El cuaderno rojo de Paul Auster

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¡Hola, lectores! Hoy no es un día cualquiera pues al ser primero de mayo recordamos el día del trabajador, pero esta celebración se ha visto empañada en cierto modo por la noticia de la muerte del escritor estadounidense Paul Auster, de quien he seleccionado este fascinante relato que estoy seguro les encantará ¡Leamos! 

Vida de Paul Auster

Comienzo este preámbulo contándoles algo más sobre Paul Auster quien murió el 30 de abril a los 77 años víctima de un cáncer de pulmón. En vida Auster fue un escritor estadounidense que brilló por sus geniales novelas, ensayos y poemas. 

Paul Auster nació el 3 de febrero de 1947 en Newark, Nueva Jersey y su obra está marcada por un estilo narrativo experimental que a menudo incorpora elementos de la metaficción, así como la reflexión filosófica y la exploración de la identidad. 

Las obras de Paul Auster

Entre las obras más destacadas de Paul Auster se encuentran «The New York Trilogy» (La Trilogía de Nueva York), que incluye tres novelas interconectadas: «City of Glass» (Ciudad de Cristal), «Ghosts» (Fantasmas) y «The Locked Room» (La Habitación Cerrada). Estas novelas exploran temas como la soledad, la búsqueda de identidad y la naturaleza de la realidad.

Antes de su partida Paul Auster nos dejó otras novelas aclamadas, como «Moon Palace» (El Palacio de la Luna), «The Music of Chance» (La Música del Azar) y «Leviathan» (Leviatán), entre otras. También ha incursionado en el cine, escribiendo guiones y dirigiendo películas. 

De hecho, hace poco presenté en un artículo, la última novela de Auster llamada Baumgartner junto a los 10 libros más esperados del 2024 y quién diría que mi primer acercamiento a este escritor estaba próximo a su partida. 

A pesar de ello seguiremos en Mar de fondo explorando más a este genial exponente de las letras estadounidenses, por eso les prometo que este relato no los decepcionará, pues es dinámico y entretenido de principio a fin. Y si este es el primer relato que lees de Auster, te sentará de maravilla…

EL CUADERNO ROJO

En 1972 una íntima amiga mía tuvo problemas con la ley. Vivía aquel año en una aldea de Irlanda, no muy lejos de la ciudad de Sugo. Yo había ido a verla por aquel entonces, el día que un policía de paisano se presentó en la casa con una ci­tación del juzgado. Las acusaciones eran lo suficientemente serias como para re­querir un abogado. Mi amiga pidió infor­mación, le recomendaron un nombre, y a la mañana siguiente fuimos en bicicleta a la ciudad para reunirnos y hablar del asunto con aquella persona. Con gran asombro por mi parte, trabajaba en un bu­fete de abogados llamado Argue & Phibbs.

Ésta es una historia verdadera. Si al­guien lo duda, lo reto a que visite Sligo y compruebe por sí mismo si me la he in­ventado. Llevo veinte años riéndome con esos apellidos y, aunque puedo probar que Argue & Phibbs existían de verdad, el he­cho de que los dos apellidos hubieran sido emparejados (para formar el chiste más in­genioso, la sátira más certera contra la abogacía) es algo que todavía me parece increíble.

Según mis últimas noticias (de hace tres o cuatro años), el bufete continúa siendo un negocio floreciente.

2

Al año siguiente (1973) me ofrecieron un trabajo de guarda en una granja del sur de Francia. Los problemas legales de mi amiga eran agua pasada, y puesto que nuestro noviazgo intermitente parecía fun­cionar de nuevo, decidimos unir nuestras fuerzas y aceptar juntos el trabajo. Los dos andábamos mal de dinero por aquel en­tonces, y sin aquella oferta hubiéramos te­nido que volver a Estados Unidos, cosa que ninguno de los dos aún había previsto.

Fue un curioso año. Por una parte, el lugar era precioso: un caserón de piedra del siglo xviii, rodeado de viñas por uno de sus flancos y, por el otro, por un parque nacional. El pueblo más próximo estaba a dos kilómetros de distancia, y no lo habita­ban más de cuarenta personas, ninguna de menos de sesenta o setenta años. Era un sitio ideal para que dos escritores jóvenes pasaran un año, y tanto L. como yo, traba­jando de verdad, sacamos en aquella casa mucho más fruto del que ninguno de los dos hubiera creído posible.

Por otra parte, vivíamos permanente­mente al borde de la catástrofe. Los due­ños de la finca, una pareja estadounidense que vivía en París, nos enviaban un pe­queño salario mensual (cincuenta dóla­res), dietas para la gasolina del coche, y di­nero para la comida de los dos perros perdigueros que había en la casa. En con­junto, era un acuerdo generoso. No había que pagar alquiler, y aunque nuestro sala­rio nos viniera corto para vivir, cubría una parte de nuestros gastos mensuales. Nues­tro plan era conseguir el resto haciendo traducciones. Antes de abandonar París e instalarnos en el campo habíamos acor­dado una serie de trabajos que nos ayudarían a pasar el año. Con lo que no había­mos contado era con que los editores suelen ser lentos a la hora de pagar sus deudas. Habíamos olvidado también que los cheques enviados de un país a otro pueden tardar semanas en cobrarse, y que, cuando los cobras, el banco te descuenta comisiones y gastos de cambio. Así que, al no haber dejado un margen para equivoca­ciones o errores de cálculo, L. y yo nos en­contramos frecuentemente en una situa­ción económica desesperada.

Recuerdo la feroz necesidad de nico­tina, el cuerpo entumecido por la absti­nencia, cuando registraba bajo los cojines del sofá y buscaba detrás de los armarios alguna moneda perdida. Con dieciocho céntimos (unos tres centavos y medio), po­días comprar cigarrillos de la marca Pari­siennes, que vendían en paquetes de cua­tro. Recuerdo que les echaba de comer a los perros, y pensaba que comían mejor que yo. Me acuerdo de conversaciones con L., cuando nos planteábamos en serio abrir una lata de comida de perro para la cena.

Nuestra otra única fuente de ingresos aquel año procedía de un tal James Sugar. (No quiero insistir en los nombres metafó­ricos, pero las cosas son como son, qué va­mos a hacerle.) Sugar pertenecía al equipo de fotógrafos del National Geographic, y entró en nuestras vidas porque había cola­borado con uno de los dueños de la casa en un artículo sobre la región. Hizo fotos durante meses, recorriendo Provenza en un coche alquilado que le proporcionó la revista, y, cada vez que se encontraba por nuestros pagos, pasaba la noche con noso­tros. Puesto que la revista le abonaba die­tas para sus gastos, nos daba muy amable­mente el dinero que tenía asignado para gastos de hotel. Si recuerdo bien, la suma ascendía a cincuenta francos por noche. Así, L. y yo nos habíamos convertido en sus hoteleros particulares, y como además Sugar era un hombre encantador, siempre nos alegrábamos de verlo. El único pro­blema era que nunca sabíamos cuándo iba a aparecer. Nunca avisaba, y la mayoría de las veces transcurrían semanas entre visita y visita. Así que habíamos aprendido a no contar con el señor Sugar. Llegaba de re­pente como caído del cielo, aparcaba su deslumbrante coche azul, se quedaba una o dos noches, y volvía a desaparecer. Cada vez que se iba, estábamos seguros de que era la última vez que lo veíamos.

Vivimos los peores momentos al final del invierno y al principio de la primavera. Los cheques dejaron de llegar, robaron uno de los perros, y poco a poco acaba­mos con toda la comida de la despensa. Sólo nos quedaba, por fin, una bolsa de ce­bollas, una botella de aceite y un paquete de masa para empanada que alguien había comprado antes de que nosotros nos mu­dáramos a la casa: un resto revenido del verano anterior. L. y yo aguantamos du­rante toda la mañana, pero hacia las dos y media el hambre pudo con nosotros. Nos metimos en la cocina a preparar nuestro último almuerzo: dada la escasez de ingre­dientes con que contábamos, un pastel de cebolla era el único plato posible.

Después de que nuestro invento perma­neciera en el horno lo que nos parecía tiempo de sobra, lo sacamos, lo pusimos sobre la mesa y le hincamos el diente. En contra de todas nuestras expectativas, lo encontramos exquisito. Creo que incluso llegamos a decir que era la mejor comida que habíamos probado nunca, pero me temo que sólo era un ardid, un tímido in­tento de darnos animo. Pero, en cuanto comimos un poco más, vino la decepción. De mala gana -muy de mala gana- nos vi­mos obligados a admitir que el pastel no había cocido lo suficiente, que el centro aún estaba crudo, incomestible. No había más remedio que ponerlo en el horno otros diez o quince minutos. Considerando el hambre que teníamos, y considerando que nuestras glándulas salivares acababan de ser activadas, abandonar el pastel no fue fácil.

Para entretener nuestra impaciencia, salimos a dar un paseo, pensando que el tiempo pasaría más deprisa si nos alejába­mos del buen olor de la cocina. Me acuerdo de que dimos una vuelta a la casa, quizá dos. Quizá nos dejamos llevar por una profunda conversación sobre algo que he olvidado. Pero, hiciéramos lo que hicié­ramos y tardáramos lo que tardáramos, cuando volvimos a la casa la cocina estaba llena de humo. Nos lanzamos hacia el horno y sacamos el pastel, pero era dema­siado tarde. Nuestro almuerzo sólo era una ruina. Se había incinerado, reducido a una masa carbonizada y ennegrecida: no se podía salvar ni un trozo.

Ahora parece una historia divertida, pero entonces era cualquier cosa menos una historia divertida. Habíamos caído en un agujero negro y no sabíamos la manera de salir de él. En todos mis años de es­fuerzo por convertirme en un hombre, dudo que haya existido un momento en el que me sintiera menos inclinado a reír o a bromear. Era realmente el fin, una situa­ción terrible y espantosa.

Eran las cuatro de la tarde. Menos de una hora después, el imprevisible señor Sugar apareció inesperadamente. Llegó hasta la casa en medio de una nube de polvo: la tierra y la gravilla rechinaban bajo los neumáticos. Si me concentro, to­davía puedo ver la cara boba e ingenua con que bajó del coche y nos saludó. Era un milagro. Era un verdadero milagro. Y yo estaba allí para verlo con mis propios ojos, para vivirlo en mi propia carne. Hasta aquel momento, yo pensaba que co­sas así sólo ocurrían en los libros.

Sugar nos invitó a cenar aquella noche en un restaurante de dos tenedores. Comi­mos copiosamente y bien, nos bebimos va­rias botellas de vino, nos reímos como lo­cos. Y ahora, por exquisita que fuera, no puedo recordar nada de aquella comida. Pero no he olvidado nunca el sabor del pastel de cebolla.

3

No mucho después de mi regreso a Nueva York (julio de 1974) un amigo me contó la siguiente historia. Tiene lugar en Yugoslavia, durante lo que serían los últi­mos meses de la Segunda Guerra Mundial.

El tío de S. era miembro de un grupo partisano serbio que luchaba contra la ocupación nazi. Un día, sus camaradas y él amanecieron rodeados por las tropas alemanas. Se habían refugiado en una granja, en un lugar perdido del campo, y la nieve alcanzaba casi medio metro de altura: no tenían escapatoria. No sabiendo qué ha­cer, decidieron echarlo a suertes: su plan era salir de la granja uno a uno, corriendo a través de la nieve para intentar salvarse. De acuerdo con los resultados del sorteo, el tío de S. debía salir en tercer lugar.

Vio por la ventana cómo el primer hombre corría por la nieve. Desde detrás de los árboles dispararon una ráfaga de ametralladora. El hombre cayó. Un ins­tante después, el segundo hombre salió y le ocurrió lo mismo. Las ametralladoras disparaban a discreción: cayó muerto en la nieve.

Entonces le llegó el turno al tío de mi amigo. No sé si vacilaría en la puerta. No sé qué pensamientos lo asaltarían en aquel momento. La única cosa que me han con­tado es que echó a correr, abriéndose paso a través de la nieve con todas sus fuerzas. Parecía que la carrera no tenía fin. Enton­ces sintió de repente dolor en una pierna. Un segundo después un calor insoportable se extendió por su cuerpo, y un segundo después había perdido el conocimiento.

Cuando se despertó, se encontró ten­dido boca arriba en el carro de un campesino. No tenía ni idea de cuánto tiempo había transcurrido, no tenía ni idea de cómo lo habían salvado. Simplemente había abierto los ojos: y allí estaba, tumbado en un carro que un caballo o un mulo arras­traba por un camino rural, mirando la nuca de un campesino. Observó esa nuca durante algunos segundos, y entonces, pro­cedentes del bosque, se sucedieron violen­tas explosiones. Demasiado débil para moverse, continuó mirando la nuca, y de repente la nuca desapareció. La cabeza voló, se separó del cuerpo del campesino, y, donde un momento antes había habido un hombre completo, ahora había un hombre sin cabeza.

Más ruido, más confusión. Si el caballo seguía tirando del carro o no, no lo puedo decir, pero, pocos minutos o pocos segun­dos después, un gran contingente de tro­pas rusas bajaba por la carretera. Jeeps, tanques, una multitud de soldados. Cuan­do el oficial al mando vio la pierna del tío de S., rápidamente lo envió al hospital de campaña que habían montado en los al­rededores. Sólo era una choza tambaleante de madera: un gallinero, quizá el coberti­zo de una granja. Allí el médico del ejército ruso dictaminó que era imposible salvar la pierna. Estaba destrozada, dijo, y había que amputarla.

El tío de mi amigo empezó a gritar. “No me corte la pierna”, imploró. “Por fa­vor, se lo suplico, ¡no me corte la pierna!”, pero nadie lo escuchaba. Los enfermeros lo sujetaron con correas a la mesa de ope­raciones, y el médico empuñó la sierra. Ya rasgaba la sierra la piel cuando se produjo otra explosión. El techo del hospital se hundió, las paredes se derrumbaron, el lo­cal entero saltó hecho pedazos. Y una vez más, el tío de S. perdió el conocimiento.

Cuando despertó esta vez, estaba acos­tado en una cama. Las sábanas eran lim­pias y suaves, el olor de la habitación era agradable, y aún tenía la pierna unida al cuerpo. Un momento después, miraba la cara de una joven maravillosa, que sonreía y le daba un caldo a cucharadas. Sin saber qué había sucedido, de nuevo había sido salvado y trasladado a otra granja. Cuando volvió en sí, durante algunos minutos, el tío de S. no estuvo seguro de si estaba vivo o muerto. Le parecía que a lo mejor había despertado en el paraíso.

Se quedó en la casa mientras se recu­peraba y se enamoró de la joven maravi­llosa, pero aquel amor no prosperó. Me gustaría decir por qué, pero S. nunca me contó más detalles. Lo que sé es que su tío conservó la pierna y, cuando terminó la guerra, se trasladó a Estados Unidos para empezar una nueva vida. No sé cómo (no conozco bien los pormenores), acabó en Chicago de agente de seguros.

4

L. y yo nos casamos en 1974. Nuestro hijo nació en 1977, y al año siguiente ya había terminado nuestro matrimonio. Pero todo eso importa poco ahora, salvo para localizar el escenario de un incidente que ocurrió en la primavera de 1980.

L. y yo vivíamos entonces en Brooklyn, a tres o cuatro manzanas de distancia, y nuestro hijo dividía su tiempo entre los dos apartamentos. Una mañana, yo había ido a casa de L. para recoger a Daniel y lle­varlo al colegio. No me acuerdo si entré en el edificio o si Daniel bajó las escaleras solo, pero recuerdo con claridad que, cuando ya nos íbamos, L. abrió la ventana de su apartamento en el tercer piso para echarme dinero. Tampoco me acuerdo de por qué lo hizo. Quizá quería que echara una moneda en el parquímetro; quizá yo tenía que hacerle algún recado, no lo sé. Lo único que se me ha quedado grabado es la ventana abierta y la imagen de una moneda de diez centavos volando por el aire. La veo con tal claridad que es casi como si hubiera estudiado fotografías de ese instante, como si la moneda formara parte de un sueño recurrente que yo hu­biera tenido desde entonces.

Pero la moneda de diez centavos chocó contra la rama de un árbol, y se rompió la curva descendente que describía camino de mi mano. La moneda rebotó contra el árbol, aterrizó sin ruido por allí cerca y se esfumó. Me acuerdo de haberme agachado a buscarla, removiendo las hojas y las ra­mas al pie del árbol, pero los diez centavos no aparecieron por ninguna parte.

Puedo fechar este incidente a princi­pios de la primavera porque sé que más tarde, el mismo día, asistí a un partido de béisbol en el Shea Stadium: el partido que inauguraba la temporada. Un amigo mío había conseguido entradas, y generosa­mente me había invitado a acompañarlo. Yo no había estado nunca en el primer partido de la temporada, y recuerdo bien la ocasión.

Llegamos temprano (parece que había que recoger las entradas en alguna taquilla) y, mientras mi amigo hacía la gestión, yo lo esperaba en uno de los accesos del estadio. No se veía un alma. Me refugié en un hueco para encender un cigarro (aquel día hacía mucho viento), y allí, en el suelo, a un palmo de mi pie, estaban los diez cen­tavos. Me agaché, los cogí y me los metí en el bolsillo. Por absurdo que pueda pare­cer, tuve la certeza de que eran los mis­mos diez centavos que había perdido en Brooklyn esa mañana.

5

En el parvulario de mi hijo había una niña cuyos padres estaban tramitando el divorcio. Yo apreciaba particularmente al padre, un pintor poco reconocido que se ganaba la vida copiando proyectos arqui­tectónicos. Creo que sus cuadros eran muy hermosos, pero siempre le faltó la suerte necesaria para convencer a los mar­chantes de que apoyaran su obra. La única vez que expuso, la galería quebró al poco tiempo.

B. no era un intimo amigo, pero lo pa­sábamos bien juntos, y, siempre que lo veía, yo volvía a casa con renovada admi­ración por su tenacidad y su calma inte­rior. No era un hombre que se quejara, que sintiera lástima de sí mismo. Por muy negras que le hubieran ido las cosas en los últimos años (infinitos problemas de di­nero, falta de éxito artístico, amenazas de desahucio de su casero, dificultades con su antigua mujer), nada parecía desviarlo de su camino. Continuaba pintando con la misma pasión de siempre, y, al revés que muchos, nunca mostró ninguna amargura, ninguna envidia hacia artistas de menor talento a los que les iba mucho mejor que a él.

