo dejo. Además, nunca tiene suelto para el desplazamiento. La semana pasada hice todo el trayecto hasta el banco pagándolo de mi bolsillo, y se había olvidado de firmar el cheque.

Se olvida de todo, incluso de sus achaques. Mientras limpio el polvo los voy recogiendo y los dejo en el escritorio. 10 A. M. NÁUSEAS en un trozo de papel en la repisa de la chimenea. DIARREA en el escurridero. LAGUNAS DE MEMORIA Y MAREO encima de la cocina. Sobre todo se olvida de si tomó el fenobarbital, o de que ya me ha llamado dos veces a casa para preguntarme si lo ha hecho, dónde está su anillo de rubí, etcétera.

Me sigue de habitación en habitación, repitiendo las mismas cosas una y otra vez. Voy a acabar tan chiflada como ella. Siempre digo que no voy a volver, pero me da lástima. Soy la única persona con quien puede hablar. Su marido es abogado, juega al golf y tiene una amante. No creo que la señora Jessel lo sepa, o que se acuerde. Las mujeres de la limpieza lo saben todo.

Y las mujeres de la limpieza roban. No las cosas por las que tanto sufre la gente para la que trabajamos. Al final es lo superfluo lo que te tienta. No queremos la calderilla de los ceniceros.

A saber dónde, una señora en una partida de bridge hizo correr el rumor de que para poner a prueba la honestidad de una mujer de la limpieza hay que dejar un poco de calderilla, aquí y allá, en ceniceros de porcelana con rosas pintadas a mano. Mi solución es añadir siempre algunos peniques, incluso una moneda de diez centavos.

En cuanto me pongo a trabajar, antes de nada compruebo dónde están los relojes, los anillos, los bolsos de fiesta de lamé dorado. Luego, cuando vienen con las prisas, jadeando sofocadas, contesto tranquilamente: «Debajo de su almohada, detrás del inodoro verde sauce». Creo que lo único que robo, de hecho, son somníferos. Los guardo para un día de lluvia.

Hoy he robado un frasco de semillas de sésamo Spice Islands. La señora Jessel apenas cocina. Cuando lo hace, prepara pollo al sésamo. La receta está pegada en la puerta del armario de las especias, por dentro. Guarda una copia en el cajón de los sellos y los cordeles, y otra en su agenda. Siempre que encarga pollo, salsa de soja y jerez, pide también un frasco de semillas de sésamo. Tiene quince frascos de semillas de sésamo. Catorce, ahora.

Me senté en el bordillo a esperar el autobús. Otras tres sirvientas, negras con uniforme blanco, se quedaron de pie a mi lado. Son viejas amigas, hace años que trabajan en Country Club Road. Al principio todas estábamos indignadas… el autobús se adelantó dos minutos y lo perdimos. Maldita sea. El conductor sabe que las sirvientas siempre están ahí, que el 42 a Piedmont pasa solo una vez cada hora.

Fumé mientras ellas comparaban el botín. Cosas que se habían llevado… laca de uñas, perfume, papel higiénico. Cosas que les habían dado… pendientes desparejados, veinte perchas, sujetadores rotos.

(Consejo para mujeres de la limpieza: aceptad todo lo que la señora os dé, y decid gracias. Luego lo podéis dejar en el autobús, en el hueco del asiento).

Para meterme en la conversación les enseñé mi frasco de semillas de sésamo. Se rieron a carcajadas.

—¡Ay, chica! ¿Semillas de sésamo?

Me preguntaron cómo aguantaba tanto con la señora Jessel. La mayoría no repiten más de tres veces. Me preguntaron si es verdad que tiene ciento cuarenta pares de zapatos. Sí, pero lo malo es que la mayoría son idénticos.

La hora pasó volando. Hablamos de las señoras para las que trabajamos. Nos reímos, no sin un poso de amargura.

Las mujeres de la limpieza de toda la vida no me aceptan de buenas a primeras. Y además, me cuesta conseguir trabajo en esto, porque soy «instruida». Sé que ahora mismo no puedo buscarme otra cosa. He aprendido a contarles a las señoras desde el principio que mi marido alcohólico acaba de morir y me he quedado sola con mis cuatro hijos. Hasta ahora nunca había trabajado, criando a los niños y demás.

