La violación comienza con la mirada. Cualquiera que se haya asomado al
pozo de sus deseos, lo sabe. Como contemplar esas fotografías de muñecas
torturadas, apretadas cual carne floreciente, aprisionada y dispuesta para la
mirada del hombre que acecha desde la sombra. Quiero decir que uno
puede asomarse también hacia fuera, y atisbar, por ejemplo, en la fotografía
de un cuerpo atado y sin rostro, una señal absoluta de reconocimiento: el
señuelo que desata los deseos impensados y desanuda su fuerza de abismo
insondable. Porque abrirse al deseo es una condena: tarde o temprano
buscaremos saciar la sed —para unos momentos más tarde volver a
padecerla.
Ahora que todo ha pasado, que mi vida para mí mismo se extingue
como una habitación alguna vez plena de luminosidad que cede al paso
inexorable de las sombras —o lo que es lo mismo, a la irrupción de la luz
más enceguecedora—, me doy cuenta que todos esos filósofos y
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pensadores que han buscado ejemplos para explicar el no-sentido de
nuestra existencia, han dejado en el olvido una sombra tutelar: Tántalo, el
siempre deseante, el condenado a tocar la manzana con la punta de los
labios y, sin embargo, no poder devorarla.
Debo confesar que cuando conocí su historia, el adolescente que era
se sintió transtornado toda aquella mañana lluviosa de clases ante el relato
del profesor de historia, un hombre todavía joven y recatado que de seguro
había estudiado en algún seminario. Olvidando que en la sesión anterior
nos había prometido continuar el relato de la guerra de Troya, el profesor
Anaya narró con voz apenas audible en esa mañana diluviante, presa de
quién sabe qué delirio interior, la leyenda de un antiguo rey de Frigia,
burlador de los dioses, para quien los del Olimpo habían concebido un
castigo singular: sumergido hasta el cuello en un lago junto al que crecían
árboles cargados de frutos, Tántalo padecía el tormento de la sed y el
hambre en su límite extremo, pues en cuanto quería apurar el agua, ésta
retrocedía y se escapaba sin cesar de sus labios, y las ramas de los árboles
se elevaban toda vez que su mano estaba a punto de alcanzarlas. Y mientras
el profesor relataba la leyenda, los dedos de la mano que mantenía a
resguardo en uno de los bolsillos de la gabardina que no se había quitado,
frotaban delicada pero perceptiblemente lo que bien podían haber sido unas
imaginarias migas de pan. Y su mirada, extendida más allá de las ventanas
protegidas con una reja cuadriculada por un alambrado que simulaba
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cordones de metal, se mantenía fija, atada a un punto que a muchos les
resultaba inaccesible. En cambio, a los que nos encontrábamos junto al
muro de tabiques y cristal, nos bastaba enderezar un poco la espalda, estirar
ligeramente el cuello en la dirección indicada para descubrir el objeto de su
atención.
En el extremo opuesto de las canchas de juego, precisamente en el
corredor de columnas que unía la bodega y el área de baños, tres
muchachas, con sus uniformes guindas de tercer grado, intentaban desalojar
el agua que se iba acumulando gracias al mal funcionamiento de una de las
coladeras cercanas. La labor era ejecutada más como un pretexto para el
juego que por cumplir una tarea a todas luces impuesta como castigo. Así,
las chicas se empapaban sonrientes y probablemente tiritaban más de goce
que de frío, ante la embestida de una de ellas que con el jalador de agua
salpicaba de súbitas oleadas a las otras. Esa chica que mojaba a sus amigas
aún conserva un nombre: Susana Garmendia, y su recuerdo en aquella
mañana gris y lúbrica permanece en mi memoria unido a dos momentos
inmóviles: la mirada sin aliento del profesor de historia que observa la
escena del corredor, condenado como Tántalo a verse rodeado de agua y
comida, sin poder calmar la sed y el hambre azuzadas; y el instante en que
Susana Garmendia, antes de permitir que sus compañeras se desquitaran
mojándola cuando por fin lograron entre las dos apropiarse del jalador de
agua, se dirigió a una de las gruesas columnas del pasillo y recargándose en
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ella por el lado descubierto al cielo estrepitoso, se dejó empapar olvidada
del mundo de la escuela, sólo de cara a la arremetida de lluvia que la
golpeaba buscando traspasarla. Había distancia de por medio, pero aun así
era tangible el gesto de entrega de la muchacha, su sonrisa invisible, su
éxtasis radiante. Maniatada a la columna sin ataduras evidentes, presa de su
propio placer.
A decir verdad, creo que nunca vi de cerca a Susana Garmendia. Su
fama de adolescente problemática que la prefecta de tercer grado había
hecho correr con reportes y suspensiones, aunada al hecho de que
perteneciera a la generación de los mayores de la secundaria, rodeada
siempre por sus amigas y los varones que buscaban su cercanía y la
asediaban, apenas si dejaban espacio para que su imagen se definiera más
allá de la vaguedad: flequillo lacio color de miel sobre una piel tostada, el
suéter atado a la cintura como un torso con brazos que se aferrara al
nacimiento de su cadera, las calcetas perfectamente blancas en unas
pantorrillas que habían dejado de ser infantiles pero que conservaban su
nostalgia.