A veces, cuando no trabajaba en sus propios cuadros, hacía copias de los maestros antiguos en el Metropolitan Museum. Me acuerdo de un Caravaggio que copió un día y que me pareció extraordinario. No era una copia, sino más bien una ré­plica, un duplicado exacto del original. En una de aquellas visitas al museo, un millo­nario tejano vio trabajar a B. y quedó tan impresionado que le encargó la copia de un Renoir para regalársela a su novia.

B. era sumamente alto (casi dos me­tros), guapo y amable, cualidades que lo hacían especialmente atractivo para las mujeres. Cuando superó el divorcio y vol­vió a la circulación, no tuvo problemas para encontrar compañeras. Yo sólo lo veía dos o tres veces al año, pero cada vez había una mujer distinta en su vida. Todas estaban evidentemente locas por él. Sólo tenías que ver cómo miraban a B. para adivinar lo que sentían, pero, por una u otra razón, ninguna de sus relaciones du­raba demasiado.

Dos o tres años después, el casero de B. consiguió su propósito y lo echó del estu­dio. B. abandonó la ciudad, y dejamos de vernos.

Pasaron varios años y entonces, una noche, B. volvió a la ciudad para asistir a una cena. Mi mujer y yo también estába­mos invitados y, cuando supimos que B. estaba a punto de casarse, le pedimos que nos contara la historia de cómo había co­nocido a su futura mujer.

Unos seis meses antes, nos contó, había hablado por teléfono con un amigo. El amigo estaba preocupado por B., y pronto empezó a reprocharle que no hubiera vuelto a casarse. Ya hace siete años que te divorciaste, le dijo; ya hubieras podido sentar la cabeza con una docena de muje­res atractivas e interesantes. Pero ningu­na te parece lo bastante buena y siempre las dejas. ¿Qué te pasa? ¿Qué demonios quieres?

No me pasa nada, dijo B. Simplemente no he encontrado la persona adecuada, eso es todo. Al ritmo que vas, nunca la en­contrarás, le respondió su amigo. ¿Has encontrado alguna vez una mujer que se aproxime a lo que buscas? Dime una, sólo una. ¿A que no eres capaz de nombrar una sola mujer?

Sorprendido ante la vehemencia de su amigo, B. reflexionó sobre el asunto detenidamente. Sí, dijo por fin. Había una. Una mujer que se llamaba E., a la que había co­nocido en Harvard cuando era estudiante, hacía más de veinte años. Pero entonces E. salía con otro, y B. salía con otra (su futura ex mujer), y no había habido nada entre ellos. No tenía ni idea de dónde es­taba E. ahora, dijo, pero si encontrara a al­guien como ella, no dudaría en casarse de nuevo.

Ése fue el final de la conversación. An­tes de hablarle de E; a su amigo, B. no se había acordado de aquella mujer durante más de diez años, pero, ahora que le había vuelto al pensamiento, no se la podía qui­tar de la cabeza. En los tres o cuatro días siguientes, pensó en ella sin parar, incapaz de librarse de la sensación de que hacía varios años había perdido una oportunidad única de ser feliz. Entonces, como si la in­tensidad de estos pensamientos hubiera enviado una señal a través del mundo, el teléfono sonó una noche y allí estaba E., al otro lado de la línea.

B. la tuvo al teléfono más de tres horas. Ni se enteraba de lo que le decía, pero ha­bló y habló hasta pasada la medianoche, con la conciencia de que algo extraordina­rio había sucedido y no podía dejarlo esca­par otra vez.

Al terminar sus estudios universitarios, E. ingresó en una compañía de baile y durante los últimos veinte años se había de­dicado exclusivamente a su carrera. Nun­ca se había casado, y, ahora que estaba a punto de retirarse de los escenarios, llamaba a viejos amigos del pasado, intentando volver a tomar contacto con el mundo. No tenía familia (sus padres se habían matado en un accidente de coche cuando era ni­ña) y se había criado con dos tías que ya habían muerto.

B. quedó en verla la noche siguiente. Cuando se encontraron, no tardó mucho en descubrir que sus sentimientos hacia E. eran tan fuertes como había imaginado. Volvía a estar enamorado de ella, y varias semanas después decidieron casarse.

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Para que la historia sea aún más per­fecta, resultó que E. tenía bienes. Sus tías habían sido ricas, y a su muerte ella había heredado todo su dinero, lo que signifi­caba que B. no sólo había hallado el verda­dero amor, sino que los incesantes proble­mas de dinero que lo habían agobiado durante años habían desaparecido de re­pente. Todo de golpe.

Un año o dos después de la boda, tuvie­ron un hijo. Según mis últimas noticias, el padre, la madre y el niño están bien.

La mujer india de Bram Stoker

Sendero

La mujer india

Bram Stoker
(Cuento completo)

En aquella época, Nuremberg no era tan visitada como desde entonces lo ha sido. Irving no había estado representando el Fausto, y el nombre de la antigua ciudad era apenas conocido por la gran masa de los turistas. Mi esposa y yo nos encontrábamos en la segunda semana de nuestra luna de miel, y, naturalmente, estábamos deseando que alguien se nos uniera; de modo que cuando el jovial extranjero, Elías P. Hutcheson, procedente de Isthmain City, Bleeding Gulch, Maple Tree Country, Nebraska, coincidió con nosotros en la estación de Fráncfort y comentó casualmente que iba a visitar la más matusalémica de las ciudades de Europa, y que opinaba que viajar tanto tiempo solo era algo capaz de enviar a un inteligente y activo ciudadano a la melancólica tutela de una casa de orates, nos apresuramos a recoger la sugerencia y, por nuestra parte, le propusimos unir nuestras fuerzas. Cuando más tarde comparamos las notas de viaje que habíamos hecho, descubrimos que cada uno de nosotros había tratado de hablar con cierta indiferencia, a fin de no aparecer demasiado ansiosos, ya que ello no hubiera resultado un cumplido precisamente para nuestra vida de recién casados; pero el efecto quedó completamente estropeado por el hecho de que ambos empezamos a hablar al mismo tiempo… nos detuvimos simultáneamente y así vuelta a empezar. De todos modos, no importa cómo, el asunto resultó, y Elías P. Hutcheson se convirtió en miembro de nuestro grupo. Desde luego, Amelia y yo encontramos beneficioso el cambio; en vez de pelearnos continuamente, como habíamos estado haciendo, descubrimos que la influencia coercitiva de un tercer elemento era tal, que no hacíamos más que buscar una ocasión de encontrarnos a solas en algún rincón. Amelia dice que, desde entonces, como resultado de aquella experiencia, aconseja a todas sus amigas que se lleven a algún conocido en su viaje de novios. Bueno, «hicimos» Nuremberg juntos, y gozamos lo indecible con la charla y los comentarios de nuestro amigo transatlántico, el cual, a juzgar por lo que contaba, había corrido suficientes aventuras como para llenar una extensísima novela. En nuestro recorrido por la ciudad guardamos para el final la visita al castillo, y el día señalado para aquella visita dimos la vuelta a la muralla exterior de la ciudad por el lado oriental.

El castillo está edificado sobre una roca que domina la ciudad, y en su parte septentrional está defendido por un foso muy profundo. Nuremberg ha tenido la suerte de no haber sido saqueada nunca; de no ser por esta circunstancia es evidente que no estaría tan flamante como está ahora. El foso no había sido utilizado durante siglos, y en la actualidad su base está llena de jardines y de huertos, algunos de cuyos árboles han alcanzado un respetable tamaño. Mientras andábamos alrededor de la muralla, acariciados por el cálido sol de julio, nos deteníamos a menudo para contemplar los panoramas que se extendían ante nosotros, y de un modo especial la gran llanura cubierta de torres y de aldeas y bordeada de una azulada línea de colinas, como un paisaje de Claude Lorraine. Desde allí, nuestra mirada se dirigía siempre con nuevo deleite a la propia ciudad, con sus miradas de fantásticos aleros y sus tejados rojos, moteados de buhardillas, hilera sobre hilera. A nuestra derecha se erguían las torres del castillo, y todavía más cerca, con su aspecto impresionante, la Torre de la Tortura, la cual era, y es, quizás, el lugar más interesante de la ciudad. Durante siglos, la tradición de la Virgen de Hierro de Nuremberg ha sido citada como ejemplo de los abismos de crueldad de que es capaz el hombre; era una de las cosas que más nos habían atraído antes de emprender el viaje; y al final la teníamos al alcance de nuestra mano como quien dice.

En una de nuestras pausas nos inclinamos sobre la muralla de la fortificación y miramos hacia abajo. El jardín parecía encontrarse a unos quince metros debajo de nosotros, y el sol caía de lleno en él calentándolo como un gigantesco embudo. El calor ascendía hasta nosotros, aumentando nuestra modorra, y resultaba muy agradable permanecer allí, holgazaneando, apoyados en la muralla. Además, inmediatamente debajo de nosotros, había un agradable espectáculo: una enorme gata negra tendida al sol, mientras a su alrededor retozaba alegremente un gatito negro. La madre agitaba su cola para que el gatito jugara con ella, o alzaba sus patas y empujaba al pequeño como estimulándole en sus juegos. Estaban al pie mismo de la muralla, y Elías P. Hutcheson, deseando compartir el juego, se inclinó a recoger del suelo una piedra de regular tamaño.

—¡Miren! —dijo—. Voy a dejar caer esta piedra cerca del gatito, y madre e hijo se preguntarán de dónde les ha llovido.

—¡Oh, tenga cuidado! —dijo mi esposa—. ¡Puede usted tocar al pequeñín!

—Ni pensarlo, señora —dijo Elías P.—. Aquí donde me ve, soy tan tierno como un cerezo del Maine. Dios sabe que no le causaría ningún daño a ese gatito, del mismo modo que no escalparía a un niño… Mire, voy a tirarla lejos de la muralla, para que no caiga demasiado cerca de los animalitos.

Se inclinó sobre la muralla, alargó el brazo todo lo que pudo y dejó caer la piedra. Es posible que exista una fuerza de atracción que arrastre la materia mayor hacia la menor; o más probablemente que la muralla no fuera completamente vertical, sino algo saliente en la base: desde arriba no podíamos apreciar la inclinación. Lo cierto es que la piedra cayó directamente sobre la cabeza del gatito, con un horrible chasquido que llegó hasta nosotros a través del cálido aire, esparciendo sus pequeños sesos por el suelo. La gata negra dirigió una rápida mirada hacia arriba, y vimos sus ojos como fuego verde clavarse un instante en Elías P. Hutcheson; luego, su atención se volvió hacia el gatito, el cual yacía inmóvil, agitando únicamente y a intervalos sus diminutos miembros, mientras un delgado arroyuelo rojo fluía de su herida. Profiriendo lastimeros maullidos, que recordaban los lamentos de un ser humano, la gata se inclinó sobre su hijo, lamiendo su herida, sin dejar de maullar. De repente pareció darse cuenta de que estaba muerto, y de nuevo alzó sus ojos hacia nosotros. Nunca olvidaré aquel espectáculo, ya que la gata parecía la perfecta encarnación del odio. Sus ojos verdes ardieron con un fuego cárdeno, y los blancos y agudos dientes casi brillaron a través de la sangre que manchaba su boca y sus bigotes. Rechinó los dientes y extendió las patas delanteras mostrando sus garras en toda su longitud. Luego dio un salto salvaje, encaramándose por la muralla, como si quisiera llegar hasta nosotros, pero cuando terminó el impulso cayó hacia atrás, y su aspecto se hizo todavía más horripilante, ya que cayó sobre el cadáver del gatito, y se levantó con la piel de la espalda manchada de sesos y de sangre. Amelia estuvo a punto de desmayarse, y tuve que arrastrarla fuera de la muralla. Había un banco cerca de allí, a la sombra de un plátano silvestre, y la senté en él mientras se recobraba. Luego me acerqué de nuevo a Hutcheson, que seguía en el mismo sitio, contemplando al rabioso animal.

Cuando me reuní con él, dijo:

—Bueno, creo que es la bestia más salvaje que he visto en mi vida… a excepción de una mujer india, una apache, que le tomó un odio mortal a un mestizo apodado Splinters, quien le había robado a su hijo en una incursión, sólo para demostrarle al niño que tenía en cuenta lo que los indios habían hecho con su madre, sometiéndola a la tortura del fuego. La mujer siguió a Splinters durante más de tres años, hasta que consiguió tenderle una emboscada. Dicen que ningún hombre, blanco o mestizo, ha tardado tanto en morir bajo las torturas de los apaches. Llegué al campamento en el momento en que Splinters entregaba su alma a Dios, y no lamentaba hacerlo. Era un hombre duro, y aunque yo no volví a estrechar su mano después de aquel asunto del niño, ya que fue algo horrible, y Splinters debió portarse como un hombre blanco, ya que su aspecto era de blanco, creo que lo pagó con creces.

Mientras estaba hablando, la gata continuaba en sus frenéticos esfuerzos por encaramarse por la pared. Tomaba impulso y saltaba hacia delante, alcanzando a veces una increíble altura. No parecía importarle la pesada caída que seguía a cada una de sus tentativas, y cada vez volvía a empezar con renovado vigor. Y a cada caída su aspecto se hacía más horrible. Hutcheson era un hombre bondadoso —mi esposa y yo lo habíamos visto mostrarse cariñoso con los animales, lo mismo que con las personas—, y parecía muy afectado por la rabiosa actitud de la gata.

—¡Vaya! —exclamó—. El pobre animalito está desesperado. Vamos, vamos, minino, no te lo tomes así… Fue un accidente, y todo esto no servirá para devolverte a tu pequeño. ¡Que haya tenido que sucederme esto a mí! Para que vea a lo que puede conducir un juego, al parecer inofensivo… Parece que estoy condenado a no poder jugar, ni siquiera con un gato. Oiga, coronel —tenía la divertida costumbre de endosarle títulos a todo el mundo—, espero que su esposa no me guardará rencor por lo que ha sucedido… Yo soy el primero en lamentarlo, y muy de veras.

Se acercó al lugar donde estaba Amelia y se disculpó calurosamente, y ella, con su habitual bondad, se apresuró a tranquilizarlo, diciéndole que comprendía que había sido un accidente. A continuación, nos acercamos de nuevo a la muralla y miramos hacia abajo.

La gata, al perder de vista el rostro de Hutcheson, había retrocedido unos pasos y estaba sentada sobre sus patas traseras, como disponiéndose a saltar. En efecto, en cuanto volvió a verlo saltó, con un furor irrazonado y ciego, que hubiera sido cómico, quizás, en otras circunstancias, pero que en aquellos momentos resultaba espantoso. Esta vez no trató de trepar por la muralla, sino que botó sobre sí misma como si el odio y la rabia pudieran prestarle alas para volar hasta nosotros. Amelia, mujer al fin, estaba muy preocupada, y le dijo a Elías P. en tono de advertencia:

—¡Oh! Tenga usted mucho cuidado. Ese animal trataría de matarlo, si estuviera aquí. En sus ojos hay un brillo asesino.

Nuestro compañero se echó a reír jovialmente.

—Discúlpeme, señora —dijo—, pero no he podido contener la risa. ¡Imaginar a un hombre que ha luchado contra los indios y contra los osos, asesinado por un gato!

Cuando la gata le oyó reír, su conducta pareció cambiar. Ya no trató de encaramarse por la muralla, ni botó sobre sí misma, sino que se tranquilizó súbitamente, y sentándose de nuevo junto al gatito muerto empezó a lamerlo y a acariciarlo como si estuviera vivo.

—¡Miren! —dije—. El efecto de un hombre realmente fuerte. Incluso ese animal, en medio de su furia, reconoce la voz de un dueño y se inclina ante él…

—Igual que una mujer india —fue el único comentario de Elías P. Hutcheson, mientras proseguíamos nuestro camino alrededor del foso.

De cuando en cuando, nos asomábamos a la muralla y cada vez veíamos a la gata que nos estaba siguiendo. Al principio dejó atrás al gatito muerto, pero cuando la distancia se hizo mayor fue en busca de él, lo cogió entre sus dientes y continuó siguiéndonos. Al cabo de un rato, sin embargo, lo abandonó, ya que vimos que nos seguía sola; seguramente había ocultado el cadáver en alguna parte. Los temores de Amelia aumentaron ante la insistencia de la gata, y repitió su advertencia más de una vez; pero el norteamericano seguía tomándoselo a risa, hasta que al final, viendo que mi esposa estaba realmente preocupada, le dijo:

—Le aseguro, señora, que no tiene por qué preocuparse por ese animal. De haberlo imaginado… —palmeó la pistolera que llevaba en la cadera—. De haber sabido que iba a tomárselo de este modo, allí mismo hubiera matado a esa gata, arriesgándome a la intervención de la policía por haber quebrantado la ley que prohíbe llevar armas de fuego. —Mientras hablaba, miró por encima de la muralla, pero la gata, al verlo, retrocedió, con un maullido, hasta un lecho de altas flores y quedó oculta. El norteamericano continuó—: Que me empalen si ese bicho no sabe más lo que le conviene que la mayoría de los cristianos… Estoy seguro de que no volveremos a verlo. Puede usted apostar lo que quiera a que ahora se marchará en busca de su hijo muerto para enterrarlo en privado.

Amelia se calló, para evitar que nuestro compañero, con la intención de tranquilizarla, cumpliera su amenaza de disparar contra la gata. De modo que continuamos nuestro paseo y cruzamos el pequeño puente de madera que conducía al camino pavimentado que se extendía entre el castillo y la pentagonal Torre de la Tortura.

Mientras cruzábamos el puente vimos de nuevo a la gata debajo de nosotros. Cuando el animal nos vio pareció despertar de nuevo su furor, y realizó frenéticos esfuerzos para trepar por la muralla sobre la cual discurría el puente. Hutcheson se echó a reír al mirar hacia abajo y ver a la gata, y dijo:

—¡Adiós, vieja! ¡Lamento haber lastimado a tu hijito, pero no tardarás en tener otro! ¡Adiós!

Y entonces atravesamos el largo y mal alumbrado pasaje abovedado y llegamos al portillo del castillo.

Cuando salimos de allí, después de haber visitado el más hermoso de los lugares antiguos —un lugar que ni siquiera los bienintencionados esfuerzos de los restauradores góticos durante cuarenta años han sido capaces de estropear—, parecíamos haber olvidado por completo el desagradable episodio de la mañana. El viejo limonero, con su tronco enorme retorcido por el paso de casi nueve siglos, el profundo pozo excavado en el corazón de la roca por los cautivos de aquellas épocas pretéritas, y el encantador panorama que se divisaba desde la muralla de la ciudad y desde la cual oímos, durante más de un cuarto de hora, los multitudinarios rumores de la urbe, todo esto contribuyó a distraer de nuestras mentes el incidente del gatito muerto.