43–SHATTUCK–BERKELEY. Los bancos con carteles de SATURACIÓN PUBLICITARIA están empapados todas las mañanas. Le pedí fuego a un hombre y me dio la caja de cerillas. EVITEMOS EL SUICIDIO. Era de esas que, absurdamente, llevan la banda de fósforo detrás. Más vale prevenir.

Al otro lado de la calle, la mujer de la tintorería estaba barriendo la acera. A ambos lados de su puerta revoloteaban hojas y basura. Ahora es otoño, en Oakland.

Esa misma tarde, al volver de limpiar en casa de Horwitz, la acera de la tintorería volvía a estar cubierta de hojas y porquería. Tiré mi billete de transbordo. Siempre compro billete de transbordo. A veces los regalo, pero normalmente me los quedo.

Ter solía burlarse de esa manía mía de guardarlo siempre todo.

—Vamos, Maggie May, en este mundo no te puedes aferrar a nada. Excepto a mí, quizá.

Una noche en Telegraph Avenue me desperté al notar que me ponía la anilla de una lata de Coors en la palma de la mano y me cerraba el puño. Abrí los ojos y lo vi sonriendo. Terry era un vaquero joven, de Nebraska. No le gustaba ver películas extranjeras. Ahora sé que era porque no le daba tiempo a leer los subtítulos.

Las raras veces que Ter leía un libro, arrancaba las páginas a medida que las pasaba y las iba tirando. Al volver a casa, donde las ventanas siempre estaban abiertas o rotas, me encontraba un remolino de hojas en la habitación, como palomas en un aparcamiento del Safeway.

33–BERKELEY EXPRESS. ¡El autobús se perdió! El conductor se pasó de largo en el desvío de SEARS para tomar la autopista. Todo el mundo empezó a tocar el timbre mientras el hombre, avergonzado, giraba a la izquierda en la calle 27. Acabamos atascados en un callejón sin salida. La gente se asomaba a las ventanas a ver el autobús. Cuatro hombres se bajaron para ayudarle a retroceder entre los coches que había aparcados en la calle estrecha. Una vez en la autopista, empezó a acelerar como un loco. Daba miedo. Hablábamos unos con otros, emocionados por el suceso.

Hoy toca la casa de Linda.

(Mujeres de la limpieza: como norma general, no trabajéis para las amigas. Tarde o temprano se molestan contigo porque sabes demasiado de su vida. O dejan de caerte bien, por lo mismo).

Pero Linda y Bob son buenos amigos, de hace tiempo. Siento su calidez aunque no estén ahí. Esperma y confitura de arándanos en las sábanas. Quinielas del hipódromo y colillas en el cuarto de baño. Notas de Bob a Linda: «Compra tabaco y lleva el coche a… du-duá, du-duá». Dibujos de Andrea con amor para mamá. Cortezas de pizza. Limpio los restos de coca del jespejo con Windex.

Es el único sitio donde trabajo que no está impecable, para empezar. Más bien está hecho un asco. Cada miércoles subo como Sísifo las escaleras que llevan al salón de su casa, donde siempre parece que estén en mitad de una mudanza.

No gano mucho dinero con ellos porque no les cobro por horas, ni el transporte. No me dan la comida, por supuesto. Trabajo duro de verdad. Pero también paso muchos ratos sentada, me quedo hasta muy tarde. Fumo y leo el New York Times, libros porno, Cómo construir una pérgola. Sobre todo miro por la ventana la casa de al lado, donde viví un tiempo. El 2129 ½ de Russell Street. Miro el árbol que da peras de madera, con las que Ter hacía tiro al blanco. En la cerca brillan los perdigones incrustados. El rótulo de BEKINS que iluminaba nuestra cama por la noche. Echo de menos a Ter y fumo. Los trenes no se oyen de día.

40–TELEGRAPH AVENUE–ASILO DE MILLHAVEN. Cuatro ancianas en sillas de ruedas contemplan la calle con mirada vidriosa. Detrás, en el puesto de enfermeras, una chica negra preciosa baila al son de «I Shot the Sheriff». La música está alta, incluso para mí, pero las ancianas ni siquiera la oyen. Más abajo, tirado en la acera, hay un cartel burdo: INSTITUTO DEL CÁNCER 13:30.