Sin duda alguna era la fruta más apetecida del huerto. Aun por
quienes, ni parados sobre las puntas de los pies, alcanzábamos a vislumbrar
más que el follaje de la rama. Aun por aquellos otros que, apartados desde
la atalaya de su autoridad escolar, podían apreciarla en toda su jugosa
morbidez. Alguien, sin embargo, pudo estirar la mano y coger la fruta. He
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olvidado su nombre porque a final de cuentas no era importante. Y no lo
era porque su labor de hortelano no hubiera sido posible sin el
consentimiento previo de Susana Garmendia. El oscuro y silencioso Sí con
que aceptó verlo en la bodega que estaba próxima al baño de mujeres
mientras sus dos eternas amigas vigilaban la entrada en distintas
posiciones: una en el comienzo del corredor de columnas, la otra bajo el
arco que daba acceso al patio de los grupos de tercero. No se supo con
precisión lo que había sucedido, si la prefecta sospechaba algo y presionó a
la amiga que estaba en el acceso de tercero para ponerla nerviosa y así
conseguir una delación equívoca e involuntaria, o si la amiga la buscó por
su propio pie para vengarse de algún desplante de Susana, el caso fue que
la prefecta había acudido a la bodega y encontrado a Susana y a un
muchacho del turno vespertino cometiendo indecencias sin nombre.
Tántalo se burló de los dioses en tres ocasiones: la primera, cuando
reveló a los cuatro vientos el sitio donde Zeus escondía a su amante en
turno; la segunda, cuando consiguió robar de la mesa del Olimpo el néctar
y la ambrosía para convidarles a sus parientes y amigos; la tercera, cuando
quiso poner a prueba los poderes de los dioses y los invitó a un banquete
cuyo plato principal estaba confeccionado a base de los trozos de su propio
hijo, a quien había degollado durante el alba como un ternero más de sus
establos. A la brutalidad de Tántalo opusieron los dioses el refinamiento
del suplicio. Como para decirle que con los dioses no se juega. Susana
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Garmendia fue expulsada sin contemplaciones. Pocos la vimos salir con sus
cosas, flanqueada por sus padres, bajo la mirada atenazante de la prefecta,
la sociedad de padres de familia y el director de la escuela. Arrancándole a
pedazos la dignidad que aún conservaba y luego arrojándolos con desprecio
como trozos sanguinolentos y demasiado vivos. La escuela tardó en acallar
los rumores y retomar su curso bovino de materias y formaciones cívicas,
pero la cercanía de los exámenes semestrales terminó por dispersar los
últimos ecos que aún aserraban la piel y la carne de la memoria de una
Susana caída en desgracia como un cuerpo supliciado. El profesor Anaya
permaneció hasta el fin del año escolar y después pidió su traslado a un
plantel de la zona poniente.
Por supuesto, nunca conversé con él sobre el asunto. Sólo en el
trabajo final en el que nos pidió redactar una composición sobre algún
personaje o suceso del curso a manera de tema libre, decidí escribir sobre
Tántalo. Era una redacción de varias páginas, vehemente en exceso como
las fiebres de la adolescencia, cuyo principal valor, me parece ahora,
radicaba en haber atisbado desde aquella temprana edad el verdadero
suplicio del que desea. Más que la calificación de excelencia, fue la mirada
del profesor Anaya —ese instante de gloria de quien se siente reconocido—
mi mayor presea. No vi entonces, o no quise enterarme, del destello turbio
de esa mirada, el desaliento del que sabe lo que vendrá: que la sed no ha de
ser nunca saciada.
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En aquella redacción de casi cuatro páginas, en un estilo que ahora al
releer reconozco torpe y pretencioso, alcanzo a atisbar la sombra tenue del
adolescente que, sin saberlo ni proponérselo, se asomaba al pozo de sí
mismo: “… después de probar e intentar miles de veces, Tántalo, por fin
consciente de la inutilidad de sus esfuerzos, debió de quedarse inmóvil a
pesar del hambre y de la sed, sin mover los labios para apresar un trago de
agua, o sin estirar la mano para alcanzar la codiciada fruta que, cual joya
preciosa, pendía de la copa del árbol más cercano. Casi derrotado, alzó la
mirada hacia los cielos. Tal vez, arrepentido, iba a clamar perdón a los
dioses. Pero entonces descubrió en la punta de la rama una nueva fruta
temblorosa, apetecible, que crecía suculenta pero imposible para él. Y
debió de maldecir e injuriar a los dioses cuando comprendió que con el
simple acto de mirar el tormento se reavivaba ferozmente en su entraña”.
Innumerables consecuencias se derivan del acto de mirar. Ahora
puedo afirmarlo con certeza: todo empieza con la mirada. Por supuesto, la
violación, la que se padece en carne propia cuando un ser o un cuerpo se
prodigan con criminal inocencia.
¿ Ana Clavel
Nació en la ciudad de México, el 16 de diciembre de 1961. Narradora. Licenciada en Lengua y Literatura Hispánicas por la UNAM. Colaboradora de Di, Diluvio de Pájaros, Dosfilos, El Cuento, El Independiente, El Nacional, El Universal, La Jornada, La Orquesta, Nexos, Plural, Poliedro, Punto de Partida, Tierra Adentro, y Unomásuno. Becaria del inba/fonopas en narrativa, 1982; del fonca, en novela, 1990. Creador Artístico del SNCA, 2001. Premio Nacional de Cuento crea, 1983, por «En un rincón del infierno». Premio en el Concurso de Cuento Grandes Ideas de la unam, 1983, por «Tu bella boca rojo carmesí». Premio Nacional de Literatura Gilberto Owen, 1991, por el cuento «Cuando María mira el mar» (posteriormente «Amorosos de atar»). Finalista del Premio Internacional Alfaguara de Novela, 1999, por Los deseos y su sombra. Ganadora de la Medalla de Plata, 2004, de la Sociéte Académique “Arts-Scienses-Lettres”, de Francia. Premio de Novela Corta Juan Rulfo de Radio Francia Internacional, 2005, por Las violetas son flores del deseo. Parte de su obra se encuentra en diversas antologías, entre ellas Antología de cuento mexicano finisecular, Fiction Internacional. Mexican Fiction y Passione e scrittura. Antologia di narratrice mexicana XX secolo.