Éramos los únicos visitantes que habían entrado en la Torre de la Tortura aquella mañana —al menos eso dijo el viejo guardián—, y el hecho de disponer del lugar de un modo tan exclusivo nos permitió efectuar un recorrido más detallado y satisfactorio de lo que en otras circunstancias nos hubiéramos podido permitir. El guardián, considerándonos como la única fuente de ganancias de aquel día, se mostró muy solícito y dispuesto a satisfacer cumplidamente nuestra curiosidad. La Torre de la Tortura es en realidad un lugar siniestro, incluso ahora que millares de visitantes han infundido al lugar un hálito de vida, y de la alegría que se deriva de ella; pero en la época a que me refiero su aspecto era de lo más fúnebre que imaginarse pueda. El polvo de los siglos parecía haber tomado posesión de él, y la oscuridad y el horror de sus recuerdos lo habían impregnado de un modo que hubiera satisfecho a las almas panteístas de Philo o de Spinoza. Empezamos la visita por el sótano, una cámara tenebrosa, más tenebrosa aún en contraste con la cálida luz del sol que penetraba a través de la puerta abierta para ir a perderse en el vasto espesor de las paredes; unas paredes que, si hubiesen podido hablar, hubieran contado, seguramente, unas historias espantosas. Experimentamos una sensación de alivio al trepar por la polvorienta escalera de madera, precedidos por el guardián, que mantenía abierta la puerta exterior a fin de iluminar nuestro camino en la medida de lo posible, ya que el velón que ardía en un candelabro colgado de la pared proporcionaba una claridad insuficiente para nuestros ojos. Cuando llegamos a la cámara situada directamente encima de la que acabábamos de abandonar, Amelia se apretó tan fuertemente contra mí que pude oír los latidos de su corazón. Debo confesar que no me sorprendió lo más mínimo su temor, ya que aquella estancia era más siniestra aún que la de debajo. Había más luz, desde luego, aunque sólo la suficiente para percibir lo horroroso del lugar. Los constructores de la torre sólo habían abierto ventanas en la parte más alta, diciéndose, seguramente, que los que tuvieran que llegar hasta allí no necesitaban para nada la alegría de la luz y de las perspectivas del paisaje. En la parte alta, como habíamos visto desde abajo, había hileras de ventanas de corte medieval, pero en los otros lugares de la torre sólo había unas estrechas aspilleras como es habitual en las fortificaciones medievales. Unas cuantas de aquellas aspilleras iluminaban débilmente la cámara, aunque estaban situadas a tanta altura que desde ninguna parte podía ser visto el cielo a través del espesor de las paredes. Apoyadas en desorden contra los muros, veíanse unas cuantas espadas «cortacabezas», unas armas enormes, provistas de doble empuñadura y de una hoja muy ancha y afilada. También podían verse varios tajos en los cuales habían reposado los cuellos de las víctimas, llenos de profundas muescas en los lugares donde el acero había mordido la madera después de haber hendido la carne. Alrededor de la estancia, caprichosamente situados, veíanse numerosos instrumentos de tortura, un espectáculo que helaba el corazón: sillas llenas de pinchos que producían un dolor inmediato e insoportable; sillas y reclinatorios llenos de nudos que producían un dolor aparentemente menos intenso, pero que, aunque más lento, eran igualmente eficaces; potros, cinturones, botas, guantes, colleras, para comprimir a voluntad; cestos de acero en los cuales la cabeza podía ser estrujada hasta convertirla en pulpa, en caso necesario; y otros numerosos artilugios inventados por el hombre para torturar a otros hombres. Amelia palideció intensamente a la vista de aquellos horribles instrumentos, aunque por fortuna no se desmayó, ya que cuando estaba a punto de hacerlo se sentó a descansar en una de las sillas de tortura: al darse cuenta del lugar en el cual se había sentado se levantó de un salto, perdidas todas las ganas de desmayarse. Amelia y yo aseguramos que la impresión se había producido a causa de las manchas que el polvo de la silla había dejado en su vestido, y a los pinchazos de sus agudas aristas, y míster Hutcheson aceptó la explicación con una bondadosa sonrisa.

Pero el objeto central en el conjunto de aquella cámara de horrores era el artilugio conocido por el nombre de Mujer de Hierro, el cual se erguía en el centro de la estancia. Era una figura de mujer toscamente labrada, de tipo acampanado, o, para mejor comparación, parecida a la mujer de Noé dentro del Arca, aunque sin la delgadez de talle y la perfecta rondeur de cadera que caracterizan el tipo estético de la familia de Noé. Difícilmente se hubiera podido identificar a aquel artilugio con una figura humana, de no haber sido por el capricho del fundidor, que moldeó la parte superior dándole una vaga semejanza con un rostro de mujer. Estaba llena de herrumbre y cubierta de polvo; en la parte delantera, en el lugar que hubiera correspondido a la cintura, había una anilla de la cual podía tirarse por medio de una cuerda que llevaba atada y que pasaba por una polea sujeta a la columna de madera que sostenía el techo. El guardián tiró de la cuerda para mostrarnos que una parte frontal de la figura estaba articulada como una puerta que se abría a un lado; entonces vimos que el artilugio tenía un considerable espesor, y que en su interior quedaba el espacio justo para un hombre, puesto en pie. La puerta era del mismo espesor y de un peso enorme, ya que el guardián tuvo que utilizar toda su fuerza, a pesar de la ayuda de la polea, para abrirla. Este peso era debido, en parte, al hecho de que estaba destinada a cerrarse por sí misma cuando se soltaba la cuerda. Al fijarnos en la parte interior de la puerta, pudimos darnos cuenta del siniestro objetivo de aquella diabólica invención. Allí había varios pinchos, largos y macizos, anchos en la base y afilados en las puntas, colocados en tal posición que, al cerrarse la puerta, los situados en la parte superior atravesaran los ojos de la víctima, y los de la parte inferior su corazón y sus entrañas. El espectáculo fue demasiado para la pobre Amelia, que esta vez se desmayó de veras, y tuve que sacarla de la cámara y sentarla en un banco hasta que recobró el sentido. Lo profundo de la impresión que sufrió quedó demostrado más tarde por el hecho de que mi hijo mayor nació con un enorme lunar en el pecho, el cual es conocido en mi familia con el nombre de «La Mujer de Nuremberg».

Cuando regresamos a la cámara, encontramos a Hutcheson enfrente de la Mujer de Hierro; no se había movido de allí, y era evidente que había estado filosofando, ya que al vernos se apresuró a ofrecernos el resultado de sus meditaciones, en forma de una especie de exordio.

—Bueno, creo que he aprendido algo aquí, mientras la señora ha estado fuera, recobrándose de su desmayo. En ciertos aspectos, los antiguos nos dejaban en mantillas. Allá en mi tierra creemos que los indios se las saben todas en materia de hacer que un hombre se sienta incómodo; pero ahora estoy convencido de que nuestros antiguos gobernantes medievales podrían darles sopas con honda. Splinters, por ejemplo, era un maestro imaginando torturas; pero esta jovencita que tenemos aquí le hubiera hecho avergonzarse de su ignorancia. Sería muy provechoso que nuestro Departamento de Asuntos Indios instalara unos cuantos aparatos de esos en los alrededores de las Reservas, para que aquellos salvajes, y sus mujeres también, se diesen cuenta de cómo los habría tratado la antigua civilización, en el mejor de los casos. Creo que voy a meterme en esa caja unos instantes, sólo para ver qué efecto produce…

—¡Oh, no! ¡No! —exclamó Amelia—. ¡Es demasiado terrible!

—Mire, señora, no hay nada demasiado terrible para la mente investigadora. Es mis buenos tiempos estuve en algunos lugares que usted llamaría terribles. Pasé una noche en el interior de un cementerio de Montana, mientras la pradera ardía a mi alrededor… y en otra ocasión dormí dentro de un ataúd para escapar de los comanches, que estaban en el sendero de la guerra y ansiaban hacerse con mi cabellera. He pasado dos días en un túnel excavado en la mina de oro de Billy Broncho, en Nuevo México, y fui uno de los cuatro hombres que permanecieron enterrados vivos por espacio de dieciocho horas, cuando se desplomó el puente que estábamos construyendo en Buffalo. Nunca he rehuido una experiencia nueva, y no voy a empezar a hacerlo ahora…

Vimos que estaba dispuesto a seguir adelante con su idea, de modo que le dije:

—Bueno, dese prisa, viejo, y salga cuanto antes.

—De acuerdo, general —me respondió—. Pero no creo que debamos obrar con tanta precipitación. Los caballeros, predecesores míos, que entraron en esa lata, no lo hicieron voluntariamente, ni mucho menos. Y supongo que armarían un poco de gresca antes de dejarse meter en ella. Yo deseo entrar como Dios manda, e instalarme cómodamente. Tal vez el viejo galeote pueda traer una cuerda y atarme, para que la sensación sea más real…

Al viejo galeote no debió parecerle demasiado sensata la petición de Hutcheson, puesto que, por toda respuesta a su petición de que lo atara, se limitó a sacudir negativamente la cabeza. Sospecho, sin embargo, que su protesta fue puramente formal y estaba encaminada a obtener un ingreso suplementario, ya que cuando el norteamericano le hubo puesto en la mano una moneda de oro, desapareció unos instantes para regresar con una delgada cuerda. Inmediatamente procedió a atar a nuestro compañero, con la suficiente tirantez para el objetivo perseguido. Cuando la parte superior de su cuerpo estuvo atada, Hutcheson dijo:

—Espere un momento, juez. Creo que soy demasiado pesado para que pueda meterme usted en la lata. Entraré por mi propio pie, y luego puede atarme usted las piernas.

Mientras hablaba, se había metido de espaldas en la abertura, la cual era tan angosta que no le permitía ningún movimiento. Amelia contemplaba todo aquello con los ojos llenos de temor, pero no se atrevió a decir nada. Luego, el guardián completó su tarea atando los pies del norteamericano, de modo que nuestro compañero quedó absolutamente indefenso e inmóvil en su voluntaria cárcel. Al parecer, lo estaba pasando en grande, a juzgar por sus palabras:

—¡Creo que a esta Eva la hicieron de la costilla de un enano! Aquí no hay espacio suficiente para un ciudadano adulto de los Estados Unidos. En Idaho solemos hacer más espaciosos nuestros ataúdes. Ahora, juez, va usted a cerrar lentamente la puerta. Con todo cuidado, ¿eh? Quiero sentir el placer que experimentaron los caballeros que fueron huéspedes de este aparatito, al ver que los pinchos empezaban a avanzar hacia sus ojos…

—¡Oh, no! ¡No! ¡No! —gritó Amelia, histéricamente—. ¡Es demasiado terrible! ¡No puedo soportarlo! ¡No puedo! ¡No puedo!

Pero el norteamericano era un hombre obstinado.

—Oiga, coronel —dijo—, ¿por qué no se lleva a la señora a dar un paseo? No quisiera herir sus sentimientos por nada del mundo; pero ahora que estoy aquí, después de haber recorrido trece mil kilómetros, me desagradaría mucho tener que renunciar a esta aleccionadora experiencia. Un hombre no puede sentirse como un artículo enlatado siempre que quiere… El juez y yo nos ocuparemos de esto, y luego pueden regresar ustedes y nos reiremos juntos.

Una vez más, la curiosidad le pudo al temor, y Amelia se quedó, fuertemente agarrada a mi brazo y estremeciéndose, mientras el guardián empezaba a soltar lentamente, pulgada a pulgada, la cuerda que sostenía la puerta de hierro. El rostro de Hutcheson estaba positivamente radiante mientras sus ojos seguían el lento avance de los pinchos.

—Bueno —dijo—, no la he gozado tanto desde que salí de Nueva York. Aparte de una pelea con un marinero francés en Wapping —y una pelea de tres al cuarto, por cierto—, no había tenido aún ocasión de divertirme de veras en este aburrido continente, donde no hay osos, ni indios, ni siquiera caballos. ¡Despacio, juez! ¡No se apresure! Quiero disfrutar el dinero que he pagado por el juego…

El guardián debía tener en sus venas algo de la sangre de sus predecesores en aquella siniestra torre, ya que iba soltando la cuerda con una deliberada y estremecedora lentitud, la cual, al cabo de cinco minutos, en cuyo espacio de tiempo la puerta había avanzado solamente unas pulgadas, empezó a agotar la resistencia de Amelia. Vi que sus labios palidecían, y noté que la presión de su mano en mi brazo se hacía más débil. Dirigí una mirada a mi alrededor en busca de un lugar donde hacerla reposar, y cuando la miré de nuevo a ella vi que sus ojos estaban clavados con una fijeza obsesionante en algo que estaba al lado de la Mujer. Siguiendo su dirección, vi a la gata negra agazapada y fuera de la vista de Hutcheson y del guardián. Sus ojos verdes brillaban como carbunclos en la penumbra del lugar, y su color quedaba intensificado por la sangre que todavía manchaba su pecho y enrojecía su boca. Grité:

—¡La gata! ¡Ahí está la gata!

Pero mi advertencia no impidió que el animal diera un salto, situándose delante del artilugio de hierro. En aquel momento su aspecto era el de un demonio victorioso. Sus ojos brillaban con ferocidad, su pelo estaba erizado hasta el punto de hacerla aparecer de un tamaño doble del que en realidad tenía, y su cola azotaba el aire como la de un tigre cuando se dispone a luchar.

Elías P. Hutcheson acogió la llegada de la gata como un nuevo motivo de diversión, y sus ojos centellearon, divertidos, mientras decía:

—¡Vaya con la gata! Eres tozuda, ¿eh? No la dejen acercarse a mí, pues indefenso como estoy podría sacarme los ojos… ¡Cuidado, juez! No suelte usted la cuerda, o va a ensartarme.

En aquel momento, Amelia acabó de desmayarse, y tuve que sostenerla, cogiéndola por la cintura, para evitar que cayese al suelo. Mientras la atendía, vi que la gata se agazapaba para saltar, y me precipité hacia ella para tratar de impedirlo.

Pero el animal fue más rápido que yo. Profiriendo un diabólico maullido, saltó, no hacia Hutcheson, como todos esperábamos, sino a la cara del guardián. Sus garras, extendidas como las del dragón de los dibujos chinos, se clavaron en el rostro del pobre viejo, y en su descenso señalaron la mejilla con una franja roja por la que parecía fluir toda la sangre de su cuerpo.

Con un aullido de terror, el guardián saltó hacia atrás, soltando la cuerda que sostenía la puerta de hierro. Di un salto hacia ella, pero era demasiado tarde, ya que el enorme peso de la puerta la arrastró antes de que mi intervención pudiera resultar eficaz.

Antes de que la puerta terminara de cerrarse, vi como en un relámpago el rostro de nuestro pobre compañero. Parecía helado de terror. Sus ojos tenían una expresión de indescriptible angustia, y ningún sonido salió de sus labios.

Afortunadamente, el final debió de ser rápido, ya que cuando conseguimos abrir la puerta vimos que los pinchos habían penetrado tan profundamente que además de los ojos le habían traspasado el cerebro. La muerte tuvo que ser instantánea. Recibí tal impresión, que no fui capaz de hacer el menor movimiento cuando el cadáver de nuestro infortunado compañero salió proyectado hacia adelante, atado como estaba, y cayó pesadamente al suelo, donde quedó boca arriba.

Entonces me acordé de mi esposa y corrí hacia ella para sacarla de aquel lugar, ya que no deseaba que al recobrarse de su desmayo se encontrara ante un cuadro tan dantesco. Ya afuera, la acomodé en un banco y regresé a la horrible cámara. El guardián, apoyado en la columna de madera, sollozaba de dolor mientras se aplicaba a los ojos un enrojecido pañuelo. Y, sentada sobre la cabeza del pobre norteamericano, la gata maullaba sordamente mientras la sangre fluía a través de las vacías cuencas de los ojos del muerto.

Creo que nadie me echará en cara lo que hice a continuación: cogí una de las antiguas espadas «cortacabezas» y partí en dos a la gata sobre la misma cabeza de Elías P. Hutcheson.

El hombre de Juan Rulfo

El hombre

Juan Rulfo

Los pies del hombre se hundieron en la arena dejando una huella sin forma, como si fuera la pezuña de algún animal. Treparon sobre las piedras, engarruñándose al sentir la inclinación de la subida; luego caminaron hacia arriba, buscando el horizonte.

«Pies planos-dijo el que lo seguía-. Y un dedo de menos. Le falta el dedo gordo en el pie izquierdo. No abundan fulanos con estas señas. “Así que será fácil.»

La vereda subía, entre yerbas, llena de espinas y de malas mujeres. Parecía un camino de hormigas de tan angosta. Subía sin rodeos hacia el cielo. Se perdía allí y luego volvía a aparecer más lejos, bajo un cielo más lejano.

Los pies siguieron la vereda, sin desviarse. El hombre caminó apoyándose en los callos de sus talones, raspando las piedras con las uñas de sus pies, rasguñándose los brazos, deteniéndose en cada horizonte para medir su fin: «No el mío sino el de él», dijo. Y volvió la cabeza para ver quién había hablado.

Ni una gota de aire, sólo el eco de su ruido entre las ramas rotas. Desvanecido a fuerza de ir a tientas, calculando sus pasos, aguantando hasta la respiración: «Voy a lo que voy», volvió a decir. Y supo que era él el que hablaba.

«Subió por aquí, rastrillando el monte -dijo el que lo perseguía-“.

Cortó las ramas con un machete. Se conoce que lo arrastraba el ansia.

Y el ansia deja huellas siempre. “Eso lo perderá.»

Comenzó a perder el ánimo cuando las horas se alargaron y detrás de un horizonte estaba otro y el cerro por donde subía no terminaba.

Sacó el machete y cortó las ramas duras como raíces y tronchó la yerba desde la raíz.

Mascó un gargajo mugroso y lo arrojó a la tierra con coraje.

Se chupó los dientes y volvió a escupir. E1 cielo estaba tranquilo allá arriba, quieto, trasluciendo sus nubes entre la silueta de los palos guajes, sin hojas. No era tiempo de hojas. Era ese tiempo seco y roñoso de espinas y de espigas secas y silvestres. Golpeaba con ansia los matojos con el machete: «Se amellará con este trabajito, más te vale dejar en paz las cosas».