El autobús se retrasa. Los coches pasan de largo. La gente rica que va en coche nunca mira a la gente de la calle, para nada. Los pobres siempre lo hacen… De hecho, a veces parece que simplemente vayan en el coche dando vueltas, mirando a la gente de la calle. Yo lo he hecho. La gente pobre está acostumbrada a esperar. La Seguridad Social, la cola del paro, lavanderías, cabinas telefónicas, salas de urgencias, cárceles, etcétera.

Mientras esperábamos el 40, nos pusimos a mirar el escaparate de la LAVANDERÍA DE MILL Y ADDIE. Mill había nacido en un molino, en Georgia. Estaba tumbado sobre una hilera de cinco lavadoras, instalando un televisor enorme en la pared. Addie hacía pantomimas para nosotros, simulando que el televisor se iba a caer en cualquier momento. Los transeúntes se paraban también a mirar a Mill. Nos veíamos reflejados en la pantalla, como en un programa de cámara oculta.

Calle abajo hay un gran funeral negro en FOUCHÉ. Antes pensaba que el cartel de neón decía «touché», y siempre imaginaba a la muerte enmascarada, apuntándome al corazón con un florete.

He reunido ya treinta pastillas, entre los Jessel, los Burn, los McIntyre, los Horwitz y los Blum. En cada una de esas casas donde trabajo hay un arsenal de anfetas o sedantes que bastaría para dejar fuera de circulación a un ángel del infierno durante veinte años.

18–PARK BOULEVARD–MONTCLAIR. Centro de Oakland. Hay un indio borracho que ya me conoce, y siempre me dice: «Qué vueltas da la vida, cielo».

En Park Boulevard un furgón azul de la policía del condado, con las ventanas blindadas. Dentro hay una veintena de presos de camino a comparecer ante el juez. Los hombres, encadenados juntos y vestidos con monos naranjas, se mueven casi como un equipo de remo. Con la misma camaradería, a decir verdad. El interior del furgón está oscuro. En la ventanilla se refleja el semáforo. Ámbar DESPACIO DESPACIO. Rojo STOP STOP.

Una hora larga de modorra hasta las colinas neblinosas de Montclair, un próspero barrio residencial. Solo van sirvientas en el autobús. Al pie de la Iglesia Luterana de Sion hay un letrero grande en blanco y negro que dice PRECAUCIÓN: TERRENO RESBALADIZO. Cada vez que lo veo, se me escapa la risa. Las otras mujeres y el conductor se vuelven y me miran. A estas alturas ya es un ritual. En otra época me santiguaba automáticamente cuando pasaba delante de una iglesia católica. Tal vez dejé de hacerlo porque en el autobús la gente siempre se daba la vuelta y miraba. Sigo rezando automáticamente un avemaría, en silencio, siempre que oigo una sirena. Es un incordio, porque vivo en Pill Hill, un barrio de Oakland lleno de hospitales; tengo tres a un paso.

Al pie de las colinas de Montclair mujeres en Toyotas esperan a que sus sirvientas bajen del autobús. Siempre me las arreglo para subir a Snake Road con Mamie y su señora, que dice: «¡Caramba, Mamie, tú tan preciosa con esa peluca atigrada, y yo con esta facha!». Mamie y yo fumamos.

Las señoras siempre suben la voz un par de octavas cuando les hablan a las mujeres de la limpieza o a los gatos.

(Mujeres de la limpieza: nunca os hagáis amigas de los gatos, no les dejéis jugar con la mopa, con los trapos. Las señoras se pondrán celosas. Aun así, nunca los ahuyentéis de malos modos de una silla. En cambio, haceos siempre amigas de los perros, pasad cinco o diez minutos rascando a Cherokee o Smiley nada más llegar. Acordaos de bajar la tapa de los inodoros. Pelos, goterones de baba).

Los Blum. Este es el sitio más raro en el que trabajo, la única casa realmente bonita. Los dos son psiquiatras. Son consejeros matrimoniales, con dos «preescolares» adoptados.