Oyó allá atrás su propia voz.

«Lo señaló su propio coraje -dijo el perseguidor-. E1 ha dicho quién es, ahora sólo falta saber dónde está. Terminaré de subir por donde subió, después bajaré por donde bajó, rastreándolo hasta cansarlo. Y donde yo me detenga, allí estará. Se arrodillará y me pedirá perdón. Y yo le dejaré ir un balazo en la nuca… «Eso sucederá cuando yo te encuentre.»

Llegó al final. Sólo el puro cielo, cenizo, medio quemado por la nublazón de la noche. La tierra se había caído para el otro lado.

Miró la casa enfrente de él, de la que salía el último humo del rescoldo.

Se enterró en la tierra blanda, recién removida. Tocó la puerta sin querer, con el mango del machete. Un perro llegó y le lamió las rodillas, otro más corrió a su alrededor moviendo la cola. Entonces empujó la puerta sólo cerrada a la noche.

E1 que lo perseguía dijo: «Hizo un buen trabajo. Ni siquiera los despertó. Debió llegar a eso de la una, cuando el sueño es más pesado; cuando comienzan los sueños; después del ‘Descansen en paz’, cuando se suelta la vida en manos de la noche con el cansancio del cuerpo raspa las cuerdas de la desconfianza y las rompe».

«No debí matarlos a todos -dijo el hombre-«.”Al menos no a todos».

Eso fue lo que dijo.

La madrugada estaba gris, llena de aire frío. Bajó hacia el otro lado, resbalándose por el zacatal. Soltó el machete que llevaba todavía apretado en la mano cuando el frío le

entumeció las manos. Lo dejó allí. Lo vio brillar como un pedazo de culebra sin vida, entre las espigas secas.

El hombre bajó buscando el río, abriendo una nueva brecha entre el monte.

Muy abajo el río corre mullendo sus aguas entre sabinos florecidos; meciendo su espesa corriente en silencio. Camina y da vuelta sobre sí mismo. Va y viene como una serpentina enroscada sobre la tierra verde.

No hace ruido. Uno podría dormir allí, junto a él, y alguien oiría la respiración de uno, pero no la del río. La hiedra baja desde los altos sabinos y se hunde en el agua, junta sus manos y forma telarañas que el río no deshace en ningún tiempo.

El hombre encontró la línea del río por el color amarillo de los sabinos. No lo oía. Sólo lo veía retorcerse bajo las sombras. Vio venir las chachalacas. La tarde anterior se habían ido siguiendo, el sol, volando en parvadas detrás de la luz. Ahora el sol estaba por salir y ellas regresaban de nuevo.

Se persignó hasta tres veces. «Discúlpenme», les dijo. Y comenzó su tarea. Cuando llegó al tercero, le salían chorretes de lágrimas. O tal vez era sudor. Cuesta trabajo matar. El cuero es correoso. Se defiende aunque se haga a la resignación y el machete estaba mellado: «Ustedes me han de perdonar», volvió a decirles.

«Se sentó en la arena de la playa -eso dijo el que lo perseguía-.”

Se sentó aquí y no se movió por un largo rato. Esperó a que despejaran las nubes. Pero el sol no salió ese día, ni al siguiente. Me acuerdo. Fue el domingo aquel en que se me murió el recién nacido y fuimos a enterrarlo. No teníamos tristeza, sólo tengo memoria de que el cielo estaba gris y de que las flores que llevamos estaban desteñidas y marchitas como si sintieran la falta del sol.

«E1 hombre ese se quedó aquí, esperando. Allí estaban sus huellas: el nido que hizo junto a los matorrales; el calor de su cuerpo abriendo un pozo en la tierra húmeda.»

«No debí haberme salido de la vereda -pensó el hombre.” Por allá hubiera llegado. Pero es peligroso caminar por donde todos caminan, sobre todo llevando este peso que yo llevo.

Este peso se ha de ver por cualquier ojo que me mire; se ha de ver como si fuera una hinchazón rara. Yo así lo siento. Cuando sentí que me había cortado un dedo, la gente lo vio y yo no, hasta después. Así ahora, aunque no quiera, tengo que tener alguna señal. Así lo siento, por el peso, o tal vez el esfuerzo me cansó». Luego añadió:»No debí matarlos a todos; me hubiera conformado con el que tenía que matar; pero estaba oscuro y los bultos eran iguales… Después de todo, así de a muchos les costará menos el entierro.»

«Te cansarás primero que yo”. Llegaré a donde quieres llegar antes que tú estés allí -dijo el que iba detrás de él-. Me sé de memoria tus intenciones, quién eres y de dónde eres y adónde vas. Llegaré antes que tú llegues.»

«Este no es el lugar -dijo el hombre al ver el río-“ Lo cruzaré aquí y luego más allá y quizá salga a la misma orilla. Tengo que estar al otro lado, donde no me conocen, donde nunca he estado y nadie sabe de mí; luego caminaré derecho, hasta llegar. De allí nadie me sacará nunca».

Pasaron más parvadas de chachalacas, graznando con gritos que ensordecían.

«Caminaré más abajo. Aquí el se hace un enredijo y puede devolverme a donde no quiero regresar.»

«Nadie te hará daño nunca, hijo. Estoy aquí para protegerte”.

“Por eso nací antes que tú y mis huesos se endurecieron antes que los tuyos».

Oía su voz, su propia voz, saliendo despacio de su boca.

La sentía sonar como una cosa falsa y sin sentido.

¿Por qué habría dicho aquello? Ahora su hijo se estaría burlando de él. O tal vez no. «Tal vez esté lleno de rencor conmigo por haberlo dejado solo en nuestra última hora”. Porque era también la mía; era únicamente la mía. É1 vino por mí. No los buscaba a

ustedes, simplemente era yo el final de su viaje, la cara que él soñaba ver muerta, restregada contra el lodo, pateada y pisoteada hasta la desfiguración.

Igual que lo que yo hice con su hermano; pero lo hice cara a cara, José Alcancía, frente a él y frente a ti y tú nomás llorabas y temblabas de miedo. Desde entonces supe quién eras y cómo vendrías a buscarme.

Te esperé un mes, despierto de día y de noche, sabiendo que llegarías a rastras, escondido como una mala víbora. Y llegaste tarde. Y yo también llegué tarde. Llegué detrás de ti. Me entretuvo el entierro del recién nacido. Ahora entiendo. Ahora entiendo por qué se me marchitaron las flores en la mano.»

«No debí matarlos a todos -iba pensando el hombre-“. No valía la pena echarme ese tercio tan pesado en mi espalda. Los muertos pesan más que los vivos; lo aplastan a uno. Debía de haberlos tentaleado de uno por uno hasta dar con él; lo hubiera conocido por el bigote; aunque estaba oscuro hubiera sabido dónde pegarle antes que se levantara…

Después de todo, así estuvo mejor. Nadie los llorará y yo viviré en paz.

“La cosa es encontrar el paso para irme de aquí antes que me agarre la noche.»

El hombre entró a la angostura del río por la tarde. E1 sol no había salido en todo el día, pero la luz se había borneado, volteando las sombras; por eso supo que era después del mediodía.

«Estás atrapado -dijo el que iba detrás de él y que ahora estaba sentado a la orilla del río-“. Te has metido en un atolladero. Primero haciendo tu fechoría y ahora yendo hacia los cajones, hacia tu propio cajón. No tiene caso que te siga hasta allá. Tendrás que regresar en cuanto te veas encañonado. Te esperaré aquí. Aprovecharé el tiempo para medir la puntería, para saber dónde te voy a colocar la bala.

Tengo paciencia y tú no la tienes, así que ésa es mi ventaja. Tengo mi corazón que resbala y da vueltas en su propia sangre, y el tuyo está desbaratado, revenido y lleno de pudrición.

Esa es también mi ventaja. Mañana estarás muerto, o tal vez pasado mañana o dentro de ocho días.

“No importa el tiempo. Tengo paciencia.»

E1 hombre vio que el río se encajonaba entre altas paredes y se detuvo. «Tendré que regresar», dijo.

E1 río en estos lugares es ancho y hondo y no tropieza con ninguna piedra. Se resbala en un cauce como de aceite espeso y sucio. Y de vez en cuando se traga alguna rama en sus remolinos, sorbiéndola sin que se oiga ningún quejido.

«Hijo -dijo el que estaba sentado esperando-: no tiene caso que te diga que el que te mató está muerto desde ahora”. ¿Acaso yo ganaré algo con eso? La cosa es que yo no estuve contigo. ¿De qué sirve explicar nada? No estaba contigo. Eso es todo. Ni con ella. Ni con él. “No estaba con nadie; porque el recién nacido no me dejó ninguna señal de recuerdo.»

El hombre recorrió un largo tramo río arriba.

En la cabeza le rebotaban burbujas de sangre.

«Creí que el primero iba a despertar a los demás con su estertor, por eso me di prisa.»

«Discúlpenme la apuración», les dijo. Y después sintió que el gorgoreo aquel era igual al ronquido de la gente dormida; por eso se puso tan en calma cuando salió a la noche de afuera, al frío de aquella noche nublada.

Parecía venir huyendo. Traía una porción de lodo en las zancas, que ya ni se sabía cuál era el color de sus pantalones.

Lo vi desde que se zambulló en el río. Apechugó el cuerpo y luego se dejó ir corriente abajo, sin manotear, como si caminara pisando el fondo. Después rebasó la orilla y puso sus trapos a secar. Lo vi que temblaba de frío. Hacía aire y estaba nublado.

Me estuve asomando desde el boquete de la cerca donde me tenía el patrón al encargo de sus borregos. Volvía y miraba a aquel hombre sin que él se maliciara que alguien lo estaba espiando.

Se apalancó en sus brazos y se estuvo estirando y aflojando su humanidad, dejando orear el cuerpo para que se secara. Luego se enjaretó la camisa y los pantalones agujerados. vi que no traía machete ni ningún arma. Sólo la pura funda que le colgaba de la cintura, huérfana.

Miró y remiró para todos lados y se fue. Y ya iba yo a enderezarme para arriar mis borregos, cuando lo volví a ver con la misma traza de desorientado.

Se metió otra vez al río, en el brazo de en medio, de regreso.

«¿Qué traerá este hombre?», me pregunté.

Y nada. Se echó de vuelta al río y la corriente se soltó zangoloteándolo como un reguilete, y hasta por poco y se ahoga.

Dio muchos manotazos y por fin no pudo pasar y salió allá a bajo, echando buches de agua hasta desentriparse.

Volvió a hacer la operación de secarse en pelota y luego arrendó río arriba por el rumbo de donde había venido.

Que me lo dieran ahorita. De saber lo que había hecho lo hubiera apachurrado a pedradas y ni siquiera me entraría el remordimiento.

Ya lo decía yo que era un juilón. Con sólo verle la cara. Pero no soy adivino, señor licenciado. Sólo soy un cuidador de borregos y hasta sí usted quiere algo miedoso cuando da la ocasión. Aunque, como usted dice, lo pude muy bien agarrar desprevenido y una pedrada bien dada en la cabeza lo hubiera dejado allí bien tieso. Usted ni quien se lo quite que tiene la razón.

Eso que me cuenta de todas las muertes que debía y que acababa de efectuar, no me lo perdono. Me gusta matar matones, créame usted.

No es la costumbre; pero se ha de sentir sabroso ayudarle a Dios a acabar con esos hijos del mal.

La cosa es que no todo quedó allí. Lo vi venir de nueva cuenta al día siguiente. Pero yo todavía no sabía nada. ¡De haberlo sabido!

Lo vi venir más flaco que el día antes con los huesos afuerita del pellejo, con la camisa rasgada. No creí que fuera él, así estaba de desconocido.

Lo conocí por el arrastre de sus ojos: medio duros, como que lastimaban. Lo vi beber agua y luego hacer buches como quien está enjuagándose la boca; pero lo que pasaba era que se había tragado un buen puño de ajolotes, porque el charco donde se puso a sorber era bajito y estaba plagado de ajolotes. Debía de tener hambre.

Le vi los ojos, que eran dos agujeros oscuros como de cueva. Se me arrimó y me dijo:»¿Son tuyas esas borregas?» Y yo le dije que no. «Son de quien las parió», eso le dije.

No le hizo gracia la cosa. Ni siquiera peló el diente. Se pegó a la más hobachona de mis borregas y con sus manos como tenazas le agarró las patas y le sorbió el pezón. Hasta acá se oían los balidos del animal; pero él no la soltaba, seguía chupe y chupe hasta que se hastió de mamar.

Con decirle que tuve que echarle creolina en las ubres para que se le desinflamaran y no se le fueran a infestar los mordiscos que el hombre les había dado.

¿Dice usted que mató a toditita la familia de los Urquidi?

De haberlo sabido lo atajo a puros leñazos.

Pero uno es ignorante. Uno vive remontado en el cerro, sin más trato que los borregos, y los borregos no saben de chismes.

Y al otro día se volvió a aparecer. Al llegar yo, llegó él. Y hasta entramos en amistad.

Me contó que no era de por aquí, que era de un lugar muy lejos; pero que no podía andar ya porque le fallaban las piernas: «Camino y camino y ando nada. Se me doblan

las piernas de la debilidad. Y mi tierra está lejos, más allá de aquellos cerros.» Me contó que se había pasado dos días sin comer más que puros yerbajos. Eso me dijo. ¿Dice usted que ni piedad le entró cuando mató a los familiares de los Urquidi? De haberlo sabido se habría quedado en juicio y con la boca abierta mientras estaba bebiéndose la leche de mis borregas.

Pero no parecía malo. Me contaba de su mujer y de sus chamacos.

Y de lo lejos que estaban de él. Se sorbía los mocos al acordarse de ellos.

Y estaba reflaco, como trasijado. Todavía ayer se comió un pedazo de animal que se había muerto del relámpago. Parte amaneció comida de seguro por las hormigas arrieras y la parte que quedó él la tatemó en las brasas que yo prendía para calentarme las tortillas y le dio fin. Ruñó los huesos hasta dejarlos pelones.

«El animalito murió de enfermedad», le dije yo.

Pero como si ni me oyera. Se lo tragó enterito. Tenía hambre.

Pero dice usted que acabó con la vida de esa gente. De haberlo sabido. Lo que es ser ignorante y confiado. Yo no soy más que borreguero y de ahí en más no se nada. ¡Con decirles que se comía mis mismas tortillas y que las embarraba en mi mismo plato!

¿De modo que ahora que vengo a decirle lo que sé, yo salgo encubridor? Pos ahora sí. ¿Y dice usted que me va a meter a la cárcel por esconder a ese individuo? Ni que yo fuera el que mató a la familia esa.

Yo sólo vengo a decirle que allí en un charco del río está un difunto. Y usted me alega que desde cuándo y cómo es y de qué modo es ese difunto. Y ahora que yo se lo digo, salgo encubridor. Pos ahora sí.

Créame usted, señor licenciado, que de haber sabido quién era aquel hombre no me hubiera faltado el modo de hacerlo perdidizo.

¿Pero yo qué sabía? Yo no soy adivino.

El sólo me pedía de comer y me platicaba de sus muchachos, chorreando lágrimas.

Y ahora se ha muerto. Yo creí que había puesto a secar sus trapos entre las piedras del río; pero era él, enterito, el que estaba allí boca abajo, con la cara metida en el agua. Primero creí que se había doblado al empinarse sobre el río y no había podido ya enderezar la cabeza y que luego se había puesto a resollar agua, hasta que le vi la sangre coagulada que le salía por la boca y la nuca repleta de agujeros como si lo hubieran taladrado.

Yo no voy a averiguar eso. Sólo vengo a decirle lo que pasó, sin quitar ni poner nada. Soy borreguero y no sé de otras cosas.

La caja oblonga de Edgar Allan Poe

Ciudad Seva

Hace años, a fin de viajar de Charleston, en la Carolina del Sur, a Nueva York, reservé pasaje a bordo del excelente paquebote Independence, al mando del capitán Hardy. Si el tiempo lo permitía, zarparíamos el 15 de aquel mes (junio); el día anterior, o sea el 14, subí a bordo para disponer algunas cosas en mi camarote.

Descubrí así que tendríamos a bordo gran número de pasajeros, incluyendo una cantidad de damas superior a la habitual. Noté que en la lista figuraban varios conocidos y, entre otros nombres, me alegré de encontrar el de Mr. Cornelius Wyatt, joven artista que me inspiraba un marcado sentimiento amistoso. Habíamos sido condiscípulos en la Universidad de C… y solíamos andar siempre juntos. Su temperamento era el de todo hombre de talento y consistía en una mezcla de misantropía, sensibilidad y entusiasmo. A esas características unía el corazón más ardiente y sincero que jamás haya latido en un pecho humano.

Observé que el nombre de mi amigo aparecía colocado en las puertas de tres camarotes, y luego de recorrer otra vez la lista de pasajeros, vi que había sacado pasaje para sus dos hermanas, su esposa y él mismo. Los camarotes eran suficientemente amplios y tenían dos literas, una sobre la otra. Excesivamente estrechas, las literas no podían recibir a más de una persona; de todos modos no alcancé a comprender por qué, para cuatro pasajeros, se habían reservado tres camarotes. En esa época me hallaba justamente en uno de esos estados de melancolía espiritual que inducen a un hombre a mostrarse anormalmente inquisitivo sobre meras nimiedades; confieso avergonzado, pues, que me entregué a una serie de conjeturas tan enfermizas como absurdas sobre aquel camarote de más. No era asunto de mi incumbencia, claro está, pero lo mismo me dediqué pertinazmente a reflexionar sobre la solución del enigma. Por fin llegué a una conclusión que me asombró no haber columbrado antes: «Se trata de una criada, por supuesto -me dije-. ¡Se precisa ser tonto para no pensar antes en algo tan obvio!»

Miré nuevamente la lista de pasajeros, descubriendo entonces que ninguna criada habría de embarcarse con la familia, aunque por lo visto tal había sido en principio la intención, ya que luego de escribir: «y criada», habían tachado las palabras. «Pues entonces se trata de un exceso de equipaje -me dije-, algo que Wyatt no quiere hacer bajar a la cala y prefiere tener a mano… ¡Ah, ya veo: un cuadro! Por eso es que ha andado tratando con Nicolino, el judío italiano.»

La suposición me satisfizo y por el momento dejé de lado mi curiosidad.

Conocía muy bien a las dos hermanas de Wyatt, jóvenes tan amables como inteligentes. En cuanto a su esposa, como aquél llevaba poco tiempo de casado, aún no había podido verla. Wyatt había hablado muchas veces de ella en mi presencia, con su estilo habitual lleno de entusiasmo. La describía como de espléndida belleza, llena de ingenio y cualidades. De ahí que me sintiera muy ansioso por conocerla.

El día en que visité el barco (el 14), el capitán me informó que también Wyatt y los suyos acudirían a bordo, por lo cual me quedé una hora con la esperanza de ser presentado a la joven esposa. Pero al fin se me informó que «la señora Wyatt se hallaba indispuesta y que no acudiría a bordo hasta el día siguiente, a la hora de zarpar».

Llegó el momento, y me encaminaba de mi hotel al embarcadero cuando encontré al capitán Hardy, quien me dijo que, «debido a las circunstancias» (frase tan estúpida como conveniente), el Independence no se haría a la mar hasta uno o dos días después, y que, cuando todo estuviera listo, me mandaría avisar para que me embarcara.

Encontré esto bastante extraño, ya que soplaba una sostenida brisa del Sur, pero como «las circunstancias» no salían a luz, pese a que indagué todo lo posible al respecto, no tuve más remedio que volverme al hotel y devorar a solas mi impaciencia.

Pasó casi una semana sin que llegara el esperado aviso del capitán. Lo recibí por fin y me embarqué de inmediato. El barco estaba atestado de pasajeros y había la confusión habitual en el momento de izar velas. El grupo de Wyatt llegó unos diez minutos después que yo. Estaban allí las dos hermanas, la esposa y el artista -este último en uno de sus habituales accesos de melancólica misantropía-. Demasiado conocía su humor, sin embargo, para prestarle especial atención. Ni siquiera se molestó en presentarme a su esposa, quedando este deber de cortesía a cargo de su hermana Marian, tan amable como inteligente, quien con breves y presurosas palabras nos presentó el uno a la otra.

La señora Wyatt se cubría con un espeso velo y, cuando lo levantó para contestar a mi saludo, debo reconocer que me quedé profundamente asombrado. Pero mucho más me hubiera asombrado de no tener ya el hábito de aceptar a beneficio de inventario las entusiastas descripciones de mi amigo, toda vez que se explayaba sobre la hermosura femenina. Cuando la belleza constituía su tema, sabía de sobra con qué facilidad se remontaba a las regiones del puro ideal.

La verdad es que no pude dejar de advertir que la señora Wyatt era una mujer decididamente vulgar. Si no fea del todo, me temo que no le andaba muy lejos. Vestía, sin embargo, con exquisito gusto, y no dudé de que había cautivado el corazón de mi amigo con las gracias más perdurables del intelecto y del alma. Pronunció muy pocas palabras, e inmediatamente entró en el camarote en compañía de su esposo.

Mi anterior curiosidad volvió a dominarme. No había ninguna criada, y de eso no cabía duda. Me puse a observar en busca del equipaje extra. Luego de alguna demora, llegó al embarcadero un carro conteniendo una caja oblonga de pino, que al parecer era lo único que se esperaba. Apenas a bordo la caja, levamos ancla, y poco después de cruzar felizmente la barra enfrentamos el mar abierto.

He dicho que la caja en cuestión era oblonga. Tendría unos seis pies de largo por dos y medio de ancho. La observé atentamente, y además me gusta ser preciso. Ahora bien, su forma era peculiar y,tan pronto la hube contemplado en detalle, me felicité por lo acertado de mis conjeturas. Se recordará que, de acuerdo con éstas, el equipaje extra de mi amigo el artista debía consistir en cuadros, o por lo menos en un cuadro. No ignoraba que durante varias semanas Wyatt había mantenido conversaciones con Nicolino, y ahora veía a bordo una caja que, a juzgar por su forma, sólo podía servir para guardar una copia de La última cena de Leonardo; no ignoraba, además, que una copia de esa pintura, ejecutada en Florencia por Rubini el joven, había estado cierto tiempo en posesión de Nicolino. Me pareció, pues, que la cuestión quedaba suficientemente resuelta. Me reí, quizá demasiado, pensando en mi perspicacia. Era la primera vez que, hasta donde podía saberlo, Wyatt me ocultaba alguno de sus secretos artísticos; pero no cabía duda de que en esta ocasión trataba de hacerme una treta y pasar de contrabando a Nueva York una magnífica pintura, confiando en que no me daría cuenta de nada. Resolví tomarme un buen desquite, sin esperar mucho.

Había no obstante algo que me fastidiaba. La caja no fue colocada en el camarote sobrante, sino depositada en el de Wyatt, donde ocupaba casi por completo el piso para evidente incomodidad del artista y de su esposa, acrecentada además porque la brea o la pintura con la cual se habían trazado grandes letras emitía un olor muy fuerte, desagradable y, para mí, especialmente repugnante. Sobre la tapa aparecían estas palabras: «Sra. Adelaide Curtis, Albany, Nueva York. Envío de Cornelius Wyatt, Esq. Este lado hacia arriba. Trátese con cuidado.»

Estaba yo enterado de que la señora Adelaide Curtis, de Albany, era la suegra del artista, pero consideré que éste había hecho estampar su nombre a fin de mistificarme mejor. Me sentía seguro de que la caja y su contenido no seguirían viaje a Albany, sino que quedarían en el estudio de mi misantrópico amigo, en la calle Chambers de Nueva York.

Durante los primeros tres o cuatro días tuvimos un tiempo excelente a pesar del viento de proa -pues había virado al Norte apenas hubimos perdido de vista la costa-. Por consiguiente, los pasajeros estaban de muy buen humor y dispuestos a la sociabilidad. Tengo que exceptuar, sin embargo, a Wyatt y a sus hermanas, que se mostraban reservados y fríos, en forma que no pude menos de considerar descortés hacia el resto del pasaje. De la conducta de Wyatt no me preocupaba mucho. Estaba melancólico más allá de lo acostumbrado en él; incluso diré que se mostraba lúgubre, pero no podía extrañarme dadas sus excentricidades. En cambio me resultaba imposible excusar a sus hermanas. Se encerraban en su camarote la mayor parte del día, negándose terminantemente, a pesar de mi insistencia, a alternar con nadie a bordo.

La señora Wyatt era, en cambio, mucho más agradable. Vale decir que era parlanchina, y esto tiene mucha importancia en un viaje por mar. Pronto se mostró excesivamente familiar con la mayoría de las señoras y, para mi profunda estupefacción, mostró una tendencia poco disimulada a coquetear con los hombres. A todos nos divertía muchísimo.

Digo «divertía», pero apenas si sé cómo explicarme. La verdad es que muy pronto advertí que la gente se reía más de ella que por ella. Los caballeros reservaban sus opiniones, pero las damas no tardaron en declararla «una excelente mujer, nada bonita, sin la menor educación y decididamente vulgar». Lo que asombraba a todos era cómo Wyatt había podido caer en la trampa de semejante matrimonio. Se pensaba, claro está, en razones de fortuna, pero yo sabía que la solución no residía en eso, pues Wyatt me había informado que su esposa no aportaba un solo centavo al matrimonio, ni tenía la menor esperanza de heredar. Se había casado con ella -según me dijo- por amor y solamente por amor, pues su esposa era más que merecedora de cariño.

Pensando en estas frases de mi amigo me sentí perplejo más allá de toda descripción. ¿Podía ser que estuviera perdiendo la razón? ¿Qué otra cosa podía pensar? Él, tan refinado, tan intelectual, tan exquisito, con una percepción finísima de todo lo imperfecto, con tan aguda apreciación de la belleza. A decir verdad, la dama parecía muy enamorada de él -especialmente en su ausencia-, y se ponía en ridículo al citar repetidamente lo que había dicho «su adorado esposo, el señor Wyatt». La palabra «esposo» parecía siempre -para usar una de sus delicadas expresiones- «en la punta de su lengua». Pero entretanto todos advirtieron que él la evitaba de la manera más evidente y que prefería encerrarse solo en su camarote, donde bien podía decirse que vivía, dejando plena libertad a su esposa para que se divirtiera a gusto en las reuniones del salón.

De lo que había visto y oído extraje la conclusión de que el artista, movido por algún inexplicable capricho del destino, o presa quizá de un acceso de pasión tan entusiasta como fantástico, se había unido a una persona por completo inferior a él, y que no había tardado en sucumbir a la consecuencia natural, o sea a la más viva repugnancia. Me apiadé de él desde lo más profundo de mi corazón, pero no por ello pude perdonarle el secreto que había mantenido sobre el embarque de La última cena. Continué, pues, resuelto a saborear mi venganza.

Un día subió Wyatt al puente y, luego de tomarlo del brazo como era mi antigua costumbre, echamos a andar de un lado a otro. Su melancolía (que yo encontraba muy natural dadas las circunstancias) continuaba invariable. Habló poco, con tono malhumorado y haciendo un gran esfuerzo. Aventuré una broma y vi que luchaba penosamente por sonreír. ¡Pobre diablo! Pensando en su esposa, me maravillaba que fuera incluso capaz de aparentar alegría. Pero, finalmente, me determiné a sondearlo a fondo, comenzando una serie de veladas insinuaciones sobre la caja oblonga, a fin de que, poco a poco, se diera cuenta de que yo no era para nada víctima de su pequeña mistificación. Con tal propósito, y a fin de descubrir mis baterías, dije algo sobre la «curiosa forma de esa caja»; y al pronunciar estas palabras le hice una sonrisa de inteligencia, le guiñé un ojo, todo esto mientras le daba suavemente con el dedo en las costillas.

La manera con que Wyatt recibió tan inocente broma me convenció al punto de que se había vuelto loco. Primeramente me miró como si le resultara imposible comprender el ingenio de mi observación; pero, a medida que mis palabras iban abriéndose lentamente paso en su cerebro, los ojos parecieron querer salírsele de las órbitas. Su rostro se puso escarlata, luego palideció espantosamente y, como si lo que yo había insinuado le divirtiera muchísimo, estalló en carcajadas que, para mi estupefacción, se prolongaron cada vez con más fuerza durante largos minutos. Finalmente se desplomó pesadamente sobre cubierta; mientras me esforzaba por levantarle, tuve la impresión de que había muerto.

Pedí auxilio y, con mucho trabajo, le hicimos volver en sí. Apenas reaccionó se puso a hablar incoherentemente, hasta que le sangramos y le metimos en cama. A la mañana siguiente se había recobrado del todo, por lo menos en lo que se refiere a la salud física. De su mente prefiero no decir nada. Evité encontrarme con él durante el resto del viaje, siguiendo el consejo del capitán, quien parecía coincidir plenamente conmigo en que Wyatt estaba loco, pero me pidió que no dijese nada a los restantes pasajeros.

Inmediatamente después de la crisis de mi amigo ocurrieron varias cosas que exaltaron todavía más la curiosidad que me poseía. Entre otras, señalaré la siguiente: Me sentía nervioso por haber bebido demasiado té verde, y dormía mal, tanto que durante dos noches no pude pegar los ojos. Mi camarote daba al salón principal, o salón comedor, como todos los camarotes ocupados por hombres solos. Las tres cabinas de Wyatt comunicaban con el salón posterior, el cual estaba separado del principal por una liviana puerta corrediza que no se cerraba nunca, ni siquiera de noche. Como seguíamos navegando con viento en contra, el barco escoraba acentuadamente a sotavento y, cada vez que el lado de estribor se inclinaba en ese sentido, la puerta divisoria se corría y quedaba en esa posición, sin que nadie se molestara en levantarse y cerrarla. Mi camarote hallábase en una posición tal que, cuando tenía abierta la puerta (lo que ocurría siempre, a causa del calor), podía ver con toda claridad el salón posterior, e incluso esa parte adonde daban los camarotes de Wyatt. Pues bien, durante dos noches (no consecutivas), en que me hallaba despierto, vi que, a eso de las once, la señora Wyatt salía cautelosamente del camarote de su esposo y entraba en el camarote sobrante, donde permanecía hasta la madrugada, hora en que Wyatt iba a buscarla y la hacía entrar nuevamente en su cabina. Resultaba claro, pues, que el matrimonio estaba separado. Ocupaban habitaciones aparte, sin duda a la espera de un divorcio más absoluto; y pensé que en eso residía, después de todo, el misterio del camarote suplementario.

Mucho me interesó, además, otra circunstancia. Durante las dos noches de insomnio a que he aludido, e inmediatamente después que la señora Wyatt hubo entrado en el tercer camarote, atrajeron mi atención ciertos singulares sonidos ahogados que brotaban del de su esposo. Tras de escuchar un tiempo, logré explicarme perfectamente su significado. Aquellos ruidos los producía el artista al abrir la caja oblonga mediante un escoplo y una maza, esta última envuelta en alguna materia algodonosa o de lana que amortiguaba los golpes.

A fuerza de escuchar me pareció que podía distinguir el preciso momento en que Wyatt levantaba la tapa, y también cuando la retiraba a fin de depositarla en la litera superior de su cabina. Me di cuenta de esto último a causa de los golpecitos que daba la tapa contra los tabiques de madera del camarote, mientras que Wyatt trataba de depositarla con toda suavidad en la litera, por no haber espacio en el suelo. A eso seguía un profundo silencio, sin que volviera a escuchar nada hasta el amanecer, como no fuera, si cabe mencionarlo, un leve sonido semejante a sollozos o suspiros, tan sofocados que resultaban casi inaudibles -a menos que se tratara de un producto de mi imaginación-. He dicho que aquello hacía pensar en sollozos o suspiros, pero muy bien podía tratarse de otra cosa; más bien cabía pensar en una ilusión auditiva. Sin duda, de acuerdo con sus hábitos, Wyatt se entregaba a uno de sus caprichos, dejándose llevar por un arrebato de entusiasmo artístico, y abría la caja oblonga a fin de regalar sus ojos con el tesoro pictórico que encerraba. Por supuesto, nada había en esto que justificara un rumor de sollozos; repito, pues, que debía tratarse de una alucinación de mi mente, excitada por el té verde del excelente capitán Hardy. En las dos noches de que he hablado, poco antes del alba oí cómo Wyatt volvía a colocar la tapa sobre la caja oblonga, introduciendo los clavos en sus agujeros por medio de la maza envuelta en trapos. Hecho esto salía de su camarote completamente vestido e iba en busca de la señora Wyatt, que se hallaba en la otra cabina.

Llevábamos siete días en el mar y habíamos pasado ya el cabo Hatteras, cuando nos asaltó un fortísimo viento del sudoeste. Como el tiempo se había mostrado amenazante, no nos tomó desprevenidos. Todo a bordo estaba bien aparejado y, cuando el viento se hizo más intenso, nos dejamos llevar con dos rizos de la mesana cangreja y el trinquete.

Con este velamen navegamos sin mayor peligro durante cuarenta y ocho horas, ya que el barco resultó ser muy marino y no hacía agua. Pero, al cumplirse este tiempo, el viento se transformó en huracán y la mesana cangreja se hizo pedazos, con lo cual quedamos de tal modo a merced de los elementos que de inmediato nos barrieron varias olas enormes, en rápida sucesión. Este accidente nos hizo perder tres hombres, aparte de quedar destrozadas las amuradas de babor y la cocina. Apenas habíamos recobrado algo de calma cuando el trinquete voló en jirones, lo que nos obligó a izar una vela de estay, pudiendo así resistir algunas horas, pues el barco capeaba el temporal con mayor estabilidad que antes.

Pero el huracán mantenía toda su fuerza, sin dar señales de amainar. Pronto se vio que la enjarciadura estaba en mal estado, soportando una excesiva tensión; al tercer día de la tempestad, a las cinco de la tarde, un terrible bandazo a barlovento mandó por la borda nuestro palo de mesana. Durante más de una hora luchamos por terminar de desprenderlo del buque, a causa del terrible rolido; antes de lograrlo, el carpintero subió a anunciarnos que había cuatro pies de agua en la sentina. Para colmo de males descubrimos que las bombas estaban atascadas y que apenas servían.

Todo era ahora confusión y angustia, pero continuamos luchando para aligerar el buque, tirando por la borda la mayor parte del cargamento y cortando los dos mástiles que quedaban. Todo esto se llevó a cabo, pero las bombas seguían inutilizables y la vía de agua continuaba inundando la cala.

A la puesta del sol el huracán había amainado sensiblemente y, como el mar se calmara, abrigábamos todavía esperanzas de salvarnos en los botes. A las ocho de la noche las nubes se abrieron a barlovento y tuvimos la ventaja de que nos iluminara la luna llena, lo cual devolvió el ánimo a nuestros abatidos espíritus.

Después de una increíble labor pudimos por fin botar al agua la chalupa y embarcamos en ella a la totalidad de la tripulación y a la mayor parte de los pasajeros. Alejóse la chalupa y, al cabo de muchísimos sufrimientos, llegó finalmente sana y salva a Ocracoke Inlet, tres días después del naufragio.

Catorce pasajeros quedamos a bordo con el capitán, resueltos a intentar fortuna en el botequín de popa. Lo botamos sin dificultad, aunque sólo por milagro no se volcó al tocar el agua, y embarcaron en él el capitán y su esposa, Wyatt y su familia, un oficial mexicano con su esposa y sus cuatro hijos, y yo con mi criado de color.

Como es natural, no había allí espacio para otra cosa que unos pocos instrumentos imprescindibles, provisiones y las ropas que llevábamos puestas. Nadie había pensado siquiera en salvar otros bienes. ¡Cuál no sería nuestra estupefacción cuando, apenas alejados del barco, vimos a Wyatt que se ponía de pie en la popa del bote y, fríamente, pedía al capitán Hardy que nos acercáramos otra vez al barco para embarcar su caja oblonga!

-Siéntese usted, señor Wyatt -replicó el capitán con alguna severidad-. Terminará por hacer zozobrar el bote si no se está quieto. ¿No ve que la borda está al ras del agua?

-¡La caja! -vociferó Wyatt, siempre de pie-. ¡La caja, le digo! Capitán Hardy, no puede usted rehusarme lo que le pido… ¡No, no puede! ¡No pesa casi nada…. apenas una nada! ¡Por la madre que le dio a luz, por el amor del cielo, por lo que más quiera… le imploro que volvamos a buscar la caja!