(Nunca trabajéis en una casa con «preescolares». Los bebés son geniales. Puedes pasar horas mirándolos, acunándolos en brazos. Con los críos más mayores… solo sacarás alaridos, Cheerios secos, hacerte inmune a los accidentes y el suelo lleno de huellas del pijama de Snoopy).

(Nunca trabajéis para psiquiatras, tampoco. Os volveréis locas. Yo también podría explicarles a ellos un par de cosas… ¿Zapatos con alzas?).

El doctor Blum está en casa, otra vez enfermo. Tiene asma, por el amor de Dios. Va dando vueltas en albornoz, rascándose una pierna peluda y pálida con la alpargata.La, la, la, la, Mrs. Robinson… Tiene un equipo estéreo de más de dos mil dólares y cinco discos. Simon & Garfunkel, Joni Mitchell y tres de los Beatles.

Se queda en la puerta de la cocina, rascándose ahora la otra pierna. Me alejo contoneándome con la fregona hacia el office, mientras él me pregunta por qué elegí este tipo de trabajo en particular.

—Supongo que por culpabilidad, o por rabia —digo con desgana.

—Cuando se seque el suelo, ¿podré prepararme una taza de té?

—Mire, vaya a sentarse. Ya se lo preparo yo. ¿Azúcar o miel?

—Miel. Si no es mucha molestia. Y limón, si no es…

—Vaya a sentarse —le llevo el té.

Una vez le traje una blusa negra de lentejuelas a Natasha, que tiene cuatro años, para que se engalanara. La doctora Blum puso el grito en el cielo y dijo que era sexista. Por un momento pensé que me estaba acusando de intentar seducir a Natasha. Tiró la blusa a la basura. Conseguí rescatarla y ahora me la pongo de vez en cuando, para engalanarme.

(Mujeres de la limpieza: aprenderéis mucho de las mujeres liberadas. La primera fase es un grupo de toma de conciencia feminista; la segunda fase es una mujer de la limpieza; la tercera, el divorcio).

Los Blum tienen un montón de pastillas, una plétora de pastillas. Ella tiene estimulantes, él tiene tranquilizantes. El señor doctor Blum tiene pastillas de belladona. No sé qué efecto hacen, pero me encantaría llamarme así.

Una mañana los oí hablando en el office de la cocina y él dijo: «¡Hagamos algo espontáneo hoy, llevemos a los niños a volar una cometa!».

Me robó el corazón. Una parte de mí quiso irrumpir en la escena como la sirvienta de la tira cómica del Saturday Evening Post. Se me da muy bien hacer cometas, conozco varios sitios con buen viento en Tilden. En Montclair no hay viento. La otra parte de mí encendió la aspiradora para no oír lo que ella le contestaba. Fuera llovía a cántaros.

El cuarto de los juguetes era una leonera. Le pregunté a Natasha si Todd y ella realmente jugaban con todos aquellos juguetes. Me dijo que los lunes al levantarse los tiraban por el suelo, porque era el día que iba yo a limpiar.

—Ve a buscar a tu hermano —le dije.

Los había puesto a recoger cuando entró la señora Blum. Me sermoneó sobre las interferencias y me dijo que se negaba a «imponer culpabilidad o deberes» a sus hijos. La escuché, malhumorada. Luego, como si se le ocurriera de pronto, me pidió que desenchufara el frigorífico y lo limpiara con amoniaco y vainilla.

¿Amoniaco y vainilla? A partir de ahí dejé de odiarla. Una cosa tan simple. Me di cuenta de que realmente quería vivir en un hogar acogedor, que no quería imponer culpabilidad o deberes a sus hijos. Más tarde me tomé un vaso de leche, y sabía a amoniaco y vainilla.