Durante un momento el capitán pareció conmovido por las súplicas, pero no tardó en recobrar su aire adusto y replicó:

-Señor Wyatt, usted está loco, y no lo escucharé. ¡Siéntese le digo, o hará zozobrar el bote! ¡Vosotros, sujetadlo… pronto… o saltará al agua…! ¡Ah… demasiado tarde!

En efecto, al decir el capitán estas palabras, Wyatt se había arrojado al agua y, como todavía estábamos al socaire del buque, logró, tras un sobrehumano esfuerzo, sujetarse de una cuerda que colgaba a proa. Un instante después trepaba a cubierta y corría frenéticamente hacia la escotilla que llevaba a los camarotes.

Entretanto habíamos sido llevados hacia la popa del barco y, sin la protección de su casco, quedamos inmediatamente a merced del terrible oleaje. Nos esforzamos por acercarnos otra vez, pero nuestro pequeño bote era como una pluma en el soplo de la tempestad. Nos bastó una ojeada para comprender que el destino del infortunado artista estaba sellado.

A medida que aumentaba nuestra distancia del buque casi sumergido, vimos que el loco (ya que sólo podíamos considerarlo como tal) aparecía otra vez en cubierta y, con fuerzas que parecían las de un gigante, arrastraba consigo la caja oblonga. Mientras lo contemplábamos en el colmo de la estupefacción, vimos que arrollaba rápidamente una cuerda a la caja y la pasaba luego varias veces por su cuerpo. Un instante después ambos caían al mar, desapareciendo instantáneamente y para siempre.

Por un momento detuvimos el movimiento de los remos, clavados los ojos en el lugar del drama. Por fin reanudamos nuestros esfuerzos, y pasó una hora sin que nadie dijera una palabra. Yo me atreví, por fin, a insinuar una observación.

-¿Reparó usted, capitán, en cómo se hundieron de golpe? ¿No es sumamente curioso? Confieso que, por un momento, tuve una débil esperanza de que Wyatt se salvaría, al ver que se ataba a la caja y se confiaba así al mar.

-Por supuesto que se hundieron, y con la rapidez de una bala de plomo -repuso el capitán-. Sin embargo volverán a subir a la superficie… pero no antes de que la sal se disuelva.

-¡La sal! -exclamé.

-¡Sh…! -dijo el capitán, señalándome a la esposa y hermanas del muerto-. Ya hablaremos de esas cosas en un momento más oportuno.

Mucho sufrimos, y escapamos por muy poco de la muerte, pero la fortuna nos favoreció al igual que a nuestros camaradas de la chalupa. Más muertos que vivos, después de cuatro días de horrible angustia, tocamos tierra en la playa opuesta a Roanoke Island. Permanecimos allí una semana, pues los raqueros no nos trataron mal, y finalmente hallamos la manera de llegar a Nueva York.

Un mes después de la pérdida del Independence, me encontré casualmente en Broadway con el capitán Hardy. Como es natural, nuestra conversación versó sobre el naufragio y, en especial, sobre el triste destino del pobre Wyatt. En esa ocasión me enteré de los detalles siguientes:

El artista había tomado pasaje para él, su esposa, sus dos hermanas y una criada. Tal como él la había descrito, su esposa era la más encantadora y cultivada de las mujeres. En la mañana del 14 de junio (día en que visité por primera vez el barco), la señora Wyatt enfermó repentinamente y murió. El joven esposo estaba enloquecido de dolor, pero las circunstancias le impedían aplazar su viaje a Nueva York. Era necesario que llevara a su madre el cuerpo de la esposa adorada, aunque, por otra parte, no ignoraba que un prejuicio universal le impediría hacerlo abiertamente. De cada diez pasajeros, nueve habrían abandonado el barco antes de hacerse a la mar en compañía de un cadáver.

En este dilema, el capitán Hardy consintió en que el cuerpo, parcialmente embalsamado y colocado entre espesas capas de sal en una caja de dimensiones adecuadas, fuera subido a bordo como si se tratara de una mercancía. Nada se diría sobre el fallecimiento de la dama; mas, como ya era sabido que Wyatt había tomado pasaje para él y su esposa, fue preciso encontrar a alguien que desempeñara el papel de esta última durante el viaje. La doncella de la difunta aceptó ese papel voluntariamente. El camarote sobrante, que en principio había sido tomado para la criada, fue, naturalmente, conservado. Allí dormía aquélla, como se supondrá, todas las noches. De día representaba, en la medida de sus posibilidades, el papel de ama -cuya persona era totalmente desconocida para los pasajeros de a bordo, como se tuvo buen cuidado de verificar previamente.

En cuanto a mi engaño, nació de un temperamento demasiado negligente, inquisidor e impulsivo. Pero, desde entonces, es muy raro que duerma bien de noche. De cualquier lado que me vuelva, hay siempre un rostro que me hostiga. Y una risa histérica resonará para siempre en mis oídos.

Cordelias de Adela Fernández

Por Adela Fernández

El árabe llegó a nuestra aldea con su camioneta azul dando tumbos en la brecha pedregosa y mirando con enfado el paisaje baldío. En la bodega de Luciano descargó veinte cajas de madera llenas de verdura y frutas, alimento apreciado en nuestra tierra infértil. Apenas se hubo ido, se amontonaron todas las mujeres prontas a comprar la mercancía. Don Luciano, aturdido, trataba de calmarlas, mientras con el martillo desprendía las tablas, dejando a la vista gulosa aquellas frutas y hortalizas de colores excitantes. Con tantos manojos de yerbas aromáticas el ambiente se hizo delicioso. Los niños esperábamos ansiosos que la ayudante de don Luciano nos arrojara aquellas frutas que por magulladas se deshacían de ellas.

      La algarabía se tornó en asombroso silencio cuando al abrir una de las cajas, los ojos atónitos vieron dentro de ella, acurrucada dolorosamente en el estrecho espacio, a una niña de tres años. La sacaron y comenzó a llorar a causa de sus miembros entumecidos y por el escándalo que la rodeaba. La sobaron, le dieron un poco de agua tibia y una bolita de migajón para evitarle los ácidos estomacales, producto del miedo. Hubo sentimientos de compasión, suposiciones e invención de historias acerca de su procedencia: que si el árabe se la había robado y la dejó ahí por equivocación; que si a lo mejor él no sabía nada y que alguien la echó en la caja para deshacerse de ella; que si a lo mejor los elotes se habían transformado en una niña, hija de la deidad del maíz y que debía ser adorada como diosa; que si tal vez era el mismito diablo que en imagen de aparente inocencia había llegado al pueblo para desatar la maldad y una cadena de tragedias.

      Fue mi madre quien alegó que se dejaran de tonterías, que el caso era claro y simple, nada más que una niña abandonada, evidencia de la irresponsbilidad o de un acto desalmado. Conmovida, mi madre decidió llevarla a casa hasta que regresara el árabe para aclarar con él las cosas, pero el frutero jamás volvió al pueblo y ella tuvo que hacerse cargo de la niña, adopción que si bien fue forzada, no estuvo exenta de misericordia. Mi madre me exigió que la tratara como a una hermana y le dio el nombre de Cordelia. Esta pequeña vino a romperme el hastío propio de un hijo único y pronto me hice a la costumbre de los juegos compartidos, de los diálogos fantasiosos y de los pleitos sin importancia.

      La gente del pueblo siguió inventando historias posibles sobre su identidad, por lo que mi madre prefirió que Cordelia no saliera de casa, librándola así de los chismes populares. Con la esperanza de que olvidara su orfandad, le dio cuanto cariño latía en su corazón al grado de consentirla más que a mí. Fue el encanto natural de Cordelia lo que impidió que yo sintiera celos.

      Cuando el tema estuvo agotado y todos llegaron a la indiferencia por la recogida, mi madre comenzó a llevarla al mercado y a la iglesia. El día que fueron a traer agua de la fuente, Cordelia se sorprendió al ver por vez primera su rostro reflejado y comenzó a hablar consigo misma. Estaban a punto de volver a casa cuando de la fuente salió el reflejo y adquirió cuerpo y alma. Mi madre fingió no asombrarse y ante los ojos estupefactos de los aguadores, como si nada hubiera pasado, tomó a las niñas de la mano y emprendió la caminata de regreso. Mi madre llegó a casa con dos Cordelias, una de ellas empapada. Las murmuraciones recomenzaron y tuvo que sobreponerse a las maledicencias.

      En otra ocasión, de visita en casa de Hortensia la costurera, las niñas se probaban ante el espejo sus vestidos nuevos y con risas y gesticulaciones entusiastas compartían con sus reflejos la dicha de estrenar ropa. Mi madre pagó el valor de la hechura a la modista y se despidió satisfecha de poder vestir a sus dos hijas obtenidas por la gracia de Dios. A la velocidad de la luz, del espejo salieron los reflejos y tras adquirir cuerpo y alma corrieron a abrazarla. Esa vez mi madre regresó a casa con cuatro Cordelias.

      A la mañana siguiente, apenas comenzado el día, la gente se congregó en el atrio de la iglesia para dar opinión sobre el asunto. Nunca antes su imaginación había producido antes tantas hipótesis y advertencias sobre el misterio de Cordelia y quisieron comprobar el fenómeno de su multiplicación ante la multitud y bajo el amparo de Dios.

      Varias mujeres, furias de oficio, entraron a la casa y a la fuerza se llevaron a mi madre y a las cuatro Cordelias. En el atrio habían colocado un enorme y antiguo espejo ante el cual enfrentaron a las niñas. Los reflejos adquirieron vida propia y cuando estaban a punto de salir del azogue, Don Luciano, aterrado, lanzó una piedra rompiéndolo en pedazos que cayeron desparramados en el patio de adoquín. Brotaron tantas Cordelias como fragmentos de cristal había. El pánico dispersó a la gente que fue a refugiarse a sus casas. Mi madre tuvo la fuerza de amparar a todas sus hijas no sin antes pedirle a sus vecinos que se deshicieran de sus espejos.

      Nadie se atrevió a romper los espejos por el peligro que ello representaba. Como medida se dieron a la tarea de pintarlos de negro y algunos, los más temerosos, prefirieron enterrarlos. En lugar de cristales hay oscuros de madera en las ventanas. Todos los aljibes están cubiertos e incluso construyeron un domo sobre la fuente de la que hoy se abastecen de agua por medio de una llave. La gente toma el líquido con cautela y cubren sus vasos y ollas con paños negros.

      Las Cordelias, por su parte, andan por todos lados arañando la tierra, en la desesperada tarea de encontrar algún espejo para poder seguir con la reproducción de su especie.

Después de la carrera de James Joyce

Sendero

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Cuento de navidad de Guy de Maupassant

CUENTO DE NAVIDAD

El doctor Bonenfantes forzaba su memoria, murmurando:

-¿Un recuerdo de Navidad?… ¿Un recuerdo de Navidad?…

Y, de pronto, exclamó:

“-Sí, tengo uno, y por cierto muy extraño. Es una historia fantástica, ¡un milagro! Sí, señoras, un milagro de Nochebuena.

“Comprendo que admire oír hablar así a un incrédulo como yo. ¡Y es indudable que presencié un milagro! Lo he visto, lo que se llama verlo, con mis propios ojos.

“¿Que si me sorprendió mucho? No; porque sin profesar creencias religiosas, creo que la fe lo puede todo, que la fe levanta las montañas. Pudiera citar muchos ejemplos, y no lo hago para no indignar a la concurrencia, por no disminuir el efecto de mi extraña historia.

“Confesaré, por lo pronto, que si lo que voy a contarles no fue bastante para convertirme, fue suficiente para emocionarme; procuraré narrar el suceso con la mayor sencillez posible, aparentando la credulidad propia de un campesino.

“Entonces era yo médico rural y habitaba en plena Normandía, en un pueblecillo que se llama Rolleville.

“Aquel invierno fue terrible. Después de continuas heladas comenzó a nevar a fines de noviembre. Amontonábanse al norte densas nubes, y caían blandamente los copos de nieve tenue y blanca.

“En una sola noche se cubrió toda la llanura.

“Las masías, aisladas, parecían dormir en sus corralones cuadrados como en un lecho, entre sábanas de ligera y tenaz espuma, y los árboles gigantescos del fondo, también revestidos, parecían cortinajes blancos.

“Ningún ruido turbaba la campiña inmóvil. Solamente los cuervos, a bandadas, describían largos festones en el cielo, buscando la subsistencia, sin encontrarla, lanzándose todos a la vez sobre los campos lívidos y picoteando la nieve.

“Sólo se oía el roce tenue y vago al caer los copos de nieve.

“Nevó continuamente durante ocho días; luego, de pronto, aclaró. La tierra se cubría con una capa blanca de cinco pies de grueso.

“Y, durante cerca de un mes, el cielo estuvo, de día, claro como un cristal azul y, por la noche, tan estrellado como si lo cubriera una escarcha luminosa. Helaba de tal modo que la sábana de nieve, compacta y fría, parecía un espejo.

“La llanura, los cercados, las hileras de olmos, todo parecía muerto de frío. Ni hombres ni animales asomaban; solamente las chimeneas de las chozas en camisa daban indicios de la vida interior, oculta, con las delgadas columnas de humo que se remontaban en el aire glacial.

“De cuando en cuando se oían crujir los árboles, como si el hielo hiciera más quebradizas las ramas, y a veces desgajábase una, cayendo como un brazo cortado a cercén.

“Las viviendas campesinas parecían mucho más alejadas unas de otras. Vivíase malamente; cada uno en su encierro. Sólo yo salía para visitar a mis pacientes más próximos, y expuesto a morir enterrado en la nieve de una hondonada.

“Comprendí al punto que un pánico terrible se cernía sobre la comarca. Semejante azote parecía sobrenatural. Algunos creyeron oír de noche silbidos agudos, voces pasajeras. Aquellas voces y aquellos silbidos los daban, sin duda, las aves migratorias que viajaban al anochecer y que huían sin cesar hacia el sur. Pero es imposible que razonen gentes desesperadas. El espanto invadía las conciencias y se aguardaban sucesos extraordinarios.

“La fragua de Vatinel hallábase a un extremo del caserío de Epívent, junto a la carretera intransitada y desaparecida. Como carecían de pan, el herrero decidió ir a buscarlo. Entretúvose algunas horas hablando con los vecinos de las seis casas que formaban el núcleo principal del caserío; recogió el pan, varias noticias, algo del temor esparcido por la comarca, y se puso en camino antes de que anocheciera.

“De pronto, bordeando un seto, creyó ver un huevo sobre la nieve, un huevo muy blanco; inclinose para cerciorarse; no cabía duda; era un huevo. ¿Cómo sé hallaba en tan apartado lugar? ¿Qué gallina salió de su corral para ponerlo allí? El herrero, absorto, no se lo explicaba, pero cogió el huevo para llevárselo a su mujer.

“-Toma este huevo que encontré en el camino.

“La mujer bajó la cabeza, recelosa:

“-¿Un huevo en el camino con el tiempo que hace? ¿No te has emborrachado?

“-No, mujer, no; te aseguro que no he bebido. Y el huevo estaba junto a un seto, caliente aún. Ahí lo tienes; me lo metí en el pecho para que no se enfriase. Cómetelo esta noche.

“Lo echaron en la cazuela donde se hacía la sopa, y el herrero comenzó a referir lo que se decía en la comarca.

“La mujer escuchaba, palideciendo.

“-Es cierto; yo también oí silbidos la pasada noche, y entraban por la chimenea.

“Sentáronse y tomaron la sopa; luego, mientras el marido untaba un pedazo de pan con manteca, la mujer cogió el huevo, examinándolo con desconfianza.

“-¿Y si tuviese algún maleficio?

“-¿Qué maleficio puede tener?

“-¡Toma! ¡Si yo supiera!

“-¡Vaya! Cómetelo y no digas bestialidades.

“La mujer abrió el huevo; era como todos, y se dispuso a tomárselo con prevención, cogiéndolo, dejándolo, volviendo a cogerlo. El hombre decía:

“-¿Qué haces? ¿No te gusta? ¿No es bueno?

“Ella, sin responder, acabó de tragárselo. Y de pronto fijó en su marido los ojos, feroces, inquietos, levantó los brazos y, convulsa de pies a cabeza, cayó al suelo, retorciéndose, dando gritos horribles.

“Toda la noche tuvo convulsiones violentas y un temblor espantoso la sacudía, la transformaba. El herrero, falto de fuerza para contenerla, tuvo que atarla.

“Y la mujer, sin reposo, vociferaba:

“-¡Se me ha metido en el cuerpo! ¡Se me ha metido en el cuerpo!

“Por la mañana me avisaron. Apliqué todos los calmantes conocidos; ninguno me dio resultado. Estaba loca.

“Y, con una increíble rapidez, a pesar del obstáculo que ofrecían a las comunicaciones las altas nieves heladas, la noticia corrió de finca en finca: ‘La mujer de la fragua tiene los diablos en el cuerpo.’

“Acudían los curiosos de todas partes; pero sin atreverse a entrar en la casa, oían desde fuera los horribles gritos, lanzados por una voz tan potente que no parecían propios de un ser humano.

“Advirtieron al cura. Era un viejo incauto. Acudió con sobrepelliz, como si se tratara de auxiliar a un moribundo, y pronunció las fórmulas del exorcismo, extendiendo las manos, rociando con el hisopo a la mujer, que se retorcía soltando espumarajos, mal sujeta por cuatro mocetones.

“Los diablos no quisieron salir.

“Y llegaba la Nochebuena, sin mejorar el tiempo.

“La víspera, por la mañana, el cura fue a visitarme:

“-Deseo -me dijo- que asista la infeliz a la misa de gallo. Tal vez Nuestro Señor Jesucristo la salve, a la hora en que nació de una mujer.

“Yo respondí:

“-Me parece bien, señor cura. Es posible que se impresione con la ceremonia, muy a propósito para conmover, y que sin otra medicina pueda salvarse.

“El viejo cura insinuó:

“-Usted es un incrédulo, doctor, y, sin embargo, confío mucho en su ayuda. ¿Quiere usted encargarse de que la lleven a la iglesia?

“Prometí hacer para servirle cuanto estuviese a mi alcance.

“De noche comenzó a repicar la campana, lanzando sus quejumbrosas vibraciones a través de la sombría llanura, sobre la superficie tersa y blanca de la nieve.

“Bultos negros llegaban agrupados lentamente, sumisos a la voz de bronce del campanario. La luna llena iluminaba con su tibia claridad todo el horizonte, haciendo más notoria la pálida desolación de los campos.

“Fui a la fragua con cuatro mocetones robustos.

“La endemoniada seguía rugiendo y aullando, sujeta con sogas a la cama. La vistieron, venciendo con dificultad su resistencia, y la llevaron.

“A pesar de hallarse ya la iglesia llena de gente y encendidas todas las luces, hacía frío; los cantores aturdían con sus voces monótonas; roncaba el serpentón; la campanilla del monaguillo advertía con su agudo tintineo a los devotos los cambios de postura.

“Detuve a la mujer y a sus cuatro portadores en la cocina de la casa parroquial, aguardando el instante oportuno. Juzgué que éste sería el que sigue a la comunión.

“Todos los campesinos, hombres y mujeres, habían comulgado pidiendo a Dios que los perdonase. Un silencio profundo invadía la iglesia, mientras el cura terminaba el misterio divino.

“Obedeciéndome, los cuatro mozos abrieron la puerta y acercáronse a la endemoniada.

“Cuando ella vio a los fieles de rodillas, las luces y el tabernáculo resplandeciente, hizo esfuerzos tan vigorosos para soltarse que a duras penas conseguimos retenerla; sus agudos clamores trocaron de pronto en dolorosa inquietud la tranquilidad y el recogimiento de la muchedumbre; algunos huyeron.

“Crispada, retorcida, con las facciones descompuestas y los ojos encendidos, apenas parecía una mujer.

“La llevaron a las gradas del presbiterio, sosteniéndola fuertemente, agazapada.

“Cuando el cura la vio allí, sujeta, se acercó cogiendo la custodia, entre cuyas irradiaciones de oro aparecía una hostia blanca, y alzando por encima de su cabeza la sagrada forma, la presentó con toda solemnidad a la vista de la endemoniada.

“La mujer seguía vociferando y aullando, con los ojos fijos en aquel objeto brillante; y el cura estaba inquieto, inmóvil, hasta el punto de parecer una estatua.

“La mujer mostrábase temerosa, fascinada, contemplando fijamente la custodia; presa de terribles angustias, vociferaba todavía; pero sus voces eran menos desgarradoras.

“Aquello duró bastante.

“Hubiérase dicho que su voluntad era impotente para separar la vista de la hostia; gemía, sollozaba; su cuerpo, abatido, perdía la rigidez, recobraba su blandura.

“La muchedumbre se había prosternado con la frente en el suelo; y la endemoniada, parpadeando, como si no pudiera resistir la presencia de Dios ni sustraerse a contemplarlo, callaba. Luego advertí que se habían cerrado sus ojos definitivamente.

“Dormía el sueño del sonámbulo, hipnotizada…, ¡no, no!, vencida por la contemplación de las fulgurantes irradiaciones de la custodia de oro; humillada por Cristo Nuestro Señor triunfante.

“Se la llevaron, inerte, y el cura volvió al altar.

“La muchedumbre, desconcertada, entonó un tedeum.

“Y la mujer del herrero durmió cuarenta y ocho horas seguidas. Al despertar, no conservaba ni la más insignificante memoria de la posesión ni del exorcismo.

“Ahí tienen, señoras, el milagro que yo presencié.

Hubo un corto silencio y, luego, añadió:

-No pude negarme a dar mi testimonio por escrito.

El cuento de navidad de Auggie Wren

El cuento de Navidad de Auggie Wren

Le oí este cuento a Auggie Wren. Dado que Auggie no queda demasiado bien en él, por lo menos no todo lo bien que a él le habría gustado, me pidió que no utilizara su verdadero nombre. Aparte de eso, toda la historia de la cartera perdida, la anciana ciega y la comida de Navidad es exactamente como él me la contó.

Auggie y yo nos conocemos desde hace casi once años. Él trabaja detrás del mostrador de una tabaquería en la calle Court, en el centro de Brooklyn, y como es el único negocio que tiene los puritos holandeses que a mí me gusta fumar, entro allí bastante a menudo. Durante mucho tiempo apenas pensé en Auggie Wren. Era el extraño hombrecito que llevaba una campera azul con capucha y me vendía puros y revistas, el personaje pícaro y chistoso que siempre tenía algo gracioso que decir acerca del tiempo, de los Mets o de los políticos de Washington, y nada más.

Pero luego, un día, hace varios años, él estaba leyendo una revista en el local cuando casualmente tropezó con la reseña de un libro mío. Supo que era yo porque la reseña iba acompañada de una fotografía, y a partir de entonces las cosas cambiaron entre nosotros. Yo ya no era simplemente un cliente más para Auggie, me había convertido en una persona distinguida. A la mayoría de la gente le importan un comino los libros y los escritores, pero resultó que Auggie se consideraba un artista. Ahora que había descubierto el secreto de quién era yo, me adoptó como a un aliado, un confidente, un camarada. A decir verdad, a mí me resultaba bastante embarazoso. Luego, casi inevitablemente, llegó el momento en que me preguntó si estaría dispuesto a ver sus fotografías. Dado su entusiasmo y buena voluntad, no parecía que hubiera manera de rechazarle.

Dios sabe qué esperaba yo. Como mínimo, no era lo que Auggie me enseñó al día siguiente. En una pequeña trastienda sin ventanas abrió una caja de cartón y sacó doce álbumes de fotos, negros e idénticos. Dijo que aquélla era la obra de su vida, y no tardaba más de cinco minutos al día en hacerla. Todas las mañanas durante los últimos doce años se había detenido en la esquina de la Avenida Atlantic y la calle Clinton exactamente a las siete y había hecho una sola fotografía en color de exactamente la misma vista. El proyecto ascendía ya a más de cuatro mil fotografías. Cada álbum representaba un año diferente y todas las fotografías estaban dispuestas en secuencia, desde el 1 de enero hasta el 31 de diciembre, con las fechas cuidadosamente anotadas debajo de cada una.

Mientras hojeaba los álbumes y empezaba a estudiar la obra de Auggie, no sabía qué pensar. Mi primera impresión fue que se trataba de la cosa más extraña y desconcertante que había visto nunca. Todas las fotografías eran iguales. Todo el proyecto era un curioso ataque de repetición que te dejaba aturdido, la misma calle y los mismos edificios una y otra vez, un implacable delirio de imágenes redundantes. No se me ocurría qué podía decirle a Auggie, así que continué pasando las páginas, asintiendo con la cabeza con fingida apreciación. Auggie parecía sereno, mientras me miraba con una amplia sonrisa en la cara, pero cuando yo llevaba varios minutos observando las fotografías, de repente me interrumpió y me dijo:

—Vas demasiado deprisa. Nunca lo entenderás si no vas más despacio.

Tenía razón, por supuesto. Si no te tomás tiempo para mirar, nunca conseguirás ver nada. Elegí otro álbum y me obligué a ir más pausadamente. Presté más atención a los detalles, me fijé en los cambios en las condiciones meteorológicas, observé las variaciones en el ángulo de la luz a medida que avanzaban las estaciones. Finalmente pude detectar sutiles diferencias en el flujo del tráfico, prever el ritmo de los diferentes días (la actividad de las mañanas laborables, la relativa tranquilidad de los fines de semana, el contraste entre los sábados y los domingos). Y luego, poco a poco, empecé a reconocer las caras de la gente en segundo plano, los transeúntes en camino a su trabajo, las mismas personas en el mismo lugar todas las mañanas, viviendo un instante de sus vidas en el objetivo de la cámara de Auggie.

Una vez que llegué a conocerles, empecé a estudiar sus posturas, la diferencia en su porte de una mañana a la siguiente, tratando de descubrir sus estados de ánimo por estos indicios superficiales, como si pudiera imaginar historias para ellos, como si pudiera penetrar en los invisibles dramas encerrados dentro de sus cuerpos. Levanté otro álbum. Ya no estaba aburrido ni desconcertado como al principio. Me di cuenta de que Auggie estaba fotografiando el tiempo, el tiempo natural y el tiempo humano, y lo hacía plantándose en una minúscula esquina del mundo y deseando que fuera suya, montando guardia en el espacio que había elegido para sí. Mirándome mientras yo examinaba su trabajo, Auggie continuaba sonriendo con gusto. Luego, casi como si hubiera estado leyendo mis pensamientos, empezó a recitar un verso de Shakespeare.

—Mañana y mañana y mañana —murmuró entre dientes—, el tiempo se arrastra con paso mezquino.

Comprendí entonces que sabía exactamente lo que estaba haciendo.

Eso fue hace más de dos mil fotografías. Desde ese día Auggie y yo hemos comentado su obra muchas veces, pero hasta la semana pasada no me enteré de cómo había adquirido su cámara y empezado a hacer fotos. Ése era el tema de la historia que me contó, y todavía estoy esforzándome por entenderla.

A principios de esa misma semana me había llamado un hombre del New York Times, y me había preguntado si querría escribir un cuento que aparecería en el periódico el día de Navidad. Mi primer impulso fue decir que no, pero el hombre era muy persuasivo y amable, y al final de la conversación le dije que lo intentaría. En cuanto colgué el teléfono, sin embargo, caí en un profundo pánico. ¿Qué sabía yo sobre la Navidad?, me pregunté. ¿Qué sabía yo de escribir cuentos por encargo?

Pasé los siguientes días desesperado, guerreando con los fantasmas de Dickens, O´Henry y otros maestros del espíritu de la Natividad. Las propias palabras “cuento de Navidad” tenían desagradables connotaciones para mí, en su evocación de espantosas efusiones de sensiblería hipócrita. Ni siquiera los mejores cuentos de Navidad eran otra cosa que sueños de deseos, cuentos de hadas para adultos, y por nada del mundo me permitiría escribir algo así. Sin embargo, ¿cómo podía nadie proponerse escribir un cuento de Navidad que no fuera sentimental? Era una contradicción en los términos, una imposibilidad, una paradoja. Sería corno tratar de imaginar un caballo de carreras sin patas o un gorrión sin alas.

No conseguía nada. El jueves salí a dar un largo paseo, confiando en que el aire me despejaría la cabeza. Justo después del mediodía entré en el estanco para reponer mis existencias, y allí estaba Auggie, de pie detrás del mostrador, como siempre. Me preguntó cómo estaba. Sin proponérmelo realmente, me encontré descargando mis preocupaciones sobre él.

— ¿Un cuento de Navidad? – me dijo cuando terminé—, ¿Sólo es eso? Si me invitás a comer, amigo mío, te voy a contar el mejor cuento de Navidad que hayas oído nunca. Y te garantizo que hasta la última palabra es verdad.

Fuimos a Jack’s, un restaurante angosto y ruidoso que tiene buenos sandwiches de pastrami y fotografías de antiguos equipos de los Dodgers colgadas en las paredes. Encontramos una mesa al fondo, pedimos nuestro almuerzo y allí Auggie se lanzó a contarme su historia.

–Fue en el verano del setenta y dos -dijo-. Una mañana entró un chico y empezó a robar cosas del local. Tendría unos diecinueve o veinte años, y creo que no he visto en mi vida un ratero más patético. Estaba parado al lado del exhibidor de periódicos de la pared del fondo, metiéndose libros en los bolsillos del impermeable. Había mucha gente cerca del mostrador en aquel momento, así que al principio no lo vi. Pero cuando me di cuenta de lo que estaba haciendo, empecé a gritar. Echó a correr como una liebre, y cuando yo conseguí salir de detrás del mostrador, él ya iba perdido por la avenida Atlantic. Le perseguí más o menos media manzana, y luego renuncié. Se le había caído algo, y como yo no tenía ganas de seguir corriendo me agaché para ver lo que era.

“Resultó que era su billetera. No había nada de dinero, pero sí su carnet de conducir junto con tres o cuatro fotografías. Supongo que podía haber llamado a la policía para que lo arrestara. Tenía su nombre y dirección en el carnet, pero me dio pena. No era más que un pobre tipo, y cuando miré las fotos que llevaba dentro, no fui capaz de enojarme con él. Robert Goodwin. Así se llamaba. Recuerdo que en una de las fotos estaba de pie rodeando con el brazo a su madre o su abuela. En otra estaba sentado a los nueve o diez años, vestido con un uniforme de béisbol y con una gran sonrisa en la cara. No tuve valor. Pensé que quizás estaba drogado. Un pobre chico de Brooklyn sin mucha suerte, y, además, ¿qué importaban un par de libros de bolsillo?

“Así que me quedé con la billetera. De vez en cuando sentía el impulso de devolvérsela, pero lo posponía una y otra vez y nunca hacía nada al respecto. Luego llega la Navidad y yo me encuentro sin nada que hacer. Generalmente el jefe me invita a pasar el día en su casa, pero ese año él y su familia estaban en Florida visitando a unos parientes. Así que estoy sentado en mi piso esa mañana compadeciéndome un poco de mí mismo, y entonces veo la cartera de Robert Goodwin sobre un estante de la cocina. Pienso qué diablos, por qué no hacer algo bueno por una vez, así que me pongo la campera y salgo para devolver la billetera personalmente.

“La dirección estaba en Boerum Hill, en las casas subvencionadas. Aquel día helaba, y recuerdo que me perdí varias veces tratando de encontrar el edificio. Allí todo parece igual, y recorrés una y otra vez la misma calle pensando que estás en otro sitio. Finalmente encuentro el departamento que busco y llamo al timbre. No pasa nada. Deduzco que no hay nadie, pero lo intento otra vez para asegurarme. Espero un poco más y, justo cuando estoy a punto de irme, oigo que alguien viene hacia la puerta arrastrando los pies. Una voz de vieja pregunta quién es, y yo contesto que estoy buscando a Robert Goodwin.

“– ¿Robert? -dice la vieja, y luego descorre unos quince cerrojos y abre la puerta.

“Debe tener por lo menos ochenta años, quizá noventa, y lo primero que noto es que es ciega.

“–Sabía que vendrías, Robert -dice-. Sabía que no te olvidarías de tu abuela Ethel en Navidad.

“Y luego abre los brazos como si estuviera a punto de abrazarme.

“Yo no tenía mucho tiempo para pensar, ¿comprendés? Tenía que decir algo deprisa y corriendo, y antes de que pudiera darme cuenta de lo que estaba ocurriendo, oí que las palabras salían de mi boca.

“–Está bien, abuela Ethel -dije-. Volví para verte el día de Navidad.

“No me preguntes por qué lo hice. No tengo ni idea. Puede que no quisiera decepcionarla o algo así, no lo sé. Simplemente salió así, y de pronto, aquella anciana me abrazaba delante de la puerta y yo la abrazaba a ella.

“No llegué a decirle que era su nieto. No exactamente, por lo menos, pero eso era lo que parecía. Sin embargo, no estaba intentando engañarla. Era como un juego que los dos habíamos decidido jugar, sin tener que discutir las reglas. Quiero decir que aquella mujer sabía que yo no era su nieto Robert. Estaba vieja y chocheaba, pero no tanto como para no notar la diferencia entre un extraño y su propio nieto. Pero la hacía feliz fingir, y puesto que yo no tenía nada mejor que hacer, me alegré de seguirle la corriente.

“Así que entramos en el apartamento y pasamos el día juntos. Aquello era un verdadero basurero, podría añadir, pero ¿qué otra cosa se puede esperar de una ciega que se ocupa ella sola de la casa? Cada vez que me preguntaba cómo estaba, yo le mentía. Le dije que había encontrado un buen trabajo en una tabaquería, le dije que estaba a punto de casarme, le conté cien cuentos chinos, y ella hizo como que se los creía todos.

“–Eso es estupendo, Robert —decía, asintiendo con la cabeza y sonriendo—. Siempre supe que las cosas te saldrían bien.

“A1 cabo de un rato empecé a tener hambre. No parecía haber mucha comida en la casa, así que me fui a un almacén del barrio y llevé un montón de cosas. Un pollo precocinado, sopa de verduras, un recipiente de ensalada de papas, budín de chocolate, toda clase de cosas. Ethel tenía un par de botellas de vino guardadas en su dormitorio, así que entre los dos conseguimos preparar una comida de Navidad bastante decente. Recuerdo que los dos nos pusimos un poco alegres con el vino, y cuando terminamos de comer fuimos a sentarnos en el cuarto de estar, donde las butacas eran más cómodas. Yo tenía que hacer pis, así que me disculpé y fui al cuarto de baño que había en el pasillo. Fue entonces cuando las cosas dieron otro giro. Ya era bastante disparatado que hiciera el numerito de ser el nieto de Ethel, pero lo que hice luego fue una verdadera locura, y nunca me perdoné por ello.

“Entro en el cuarto de baño y, apiladas contra la pared al lado de la ducha, veo un montón de seis o siete cámaras. De treinta y cinco milímetros, completamente nuevas, aún en sus cajas, mercancía de primera calidad. Deduzco que eso es obra del verdadero Robert, un sitio donde almacenar botín reciente. Yo no había hecho una foto en mi vida, y ciertamente nunca había robado nada, pero en cuanto veo esas cámaras en el cuarto de baño, decido que quiero una para mí. Así de sencillo. Y, sin pararme a pensarlo, me meto una de las cajas bajo el brazo y vuelvo al cuarto de estar.

“No debí ausentarme más de unos minutos, pero en ese tiempo la abuela Ethel se había quedado dormida en su butaca. Demasiado Chianti, supongo. Entré en la cocina para lavar los platos y ella siguió durmiendo a pesar del ruido, roncando como un bebé. No parecía lógico molestarla, así que decidí irme. Ni siquiera podía escribirle una nota de despedida, ya que era ciega y todo eso, así que simplemente me fui. Dejé la billetera de su nieto en la mesa, levanté la cámara otra vez y salí del departamento. Y ése es el final de la historia.

— ¿Volviste alguna vez? —le pregunté.

—Una sola —contestó—. Unos tres o cuatro meses después. Me sentía tan mal por haber robado la cámara que ni siquiera la había usado todavía. Finalmente tomé la decisión de devolverla, pero la abuela Ethel ya no estaba allí. No sé qué le habría pasado, pero en el departamento vivía otra persona y no sabía decirme dónde estaba ella.

—Probablemente murió.

—Sí, probablemente.

—Lo cual quiere decir que pasó su última Navidad contigo.

—Supongo que sí. Nunca se me había ocurrido pensarlo.

—Fue una buena obra, Auggie. Hiciste algo muy lindo por ella.

—Le mentí, y luego le robé. No veo cómo puedes llamarle a eso una buena obra.

—La hiciste feliz. Y además la cámara era robada. No es como si la persona a quien se la sacaste fuese su verdadero dueño.

—Todo por el arte, ¿eh, Paul?

—Yo no diría eso. Pero por lo menos le diste un buen uso a la cámara.