40–TELEGRAPH AVENUE–BERKELEY. Lavandería de Mill y Addie. Addie está sola dentro, limpiando los cristales del escaparate. Detrás de ella, encima de una lavadora, hay una enorme cabeza de pescado en una bolsa de plástico. Ojos ciegos y perezosos. Un amigo, el señor Walker, les lleva cabezas de pescado para hacer caldo. Addie traza círculos inmensos de espuma blanca en el vidrio. Al otro lado de la calle, en la guardería St. Luke, un niño cree que lo está saludando. La saluda, haciendo los mismos gestos con los brazos. Addie para, sonríe y lo saluda de verdad. Llega mi autobús. Toma Telegraph Avenue hacia Berkeley. En el escaparate del SALÓN DE BELLEZA VARITA MÁGICA hay una estrella de papel de plata pegada a un matamoscas. Al lado, tienda de ortopedia con dos manos suplicantes y una pierna.

Ter se negaba a ir en autobús. Ver a la gente ahí sentada lo deprimía. Le gustaban las estaciones de autobuses, en cambio. Íbamos a menudo a las de San Francisco y Oakland. Sobre todo a la de Oakland, en San Pablo Avenue. Una vez me dijo que me amaba porque yo era como San Pablo Avenue.

Él era como el vertedero de Berkeley. Ojalá hubiera un autobús al vertedero. Íbamos allí cuando añorábamos Nuevo México. Es un lugar inhóspito y ventoso, y las gaviotas planean como los chotacabras del desierto al anochecer. Allá donde mires, se ve el cielo. Los camiones de basura retumban por las carreteras entre vaharadas de polvo. Dinosaurios grises.

No sé cómo salir adelante ahora que estás muerto, Ter. Aunque eso ya lo sabes.

Es como aquella vez en el aeropuerto, cuando estabas a punto de embarcar para Albuquerque.

—Mierda, no puedo irme. Nunca vas a encontrar el coche.

O aquella otra vez, cuando te ibas a Londres.

—¿Qué vas a hacer cuando me vaya, Maggie? —repetías sin parar.

—Haré macramé, chaval.

—¿Qué vas a hacer cuando me vaya, Maggie?

—¿De verdad crees que te necesito tanto?

—Sí —contestaste. Sin más, una afirmación rotunda de Nebraska.

Mis amigos dicen que me recreo en la autocompasión y el remordimiento. Que ya no veo a nadie. Cuando sonrío, sin querer me tapo la boca con la mano.

Voy juntando somníferos. Una vez hicimos un pacto: si para 1976 las cosas no se arreglaban, nos mataríamos a tiros al final del muelle. Tú no te fiabas de mí, decías que te dispararía y echaría a correr, o me mataría yo primero, cualquier cosa. Estoy harta de bregar, Ter.

58–UNIVERSIDAD–ALAMEDA. Las viejecitas de Oakland van todas al centro comercial Hink, en Berkeley. Las viejecitas de Berkeley van al centro comercial Capwell, en Oakland. En este autobús todos son jóvenes y negros, o viejos y blancos, incluidos los conductores. Los conductores viejos blancos son cascarrabias y nerviosos, especialmente en la zona del Politécnico de Oakland. Siempre paran con un frenazo, gritan a los que fuman o van escuchando la radio. Dan bandazos y se detienen en seco, haciendo que las viejecitas se choquen contra las barras. A las viejecitas les salen cardenales en los brazos, instantáneamente.

Los conductores jóvenes negros van rápido, surcan Pleasant Valley Road pasándose todos los semáforos en ámbar. Sus autobuses son ruidosos y echan humo, pero no dan bandazos.

Hoy me toca la casa de la señora Burke. También tengo que dejarla. Ahí nunca cambia nada. Nunca hay nada sucio. Ni siquiera entiendo para qué voy. Hoy me sentí mejor. Al menos he entendido lo de las treinta botellas de Lancers Rosé. Antes había treinta y una. Por lo visto ayer fue su aniversario de bodas. Encontré dos colillas de cigarrillo en el cenicero del marido (en lugar de la que hay siempre), una copa de vino (ella no bebe) y la botella en cuestión. Los trofeos de petanca estaban ligeramente desplazados. Nuestra vida juntos.

Ella me enseñó mucho sobre el gobierno de la casa. Coloca el rollo de papel de váter de manera que salga por abajo. Abre la lengüeta del detergente solo hasta la mitad. Quien guarda halla. Una vez, en un ataque de rebeldía, rasgué la lengüeta de un tirón con tan mala suerte que el detergente se vertió y cayó en los quemadores de la cocina. Un desastre.