—Y ahora tenés tu cuento de Navidad, ¿no?

—Sí —dije—. Supongo que sí.

Hice una pausa durante un momento, mirando a Auggie mientras una sonrisa malévola se extendía por su cara. Yo no podía estar seguro, pero la expresión de sus ojos en aquel momento era tan misteriosa, tan llena del resplandor de algún placer interior, que repentinamente se me ocurrió que se había inventado toda la historia. Estuve a punto de preguntarle si me estaba tomando el pelo, pero me di cuenta de que nunca me lo diría. Me lo había creído, y eso era lo único que importaba. Mientras haya una persona que se la crea, no hay ninguna historia que no pueda ser verdad.

—Auggie, un genio —dije—. Gracias por ayudarme.

—Siempre que quieras —contestó él, mirándome aún con aquella luz maníaca en los ojos—. Después de todo, si no podés compartir tus secretos con los amigos, ¿qué clase de amigo sos?

—Supongo que te debo una.

—No, no. Simplemente escribilo como yo te lo conté y no me vas a deber nada.

—Excepto el almuerzo.

—Eso sí. Excepto el almuerzo.

Devolví la sonrisa de Auggie con otra mía, llamé al mozo y pedí la cuenta.

Paul Auster

Los días de pesca de Ana María Shua

Los días de pesca

Cuando yo era chica, en verano, iba siempre a pescar con mi papá. La caja de pesca era de madera y estaba pintada de verde. Adentro había anzuelos de distintos tamaños: los más chicos eran para pejerreyes y los más grandes para tiburones. También había plomadas. Las plomadas, en general, tenían forma de pirámide. Eran muy pesadas. Tenían esa forma para evitar los enganches en las rocas. Íbamos a pescar al muelle o al Pozo de las Burriquetas y siempre se nos enganchaba la plomada porque había muchas rocas. Yo digo «nos» pero el único que pescaba era mi papá. Es decir, el único que manejaba la caña porque en Miramar había muy poco pique. Yo tenía una cañita pero nunca la llevaba; no me gustaba usarla. Lo que me gustaba era estar parada al lado de papá. En el muelle ya nos conocían y también nosotros conocíamos a los que iban más seguido. Al Flaco, por ejemplo, que tenía el pelo rubio y las cejas completamente negras, y a un señor mayor (mayor que mi papá) que se llamaba Ibarra. Yo me sentía muy orgullosa de los conocimientos que iba adquiriendo y trataba de demostrarlos cada vez que podía. Sabía, por ejemplo, que los meros, aunque son chicos, tiran mucho y que a veces, por la forma en que se dobla la caña, uno puede confundirlos con un pez mucho más grande. Cuando alguno de los pescadores venía trayendo la línea con esfuerzo y la caña se curvaba y vibraba, yo me acercaba y le decía: «Por ahí es un mero, nomás». Sabía también reconocer a los gatuzos, que son como tiburones chiquititos; los que tenían manchas oscuras se llamaban «overos». A los gatuzos les sacaban el anzuelo y los tiraban otra vez al agua. Algunas veces sacábamos un chucho. A los chuchos, me decía papá, hay que aflojarles la estrella porque pegan la disparada y si uno no les da línea la pueden cortar. Después se pegan al piso, haciendo ventosa. Una vez papá fue a pescar solo y cuando volvió contó que había tenido un pique increíble. Que tenía floja la estrella del ril y de repente algo (nunca se supo qué) mordió el anzuelo y pegó tal disparada que el hilo de náilon, por el roce, le quemó el pulgar. Me acuerdo perfectamente de la línea blanca de la quemadura en el pulgar de papá. Y sin embargo, mi papá se murió. ¿No es increíble?

   El primer tirón lo sintió en el espinazo, a la altura de la cintura, la noche después de la caída. Nunca más volvió a sentir un dolor tan fuerte. Esa mañana, en la pieza de ellos, había sábanas en el suelo y yo no sabía por qué. «Tuvo que dormir en el suelo toda la noche», me dijo mamá. «En la cama no podía ni darse vuelta». A la noche volvió cansado pero menos dolorido. «Levantarme del suelo me dio un trabajo bárbaro», me dijo. Había ido al médico esa tarde. «Hernia de disco» le diagnosticaron. «Tómese unos calmantes».

    En la caja verde había también magrú, que usábamos de carnada. A veces Papá me dejaba cortar el magrú, pero siempre lo encarnaba él porque tenía miedo de que me lastimara con los anzuelos. (Papá siempre tenía miedo de que yo me lastimara. Por esa época había inventado un protector de alambre que se ponía en la hoja del cuchillo para que yo aprendiera a pelar naranjas sin cortarme). El magrú tiene un olor fuerte y mamá se enojaba cuando veía la caja de pesca dentro de la casa. La guardábamos en el baúl del auto. En ocasiones muy especiales papá compraba calamaretes y los ponía en el congelador: carnada de lujo. En el muelle había siempre mucho viento. Yo me ponía un pullóver muy gordo de color amarillo mostaza que me había tejido mamá y jugaba a hacerme canasta. El juego consistía en ponerme en cuclillas y estirar el pullóver, que me quedaba grande, hasta que me tapaba completamente las piernas, enganchado en el borde de los zapatos. Otra manera de protegerme del viento era ponerme contra una de las paredes de la casilla que había en la punta del muelle. Cambiaba de pared según cambiaba la dirección del viento. 

   Con los mediomundos me entretenía tratando de adivinar, cada vez que los levantaban, cuántos cornalitos traían. Generalmente no traían ninguno. Había aprendido a agarrar los cornalitos, que me dejaban en la mano las escamas brillosas, y los ponía en la lata del pescador. Me gustaba el olor de la mezcla que los mediomunderos tiraban cada tanto al agua para atraer a los cornalitos. En el muelle lo único que sacábamos eran gatuzos. 

   En el Pozo de las Burriquetas teníamos más suerte. Había que bajar una especie de escalerita natural que tenía el acantilado. A mí me parecía muy peligroso y divertido. Papá bajaba primero y me vigilaba desde ahí. El Pozo era una playita angosta y bastante larga. Papá aprovechaba para practicar tiros con la caña y medir hasta dónde llegaba la plomada. Tomaba la medida con los pasos: cada paso era un metro. Yo deseaba que los tiros fueran muy largos pero nunca pasaban de los setenta metros. Me acuerdo clarito de la distancia que había entre las huellas de papá, setenta metros más o menos a lo largo de la playa. Y sin embargo, mi papá se murió. ¿No es increíble?

    Los tirones los empezó a sentir después en la pierna derecha. Primero en el pie. Después en la pantorrilla. La columna no le dolía más. En ese momento había problemas financieros en la fábrica y tenía que andar mucho por el centro, de banco en banco. «Déjate de jorobar y andá a un médico como la gente» le decía mamá, que no es amiga de médicos. «Ese de la mutual no sabe nada». La verdad es que papá ya rengueaba bastante y el fin de semana de Reyes no había posición que le viniera bien. Mama estaba en Mar del Plata con los abuelos y yo me sentía responsable de que papá estuviera lo más cómodo posible. El tirón lo sentía ahora en el muslo; comía medio recostado en el sillón del living.

    Donde sí pescábamos de verdad era en lo que papá llamaba «El Pozo Pestilente». Íbamos poco porque estaba lejos. Es el lugar donde desagua la cloaca de Mar del Plata, y donde van a tirar los desechos las fábricas de pescado. Para ir al Pozo Pestilente había que levantarse temprano. El día anterior mamá nos preparaba los sándwiches y las bebidas. Se pescaba desde arriba del acantilado. El suelo estaba cubierto de huesitos de pescado y toda clase de porquerías. Había unas moscas verdes brillantes, o azules y pegajosas que zumbaban fuerte y volaban despacio. Moscas zonzas, les decía papá, por lo pesadas. Allí pescábamos bagres, unos bagres gordos, bigotudos y con feo olor. Papá les cortaba enseguida los bigotes, donde tienen un aguijón. Después, a la noche, protestando mucho, mamá preparaba los bagres en una mayonesa de pescado. 

    Mientras estábamos pescando no hablábamos casi. Había que estar callados para no espantar a los peces. Papá tenía la caña agarrada con las dos manos y entre el índice y el pulgar de la mano de arriba sostenía el nailon de la línea para sentir el pique. Cuando me dejaba tener la caña un ratito, a mí siempre me parecía que había pique y le hacía levantar enseguida. Teníamos dos problemas: los enganches y las galletas. Cuando había un enganche papá dejaba la caña en el suelo y agarraba el náilon. Lo estiraba lo más que podía y después lo soltaba de golpe. Si no se desenganchaba, se cortaba la línea; pero daba mucho trabajo que pasara cualquiera de las dos cosas. Las galletas eran lo peor. Y a veces venían junto con los enganches. El hilo del ril se engalletaba de tal manera que teníamos que guardar todo y volver a casa para desenredarlo con paciencia. Una galleta brava podía llegar a suspendernos la pesca por toda la semana. 

    Lo que más me gustaba era la parte de operar a los pescados. Papá los abría en canal con el cuchillo que guardaba en la caja verde y que también servía para cortarle los bigotes a los bagres y la cola a los chuchos. Les sacaba las tripas. Les abríamos los intestinos para ver qué habían comido. Mientras lo estábamos haciendo yo me imaginaba que iban a aparecer allí toda clase de maravillas, como anillos mágicos o pedacitos de vidrio. Sin embargo, nunca me decepcionaba porque papá, examinando el picadillo, me daba una larga explicación sobre lo que habían comido los pescados. Además a veces encontrábamos caracoles o cangrejitos. Una vez pescamos una corvina negra con las huevas hinchadas de huevitos. Como era muy grande papá se sacó una foto con la corvina todavía enganchada en el anzuelo. La foto la tengo. Y sin embargo mi papá se murió. ¿No es increíble?

    Tuvo que volver mamá de Mar del Plata para que la operación se decidiera. Primero lo vio un traumatólogo, después un neurólogo. «Si no se opera, pierde el pie», le dijeron. Porque papá y mamá no querían. «Está pinzado el nervio ciático. ¿Le gustaría arrastrar el pie muerto?», le dijeron. Porque sabían que no le gustaría. «No hay alternativa», le dijeron. «Hay que operarse». Porque querían ver lo que tenía adentro.

    Dos veces hubo pique en Miramar. Una vez fue el día del cardumen. Era un día de lluvia y estábamos aprovechando para arreglar las líneas. Me gustaban los nuditos de náilon en los anzuelos. De repente tocan el timbre y era el Flaco. «Un cardumen en el muelle», dice, y se va corriendo. 

    El muelle estaba lleno de gente, erizado de cañas. Había olas altas. Papá tenía miedo de que me pegaran con una plomada en la cabeza y no me dejaba que me separara de al lado de él. No teníamos la caña. Estaban los de siempre y muchos más. Era un cardumen de pescadilla seguido por un cardumen de anchoas. Ibarra había sacado cincuenta y un pescadillas y media: la otra mitad se la había comido una anchoa cuando la estaba trayendo. Las anchoas tenían los dientes filosos y parecían bravas. Las pescadillas eran más tranquilas. El cardumen ya casi había pasado y no valía la pena ir a buscar la caña. 

    La otra vez que hubo pique tampoco pudimos sacar nada.  Fue en el concurso de pesca del tiburón en el Pozo Universal. El Pozo Universal es una playa inmensa, a la entrada de Miramar. Papá no había llevado la caña, pero en cambio tenía la cámara filmadora y filmaba lo que pescaban los demás. En la película yo ya no soy tan chica. Tengo un pulóver azul que me queda grande pero que no alcanza a disimular lo que me está pasando. Tengo un flequillo que me queda muy feo. Se ven muchos tiburones, casi todos hembras, preñadas. En una escena un chico morocho pisa la panza de una tiburona y salen seis o siete tiburoncitos todavía moviéndose. Él no aparece en ninguna toma, pero uno sabe todo el tiempo que está ahí nomás, del otro lado de la cámara. Y sin embargo mi papá se murió. ¿No es increíble?

    El día anterior, en el sanatorio, nos pidió que lo filmáramos. Habían pasado tres días desde la operación. A papá le gustaba llevar el registro filmado de todos los acontecimientos importantes: el coche volcado, el asalto a la fábrica, mi varicela. Yo no tenía muchas ganas de filmarlo. Estaba acostado boca arriba, sin poder moverse. Tenía una aguja clavada en el brazo. La aguja estaba conectada a un cañito de nailon que salía de una bolsa llena de líquido, sostenida por un soporte alto y vertical. Pero papá se sentía mejor y me pidió que le trajera mazapán.

    A los pescados el anzuelo no siempre se les clavaba en la boca. A veces se lo tragaban y sacárselo era una carnicería, porque había que operarlos vivos. Otras veces estaba enganchado en una aleta, o en el cuerpo. En ese caso papá decía que el pescado era «robado». Cuando íbamos al Pozo Pestilente llevábamos siempre el robador, que es un gancho grande, como un anzuelo gigante de cuatro puntas (o como cuatro anzuelos gigantes pegados). El robador sirve para levantar los pescados más pesados sin que se corte la línea. Cuando parecía que había picado algo grande papá me pedía, mientras recogía la línea, que fuera preparando el robador. Las burriquetas, cuando las sacaban del agua, hacían un ruido raro y continuado, como un ronquido. Por eso las llamaban también roncadoras. Los que aguantaban más en el aire eran los tiburones. Los chuchos también eran aguantadores, y eso que cuando papá les cortaba la cola con el pinche, les salía bastante sangre. 

    Nunca se me ocurrió preguntarle a papá por qué se morían los pescados fuera del agua. Como no tenían nariz, me parecía natural que no pudieran respirar. A papá le gustaba mucho explicarme cosas y mientras estábamos pescando yo trataba de inventar preguntas difíciles para que él me las pudiera contestar. Y sin embargo, mi papá se murió ¿No es increíble?

    «Me ahogo», me dijo mamá llorando que papá le dijo. Y cuando ella levantó la vista, le vio los ojos desesperados, desorbitados. Con el oxígeno no pudieron hacer nada, ni con los masajes al corazón. Ni con la coramina. No volvió a respirar. «Hicimos todo lo que pudimos», me dijo mamá llorando. «Fue una embolia. Los pulmones».

    Cuando yo era chica, en verano, iba siempre a pescar con mi papá. Y sin embargo, mi papá se murió. ¿No es increíble? Lo pescaron.

Ana María Shua

El hacha pequeña de los indios de Abelardo Castillo

Sendero

Después, ella hizo un alocado paso de baile y una reverencia y agregó que por eso ésta era una noche especial, mientras él, incrédulo, la miraba con los ojos llenos de perplejidad (o de algo parecido a la perplejidad, que también se parecía un poco a la locura), pero la muchacha sólo reparó en su asombro porque él había sonreído de inmediato y cuando ella le preguntó qué era lo que había estado a punto de decirle, el hombre alcanzó a murmurar nada amor mío, nada, y se rió, y siguió riéndose como si aquello ya no tuviese importancia puesto que estaba loco de alegría, como si realmente se hubiera vuelto loco de alegría. Por eso, cuando ella fue hacia el dormitorio y agregó no tardes, el hombre dijo que no. Voy enseguida, dijo. Pero se quedó mirando el hacha que colgaba junto al aparador de cedro, nueva todavía, sin usar, porque esas cosas son en realidad adornos o poco menos que se regalan en los casamientos pero que nadie utiliza y quedan colgadas ahí, como ésta, en el mismo sitio desde hace un año, haciéndole recordar cada vez que la miraba (de un lado el filo; del otro, una especie de maza, con puntas, para macerar carne) viejas historias de indios cuando él era Ojo de Halcón y mataba al traidor o al lobo empuñando un hacha parecida a ésta. Sólo que aquélla era de palo y ésa estaba ahí, de metal brillante, frente al hombre que ahora, al levantarse y cruzar la habitación, evocó la primera noche que cruzó esta habitación igual que ahora, el día que se casaron pese al gesto ambiguo de los amigos, pese a las palabras del médico, la noche un poco casual en que se encontraron casados y mirándose con sorpresa, riéndose de sus propias caras, después de aquel noviazgo o juego junto al mar en el que hasta hubo una gitana y fuegos artificiales y un viejo napolitano que cantaba romanzas, fin de semana o sueño que él recordaba desde el fondo de un país de agua como una sola y larga madrugada verde, como estar desnudo y algo ebrio sobre una arena lunar, de tan limpia, como un gusto a ola o a piel mojada pero sobre todo como un jirón de música de acordeón y la voz del viejito napolitano en alguna cantina junto a los malecones, vértigo que se consumó en dos días porque la muchacha era hermosa —linda como una estampa de la Virgen, dijo mamá al verla, te hará feliz, y también lo había dicho la gitana, que sin embargo bajó los ojos y no aceptó el dinero—, y de pronto estaban riéndose y casados, pese al gesto cortado de algún amigo al saludarla, pese a que ella quería tener un hijo y a la gitana que decía la buenaventura entre los fuegos artificiales, pese al espermograma y al dictamen médico y a que cada vez que la veía mirar a un chico, cada vez que la veía acariciarles la cabeza y jugar atolondradamente con ellos como una pequeña hermana mayor de ojos alocados y manos como pájaros, pensaba estoy haciendo una porquería y sentía vergüenza, y asco, un asco parecido al que lo mareaba ahora, en el momento de descolgar el hacha pequeña, mientras la sopesaba lo mismo que sopesó durante un año entero la idea de contárselo todo, de contarle que al casarse con ella él le había matado de algún modo y para siempre un muchachito rubio, un chiquilín tropezante que jamás podría andar cayéndose, levantándose, dejando sus juguetes por la casa: hasta que al fin esta misma tarde él decidió contárselo todo porque supo secretamente que ella, la muchacha de ojos alocados y manos como pájaros, la perra, entendería. Y llegó a la casa pensando en el tono con que pronunciaría sus primeras palabras esa noche (tengo que decirte algo), el tono intrascendente o ingenuo que tienen siempre las grandes revelaciones. Por eso el hombre estaba cruzando ahora la habitación y empuñaba el hacha pequeña de los indios que le recordaba historias de matar al cacique o al lobo, o a la grandísima perra que esta noche, antes de que él hablara, dijo que tenía algo que decirle: algo que ella había dicho con el tono intrascendente e ingenuo de las grandes revelaciones. «Vamos a tener un hijo», había dicho. Simplemente. Después, hizo un paso de baile y una reverencia.