(Mujeres de la limpieza: que sepan que trabajáis a conciencia. El primer día dejad todos los muebles mal colocados, que sobresalgan un palmo o queden un poco torcidos. Cuando limpiéis el polvo, poned los gatos siameses mirando hacia otro lado, la jarrita de la leche a la izquierda del azucarero. Cambiad el orden de los cepillos de dientes).

Mi obra maestra en este sentido fue cuando limpié encima del frigorífico de la señora Burke. A ella no se le escapa nada, pero si yo no hubiera dejado la linterna encendida no se habría dado cuenta de que me había entretenido en rascar y engrasar la plancha, en reparar la figurita de la geisha, y de paso en limpiar la linterna.

Hacer mal las cosas no solo les demuestra que trabajas a conciencia, sino que además les permite ser estrictas y mandonas. A la mayoría de las mujeres estadounidenses les incomoda mucho tener sirvientas. No saben qué hacer mientras estás en su casa. A la señora Burke le da por repasar la lista de felicitaciones de Navidad y planchar el papel de regalo del año anterior. En agosto.

Procurad trabajar para judíos o negros. Te dan de comer. Pero sobre todo porque las mujeres judías y negras respetan el trabajo, el trabajo que haces, y además no se avergüenzan en absoluto de pasarse el día entero sin hacer nada de nada. Para eso te pagan, ¿no?

Las mujeres de la Orden de la Estrella de Oriente son otra historia. Para que no se sientan culpables, intentad siempre hacer algo que ellas no harían nunca. Encaramaos a los fogones para restregar del techo las salpicaduras de una Coca-Cola reventada. Encerraos dentro de la mampara de la ducha. Retirad todos los muebles, incluido el piano, y ponedlos contra la puerta. Ellas nunca harían esas cosas, y además así no pueden entrar.

Menos mal que siempre están enganchadas como mínimo a un programa de televisión. Dejo la aspiradora encendida media hora (un sonido relajante) y me tumbo debajo del piano con un trapo de limpiar el polvo en la mano, por si acaso. Simplemente me quedo ahí tumbada, tarareando y pensando. No quise identificar tu cadáver, Ter, aunque eso trajo muchas complicaciones. Temía empezar a pegarte por lo que habías hecho. Morir.

El piano de los Burke lo dejo para el final. Lo malo es que la única partitura que hay en el atril es el himno de la Marina. Siempre acabo marchando a la parada del autobús al ritmo de «From the Halls of Montezuma…».

58–UNIVERSIDAD–BERKELEY. Un conductor viejo blanco cascarrabias. Lluvia, retrasos, gente apretujada, frío. Navidad es una mala época para los autobuses. Una hippy joven colocada empezó a gritar «¡Quiero bajarme de este puto autobús!». «¡Espera a la próxima parada!», le gritó el conductor. Una mujer de la limpieza gorda que iba sentada delante de mí vomitó y ensució las galochas de la gente y una de mis botas. El olor era asqueroso y varias personas se bajaron en la siguiente parada, como ella. El conductor paró en la gasolinera Arco de Alcatraz y trajo una manguera para limpiarlo, pero lo único que hizo fue echarlo hacia atrás y encharcar aún más el suelo. Estaba colorado y rabioso, y se saltó un semáforo; nos puso a todos en peligro, dijo el hombre que había a mi lado.

En el Politécnico de Oakland una veintena de estudiantes con radios esperaban detrás de un hombre prácticamente impedido. La Seguridad Social está justo al lado del Politécnico. Mientras el hombre subía al autobús, con muchas dificultades, el conductor gritó «¡Ah, por el amor de Dios!», y el hombre pareció sorprendido.

Otra vez la casa de los Burke. Ningún cambio. Tienen diez relojes digitales y los diez están en hora, sincronizados. El día que me vaya, los desenchufaré todos.

Finalmente dejé a la señora Jessel. Seguía pagándome con un cheque, y en una ocasión me llamó cuatro veces en una sola noche. Llamé a su marido y le dije que tengo mononucleosis. Ella no se acuerda de que me he ido, anoche me llamó para preguntarme si la había visto un poco pálida. La echo de menos.

Una señora nueva, hoy. Una señora de verdad.

(Nunca me veo como «señora de la limpieza», aunque así es como te llaman: su señora o su chica).

La señora Johansen. Es sueca y habla inglés con mucha jerga, como los filipinos.

Cuando abrió la puerta, lo primero que me dijo fue: «¡Santo cielo!».

—Uy. ¿Llego demasiado pronto?

—En absoluto, querida.

Invadió el escenario. Una Glenda Jackson de ochenta años. Quedé hechizada. (Mirad, ya estoy hablando como ella). Hechizada en el recibidor.

En el recibidor, antes incluso de quitarme el abrigo, el abrigo de Ter, me puso al día sobre su ida.

Su marido, John, había muerto hacía seis meses. A ella lo que más le costaba era dormir. Se aficionó a hacer puzles. (Señaló la mesita de la sala de estar, donde el Monticello de Jefferson estaba casi terminado, salvo por un agujero protozoario, arriba a la derecha).

Una noche se enfrascó tanto en el puzle que ni siquiera durmió. Se olvidó, ¡se olvidó de dormir! Y hasta de comer, para colmo. Cenó a las ocho de la mañana. Luego se echó una siesta, se despertó a las dos, desayunó a las dos de la tarde y salió y se compró otro puzle.

Cuando John vivía era Desayuno a las 6, Almuerzo a las 12, Cena a las 6. Los tiempos han cambiado, ¡a mí me lo van a decir!

—Así que no, querida, no llegas demasiado pronto —concluyó—. Solo que quizá me vaya de cabeza a la cama en cualquier momento.

Yo seguía de pie en el recibidor, acalorada, sin apartar la mirada de los ojos radiantes y somnolientos de mi nueva señora, como si los cuervos fueran a hablar.

Lo único que tenía que hacer era limpiar las ventanas y aspirar la moqueta; pero antes de aspirar la moqueta, encontrar la pieza que faltaba del puzle. Cielo con unas hojas de arce. Sé que se ha perdido.

Disfruté en el balcón, limpiando las ventanas. Aunque hacía frío, el sol me calentaba la espalda. Dentro, ella siguió con su puzle. Absorta, pero sin dejar de posar en ningún momento. Se notaba que había sido muy hermosa.

Después de las ventanas vino la tarea de buscar la pieza del puzle. Repasar centímetro a centímetro la alfombra verde, encontrar entre las largas hebras migas de biscotes, gomas elásticas del Chronicle. Estaba encantada, era el mejor trabajo que había tenido nunca. A ella le «importaba un rábano» si fumaba o no, así que seguí gateando por el suelo mientras fumaba, deslizando el cenicero a mi lado.

Encontré la pieza lejos de la mesita donde estaba el puzle, al otro lado del salón. Era cielo, con unas hojas de arce.

—¡La encontré! —gritó—. ¡Sabía que se había perdido!

—¡Yo la he encontrado! —exclamé.

Entonces pude pasar la aspiradora, y entretanto ella terminó el puzle con un suspiro. Al irme le pregunté cuándo creía que me necesitaría otra vez.

—Ah… ¿qué será, será? —dijo ella.

—Lo que tenga que ser… será —dije, y las dos nos reímos.

Ter, en realidad no tengo ningunas ganas de morir.

40–TELEGRAPH AVENUE. Parada del autobús delante de la LAVANDERÍA DE MILL Y ADDIE, que está abarrotada de gente haciendo turno para las lavadoras, pero en un clima festivo, como si esperaran una mesa. Charlan de pie al otro lado de la vidriera, tomando latas verdes de Sprite. Mill y Addie alternan como estupendos anfitriones, dando cambio a los clientes. En la televisión, la Orquesta Estatal de Ohio toca el himno nacional. Arrecia la nieve en Michigan.

Es un día frío, claro de enero. Cuatro motoristas con patillas aparecen por la esquina de la calle 29 como la cola de una cometa. Una Harley pasa muy despacio por delante de la parada del autobús y varios críos saludan al motorista greñudo desde la caja de una ranchera, una Dodge de los años cincuenta. Lloro, al fin.